¡Cállese ya, Sra. Jenkins!

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Aparece en escena el pianista. Está nervioso, le tiemblan las manos. Es su primera vez en el Carnegie Hall, y teme que también sea la última. Entonces irrumpe ella que, ataviada de manera extravagante, oculta su rostro con un pañuelo de seda. Cuando cae el pañuelo, el piano comienza a sonar. La soprano entona sus primeras notas y el público se revuelve en sus asientos, tratando de contener la risa, hasta que no lo soporta más y estalla en una estruendosa y unánime carcajada. Un joven desde la tercera fila grita: «¡Cállese ya, señora Jenkins!». Es uno de los cientos de marines americanos invitados al evento. La diva continúa impasible su función. Florence Foster Jenkins tenía entonces setenta y cinco años, era millonaria y nunca había sabido cantar.

La última cinta del cineasta británico Stephen Frears, estrenada hace apenas unos meses, recrea los últimos meses de vida de la soprano. En el papel de la Sra. Jenkins, la laureada Meryl Streep, quien da vida magistralmente a la peor cantante de la historia. Le acompaña Hugh Grant, quien aún repitiendo su personaje de siempre, resulta bastante creíble como el marido inglés e interesado de la desentonada diva. El tercero en discordia es el pianista (Cosme McMoon), encarnado por Simon Helberg, actor conocido por interpretar al científico judío con pinta de mod de The Big Bang Theory. Pero ¿de dónde demonios había salido aquella estrambótica dama que logró abarrotar el mítico auditorio neoyorquino aquel 25 de octubre de 1944?

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Meryl Streep como la señora Jenkins. | www.cinemanet.info

Nacida en 1868 en el seno de una familia acomodada de Pensilvania, Florence Foster Jenkins sintió desde la niñez una enfermiza pasión por la música. Tal frenesí haría que la joven escapara de su casa con un hombre mayor, quien a la postre sería su marido, el Dr. Jenkins. Éste no le contagió su amor por la música sino la sífilis, enfermedad que iría mermando su salud (debido al tratamiento con mercurio y arsénico) hasta el día de su muerte. Instalados ya en Filadelfia, la señora Jenkins se ganaba la vida, con más pena que gloria, dando clases de piano. Tanto su marido como su familia siempre trataron de disuadir su entusiasmo artístico. Tras su divorcio, sobrevino la muerte de su padre, cuya generosa herencia no sería desaprovechada por Jenkins. Contaba entonces con más de cuarenta años, libre de ataduras y con una considerable fortuna, lo cual la acercaba a hacer realidad su sueño de ser cantante. Solo había un problema, pero éste era enorme, pues el día en el que se rifaron las dotes vocales, la señorita Jenkins no acudió al sorteo. No solo desafinaba como un gato moribundo y jamás acertaba con la nota, sino que también carecía por completo de ritmo y oído musical. Lo suyo era catastrófico, pero la pasión por cumplir sus deseos cegaba por completo cualquier manifestación de vergüenza y pudor.

Su fortuna recién adquirida le permitió fundar el Club Verdi y, además, reunió una nutrida corte de seguidores y aduladores que, por mofa o por interés, le seguían la corriente. En sus recitales, ella y su segundo marido, el limitado actor inglés Claiy Bayfield, elegían escrupulosamente a los asistentes de los mismos, asegurándose de que no se colase ningún espectador indeseable que hiciera a la diva advertir la realidad de su paupérrimo arte. En esta burbuja de éxito y glamour vivió la señora Jenkins hasta sus últimos días, ajena a la evidencia de que sus números atraían al público no por sus virtudes musicales sino por el morbo de ver sobre el escenario a la peor cantante de la historia. Cuando no por no perderse un insólito espectáculo humorístico.

Leyenda del ridículo, que ella misma acrecentaba con sus fiestas, exabruptos y declaraciones. Como en aquella ocasión en la que, tras sufrir un accidente de taxi, aseguró que después del impacto se había percatado de que podía llegar a cantar un fa todavía más alto, agradeciendo al taxista con una caja de puros su accidental contribución a la música.

Resulta inevitable no sentir cierta simpatía por esta dama lunática, que pocos días después de aquella actuación en el Carnegie Hall, la cual a día de hoy sigue siendo una de las más demandadas de su archivo, moría en su cama. Creyéndose la más grande entre las grandes y atribuyendo las mofas a su canto a conspiraciones y envidias, Florence Foster Jenkins ofreció una delirante y vital lección de filosofía quijotesca, no exenta de cierto patetismo conmovedor. Como ella misma dejó dicho: «La gente puede decir que no sé cantar, pero nadie podrá decir que no canté».

Y no solo eso, además dio el cante. A sus pies, Sra. Jenkins.

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