Un cachalote enigmático varado en los márgenes del río Sena, en París. Para el colectivo Captain Boomer, la recreación del encallamiento de una ballena es un acontecimiento mágico: «Durante nuestros varamientos, vemos una intensa interacción entre la multitud. Las personas hablan entre sí, especulan e imaginan. Ofrecen ayuda y piden información. Las diferentes percepciones crean situaciones graciosas. Algunos miembros del público saben que es una obra de arte, pero alimentan la ilusión para otras personas».
En los años noventa, Arne Kalland escribió sobre las percepciones humanas de los grandes cetáceos. Las ballenas eran consideradas seres especiales debido a sus características biológicas, ecológicas, culturales y simbólicas. Por su tamaño y longevidad, se cree que están en la cúspide de la cadena alimentaria. Además tienen cualidades estéticas, se protegen en grupo y se acercan en paz, sin rencor, a pesar de haber sido víctimas de la depredación humana.
Esa criatura mítica, la súperballena, ha sido asumida por la cultura popular y por organizaciones ambientales como la representación de un paraíso perdido, un recordatorio de valores esenciales -la solidaridad, la convivencia equilibrada en los ecosistemas- que la humanidad ha abandonado. H. Williams va más lejos al afirmar que ellas despiertan un recuerdo latente de la vida en las aguas primordiales, en el «paraíso amniótico» del útero maternal.
El libro La Ballena (1949), de Paul Gadenne, contiene una de las visiones más interesantes sobre el gran cetáceo. La narrativa es sencilla. En un paisaje desolado, una ballena llega a la costa, suscitando la curiosidad de una pequeña comunidad. Una pareja, Pierre e Odile, escucha la noticia y duda si ver o no a la Ballena. Más tarde, deciden ir a la playa y el animal muerto les causa una gran conmoción. La dimensión onírica del varamiento, entre la verdad y la mentira, se extiende a Pierre:
«En lo sucesivo, mi encuesta sólo obtuvo una voz unánime: la de la condenación. Mis preguntas eran motivo de sonrisas. Ya ni se molestaban en explicarme. Algunas personas pretendían, incluso, que se había tendido un cerco alrededor de la bestia, con el propósito de impedir que la gente se le aproximara. Pero nadie sabía si aquella medida había sido adoptada por razones de higiene, o porque una autoridad cualquiera deseaba reservarse la propiedad del animal con fines científicos.»
Cuando Pierre y Odile llegan a la playa, la atracción por la Ballena muerta se convierte en empatía y en una profunda compasión. La Ballena, de una blancura tan pura que desafía las palabras, les parece demasiado cercana, como si pudieran haber sido buenos amigos. Pero es también su presencia la que permite a Pierre escrutar Odile:
«Miré a Odile, después a la ballena. Volví dificultosamente mis ojos hacia Odile, sin atreverme a decirle la conclusión que obtuve de confrontarla, incapaz de confesarme a mí mismo lo que pensaba de su fragilidad, que era también la mía, pero sabiendo que ya no olvidaría jamás su mejilla inclinada contra el viento, los secos chasquidos del faldón de su impermeable, su silueta dividiendo el mar en dos.»
La muerte de la ballena tiene un poder evocativo universal. En 1956, Mario Ruspoli y Chris Marker realizaron un documental sobre la industria ballenera en las Islas Azores. Mientras los hombres seguían cazando el cachalote con arpones, lanzas y botes de madera, los productos balleneros eran vendidos en Europa para la fabricación de cosméticos y otros productos de lujo. La muerte apoteótica –la «muerte más grande», representada por una bandera negra erguida en el dorso del cachalote– es un libelo acusatorio contra los patrones de consumo de la Europa de la posguerra.
En este punto es inevitable hablar de Moby-Dick, de Hermann Melville, publicado en Francia en 1942. El libro no es sólo una aventura sobre la intrepidez humana, la locura y la venganza del capitán Ahab sobre la ballena blanca. El viaje en el barco Pequod es una metáfora de la propia nación norteamericana. La tripulación de isleños de distintas etnias se enfrenta a la rígida jerarquía del barco (que Melville explora en otros libros, como Billy Budd). Lo más importante es el recorrido, y no tanto su desenlace.
En La Ballena, Paul Gadenne rechaza la erudición. La ballena «no era una historia». Como si la erudición fuera una trampa, un entorpecimiento de la relación directa con el animal:
«Cuanto se nos pudiera decir de la Ballena, todo acerca de lo que la ciencia y la historia nos pudiera informar, no nos habría enseñado nada. Porque deseábamos conocer únicamente el secreto desaparecido, la palabra de la creación que representaba. Aquello, en fin, que confería a esos despojos una importancia, un sentido -una amenaza- que directamente nos concernía.»
Pero esa contemplación existencialista, contemporánea de Sartre y de Camus, era también un reflejo de las angustias de su tiempo. La ballena era igualmente un «monumento asentado sobre el cataclismo europeo». El animal informe y podrido sería la alegoría de una Europa decadente, de las ciudades destruidas, por más que intentase renacer de los escombros de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Es importante notar esta visión pesimista en Francia que revela, simbólicamente, el inconformismo con los efectos de la barbarie de la guerra. «Una enorme acusación se elevaba de esta playa estrecha, de este derrumbe gelatinoso, una acusación que recubría todo el mundo». Esta denuncia cívica fue seguida por otros autores, como Stig Dagerman, que en Otoño alemán (1946) describe la miseria de las poblaciones de Berlín, ocupada por los países aliados, y el triste espectáculo de los tribunales de desnazificación.
Llegamos, así, al inicio: ¿podemos hablar de la existencia de una literatura ballenera? ¿Cuál es su principal característica? Los ejemplos aquí citados permiten avanzar con una mera hipótesis, también especulativa. La «literatura ballenera» nos remite a las obras que toman los cetáceos como objetos simbólicos, escenificando relaciones de alteridad y compromiso con los hombres. En ese sentido, son textos modernos, aunque el simbolismo no lo sea. Los tótems animales existen desde la prehistoria. Pero su utilización como símbolos de la disrupción del progreso es un acto moderno de las sociedades contemporáneas. De la misma manera que la ballena de Gadenne evocaba el cataclismo europeo, las ballenas que encallan en nuestros días con los estómagos llenos de plástico nos alertan sobre la polución y la dificultad en relacionarnos con el planeta de forma sostenible.
Las representaciones literarias permiten incluso la inversión de los papeles, suscitando momentos de elevada lucidez. Tal vez el mejor ejemplo sea el epílogo del libro Dama de Porto Pim, de Antonio Tabucchi, en el que una ballena observa a los hombres y los describe en términos muy precisos:
«No les gusta el agua, y la temen, y no se entiende por qué vienen tan a menudo. También ellos van en bancos, pero no llevan hembras, y se adivina que están en otra parte, pero son siempre invisibles. A veces cantan, pero sólo para ellos, y su canto no es un reclamo sino una forma de lamento desgarrador. Enseguida se cansan, y cuando cae la noche se reclinan sobre las pequeñas islas que les transportan y tal vez se duermen o contemplan la luna. Se alejan deslizándose en silencio y es evidente que están tristes.»