‘El rostro ajeno’: La máscara que no se puede quitar

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banner-especial-Japon-portada«El rostro que no se ve es mi rostro». (Rafael Cadenas)

Mira este rostro. Míralo atentamente. ¿Qué ves? ¿Podrías decir algo de esta persona? ¿Qué dicen sus ojos de él? ¿Y su mirada? ¿Anuncian algo esos pequeños, casi imperceptibles, pliegues de la piel? ¿Dirías que en este rostro se manifiestan los signos inequívocos de la bondad, o más bien de la maldad? ¿Podrías afirmar si es inteligente o estúpido? ¿Podrías decir algo de esta persona?

Okuyama, el protagonista de El rostro ajeno, interpretado por Tatsuya Nakadai. | © 1966 Teshigahara Productions
Okuyama, el protagonista de El rostro ajeno, interpretado por Tatsuya Nakadai. | © 1966 Teshigahara Productions

Este rostro es el de Okuyama, el protagonista de El rostro ajeno (Tanin no kao, 1966), tercera película del director Hiroshi Teshigahara, escrita por Kōbō Abe inspirándose en su propia novela. Aunque en realidad este rostro no es exactamente el de Okuyama…

El rostro es la parte más visible de nuestro cuerpo, la que nos identifica: «el rostro es reflejo del alma y la mirada quien mejor la señala» (Cicerón, Sobre el orador, III, 221). Estamos acostumbrados a leer el rostro y a interpretarlo como la síntesis de la identidad, la esencia del otro. Leemos el rostro como si fuera un texto estético, psicológico, moral, metafísico incluso. La apariencia revela el ser, el interior reverbera en el exterior: «escrito el corazón tengo en los ojos» (Petrarca, Cancionero, I, LXXVI).

Pero los clásicos y la sabiduría popular nos previenen contra las apariencias, porque engañan: «No te fíes de sus rostros» (Juvenal, Sátiras, II, 10). Podemos leer las emociones en el rostro ajeno, algo que emerge del interior y se manifiesta en el exterior, pero ¿eso es suficiente para afirmar que conocemos la esencia del otro? ¿Cuántas veces atribuimos bondad o maldad a una persona por los rasgos de su rostro y más tarde la realidad refuta nuestras intuiciones?

Nuestro rostro es lo que ofrecemos a los demás, lo que más dice de nosotros, de nuestra identidad. Pero, como señala Belén Altuna en Una historia moral del rostro (Pre-Textos, 2011), solo podemos ver nuestro rostro «a través de un intermediario: el espejo, la luna de los escaparates, la fotografía, el vídeo». Esa imagen desdoblada de nosotros se complementa con la mirada del otro; nuestro rostro se refleja en los ojos de quien nos mira. El rostro ajeno es el espejo del alma.

Los últimos retoques a la máscara de Okuyama. | © 1966 Teshigahara Productions
Los últimos retoques a la máscara de Okuyama. | © 1966 Teshigahara Productions

… Aunque en realidad aquel rostro no es exactamente el de Okuyama, sino una máscara diseñada para ocultar su verdadero rostro, desfigurado tras un accidente de trabajo. Durante el primer tercio de la película de Teshigahara, el rostro de su protagonista está cubierto por un vendaje, un salvoconducto para no ser aislado por la sociedad. El vendaje es la máscara provisional que le permite salir a la calle, pero al mismo tiempo es lo que impide que los demás puedan leer su rostro. Solo la verdadera máscara le permitirá liberarse de la lástima de los conocidos y del rechazo de los desconocidos. «Te dejaré la máscara como herramienta terapéutica. No es para siempre», le advierte a Okuyama el doctor que diseña su máscara.

La máscara es un rostro falso que deshace y reconfigura la identidad. Y la máscara también deshace las exigencias morales, es una herramienta para la transgresión, para liberarse del mundo: si nadie puede reconocerte puedes hacer lo que quieras (¿no es ese el fundamento de las máscaras del carnaval?). Ya con su máscara, Okuyama reinicia su vida social, laboral y sentimental, pero liberado de ataduras morales, decidido a transgredirlas. Pero, como insinúa nuevamente el doctor, «la máscara puede querer tener su propia vida»…

Para establecer un contraste entre la vida de Okuyama antes y después de emplear la máscara, Teshigahara emplea numerosos duplicados y contrastes tanto a nivel narrativo (el tema del doble, el empleo continuo de espejos, acciones y descripciones que se repiten) como técnico (planos y movimientos de cámara duplicados, distintos efectos visuales y sonoros). Y la música de Toru Takemitsu contrapone dos lenguajes musicales tan diferentes como el del vals vienés de los títulos de crédito (el tema principal) y la música atonal y vanguardista del resto de la película.

Todos esos dispositivos cinematográficos que emplea Teshigahara invitan a otras reflexiones sobre la identidad, complementarias de la que surge de la historia escrita por Kōbō Abe. Una es estrictamente cinematográfica y tiene que ver con una supuesta esencia o identidad del cine japonés. Como señala Donald Richie en Cien años de cine japonés (Jaguar, 2005), el final de las políticas de aislamiento (especialmente tras la restauración Meiji de 1868 y tras la derrota en la Segunda Guerra Mundial en 1945) impulsó en Japón una necesidad de definir qué era lo que hacía que la gente y la vida de Japón fueran japonesas. Pero de esos esfuerzos institucionales por definir el «ser japonés» ya no quedaba mucho en el cine que se produjo en Japón en la década de 1960. Y El rostro ajeno (y el cine de Teshigahara en general) no es una excepción.

Un éxito de crítica y público en Japón, pero poco apreciada fuera, El rostro ajeno nació eclipsada por La mujer de la arena (1964), la segunda película del tándem Teshigahara-Abe. La acción de El rostro ajeno se desarrolla en un entorno urbano, intercambiable por el de cualquier ciudad occidental; carece así de esos rasgos de exotismo que cierto público occidental reclama cuando se acerca a un producto japonés, pues entiende que es precisamente en lo que interpreta como exótico donde se concentra la supuesta esencia de lo japonés.

Desde un punto de vista narrativo y técnico, la película de Teshigahara está directamente emparentada con el cine moderno europeo de Michelangelo Antonioni y Alain Resnais. Y, del mismo modo, la novela de Abe remite a Kafka, Dostoievski y al existencialismo francés. Sabemos que el cine japonés –y la cultura japonesa en general– sufrió un proceso de occidentalización tras la Segunda Guerra Mundial. Se podría pensar así que El rostro ajeno es una máscara occidental que oculta un rostro japonés. Pero ¿cómo distinguir y separar nítidamente la apariencia de la esencia? Como le dice el doctor a Okuyama, «algunas máscaras se pueden quitar, otras no».

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