Caminar entre el humo y la neblina: la poesía de Robert Frost

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Robert Frost (1874-1963) es el poeta más popular en su país. Situado, a modo de gozne cronológico y estilístico, entre los grandes poetas estadounidenses del siglo XIX, como Walt Whitman o Emily Dickinson, y los del XX, como T. S. Eliot o Wallace Stevens, Frost les aventajó a todos ellos en popularidad, pero no en prestigio crítico. La inmediatez de su poesía y la sencilla sabiduría con la que cantaba a las virtudes de la vida en el campo le acercaron al público y, al mismo tiempo, le alejaron de una crítica académica que probablemente tampoco acabó de encajar su aparente independencia estética respecto a los poetas modernistas.

Portada. | Linteo, 2017.

Frost ha sido un poeta muy escasamente vertido al español. A día de hoy apenas se puede encontrar una traducción de uno de sus libros fundamentales, Al norte de Boston (Ediciones Libertarias, 1995), y una antología de sus Prosas (Elba, 2011). Pero el lector de habla hispana está de enhorabuena, porque la editorial orensana Linteo ha puesto fin a esta incomprensible situación gracias a su flamante edición bilingüe de la Poesía completa, traducida con solvencia por el poeta Andrés Catalán (autor también de la nutritiva introducción y las notas).

El éxito literario de Frost fue tardío –tuvo que dejar su trabajo como profesor (que alternaba con el de granjero) y emigrar con su familia al Reino Unido a los 38 años para comenzar a conseguirlo– pero fulgurante. A lo largo de su carrera obtuvo cuatro premios Pulitzer, más de 40 títulos honoríficos, y fue el primer poeta en leer en la toma de posesión de un presidente de los Estados Unidos (el 20 de enero de 1961 para John F. Kennedy). Pero a esos reconocimientos institucionales añadió algo todavía más difícil de conseguir y, sin duda, mucho más importante: que sus poemas vivan en la memoria de la gente.

En Pálido fuego (1962) Vladimir Nabokov escribió que ‘Al pararme junto al bosque una noche de nieve’ (recogido en el libro New Hampshire, de 1923) era «uno de los más grandes poemas cortos de la lengua inglesa, un poema que todos los niños norteamericanos saben de memoria, acerca de los bosques invernales, y el crepúsculo desolado, y las dulces reconvenciones de los cencerros del caballo en el aire que se oscurece, y el final prodigioso y conmovedor, los dos últimos versos idénticos en cada sílaba, pero uno personal y físico y el otro metafísico y universal». Y de ese mismo poema el crítico Harold Bloom señaló que, además de compartir la soledad de los bosques, el viento y la nieve, el narrador y el lector se embarcan «en una búsqueda solitaria, donde no puede haber promesas».

Los comentarios de Nabokov y Bloom permiten vislumbrar algo esencial. Frost es un poeta que enseña a recordar los juegos de la infancia; a disfrutar de (o asumir) la soledad; a escuchar, observar y habitar la naturaleza; a tomarse las cosas con calma. Pero su aparente inmediatez y sencilla sabiduría no están exentas de ironía, escepticismo o incluso nihilismo. Es bastante revelador que Frost, tan consciente de la imagen pública de hombre afable que le gustaba proyectar (ese hombre afable que parece ser el narrador de muchos de sus poemas), decidiera no leer en público sus textos más oscuros en favor de los más amables.

Uno de esos poemas oscuros es el estremecedor ‘Entierro en el hogar’ (de Al norte de Boston, 1914), inspirado en la muerte de su primogénito Elliot a los 8 años. Y en esa lista de poemas oscuros estaría también ‘Fuego y hielo’ (del libro New Hampshire), que George R. R. Martin ha reconocido como inspiración del título (y quizá algo más) de su popular saga Canción de hielo y fuego (origen de la televisiva Juego de Tronos):

Hay quien dice que el mundo acabará en fuego,

hay quien dice que en hielo.

Por lo que he conocido del deseo

estoy con los que por el fuego se decantan.

Pero si tuviera que sucumbir dos veces,

creo que del odio sé bastante

para decir que para la destrucción el hielo

es también eficaz

y sería suficiente.

Frost quiso que su lenguaje poético sonase natural, de ahí que tuviera tan presente el vocabulario, la dicción y la cadencia del lenguaje hablado. Y para capturar mejor el ritmo natural y los sonidos del lenguaje hablado, Frost desdeñó el verso libre (lo que le alejaba de modernistas como Eliot o Stevens, y de parte de la crítica académica), y le dio una gran importancia al ritmo y al metro, por lo que se sirvió mayoritariamente del verso blanco (el pentámetro yámbico). Todo ello contribuye a que una primera lectura sea suficiente para comprender casi cualquiera de sus poemas. Una sencillez (que algunos críticos y no pocos lectores calificarían de simplismo) que, tras sucesivas lecturas, revela la sutil complejidad de su construcción poética y, sobre todo, la densidad, ambigüedad y profundidad de los temas que trata. No obstante –y esta es una de las principales características de la poesía de Frost–, esas perspectivas no se cancelan mutuamente: lo sencillo convive con lo complejo, lo sensorial con lo reflexivo, lo inmanente con lo trascendente. Gracias a sus distintos niveles de interpretación, su poesía es accesible y disfrutable para cualquier tipo de lector de poesía.

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«Dos caminos se abrían en un bosque amarillo…» | Fotograma de «Robert Frost» (Sidney J. Stiber, 1961).

En el hermoso y muy poco conocido cortometraje documental Robert Frost, dirigido por Sidney J. Stiber en 1961 (y publicado en Blu-ray por Flicker Alley en 2016; complemento perfecto de la Poesía completa), podemos ver a un octogenario Frost caminando por parajes rurales cercanos a su solitaria cabaña en las montañas de Vermont. Mientras observamos cómo se transforman los paisajes de Nueva Inglaterra con el paso de las estaciones, podemos escuchar su voz recitando varios de sus poemas. Entre ellos quizá el más popular, ‘El camino no elegido’ (de Un valle en las montañas, 1916, dedicado a su amigo y poeta Edward Thomas): «Dos caminos se abrían en un bosque amarillo…», y cada uno de ellos era «tan bueno como el otro». El poema concluye con un enigmático «elegí el menos transitado de ambos, / y eso supuso toda diferencia». ¿Hay ironía en ese final? ¿Quizá alguna alegoría? ¿Y qué pensar del título del poema, que se refiere al otro camino, el «camino no elegido»?

Entre las certezas que aparecen en los poemas de Frost siempre se encuentra, agazapada, alguna pregunta, alguna duda que disuelve la seguridad y nos previene antes de elegir el camino a seguir. En ‘Una cabaña en el claro’ (de En el claro, 1962), un diálogo entre el humo y la neblina, ésta advierte a los durmientes habitantes de la cabaña contra el conocimiento entendido casi como una religión, contra «la ingenua fe que la sola acumulación de datos / por sí misma prenderá e iluminará el mundo». Quizá la poesía de Frost, con sus certezas y sobre todo con sus dudas, sea hoy especialmente necesaria para enseñarnos a caminar, a pesar de los inevitables tropiezos, entre el humo y la neblina.

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