‘Lost in translation’: la literatura de viajes y el extrañamiento

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Lost in Translation (2003), escrita y dirigida por la estadounidense Sofia Coppola, ha terminado por convertirse en una de las (ya demasiadas) películas indie de culto. Partiendo de una impecable y transparente fotografía a cargo de Lance Acord (quien ya contaba entre sus trabajos con películas del calibre de Being John Malkovich o Adaptation) y apoyándose en una sugerente y simétrica dirección (me remito a la sublime escena inicial; treinta y cinco segundos que muestran la espalda, cadera y piernas de una recostada Scarlett Johansson bajo un silencio tan intimista como aromático) de la autora neoyorquina, la cinta ofrece un aspecto visual cuidado y perfeccionado en cada plano y encuadre, dotando además de potente y coherente significado a la paleta de colores utilizados (con la preeminencia de tonos pastel) y la iluminación, característica durante la noche por la sobreabundancia de luz artificial (como corresponde a Tokio, la ciudad más poblada del planeta), ofreciendo, por el contrario, un aspecto difuso, nublado, bajo la luz natural del día (metáfora de la actitud depresivo-existencialista que subyace a la historia).

La crítica especializada ha centrado la disección del filme en estos, ya mentados, apartados técnicos. Sin embargo, el objetivo de este artículo será el análisis de otro aspecto, menos explícito quizá aunque inherente a Lost in Translation: la excelsa calidad como pieza literaria de su guion cinematográfico (premiado, por otra parte, con el premio Óscar en el año 2004, aunque el hecho haya pasado prácticamente desapercibido).  Acertó el jurado de la Academia (para nada platónica) con su veredicto, pues la magnitud del diálogo y estructura narrativa igualan, si no superan, a su confección fílmica. Es por esto que el acercamiento a sus postulados puede realizarse desde numerosas perspectivas, tantas casi como mentes humanas, y, por lo imposible de la omnisciencia, focalizaremos el estudio de la película sobre dos puntos principales: su adscripción a la larga tradición de la literatura de viajes y el uso de la técnica retórica del extrañamiento.living__81555477

La literatura de viajes

Aunque podemos remontarnos al siglo XIV, con la redacción novelada y a posteriori de Los viajes de Marco Polo (1300), crónica supuestamente dictada por el comerciante a un escriba, no fue hasta el siglo XVIII cuando el género fue reconocido como tal, principalmente a raíz de la publicación de las Cartas Persas (1717) de Montesquieu, de las cuales, mucho más tarde, se haría eco en la literatura española José Cadalso con sus Cartas marruecas (1789). Mientras que la obra de Marco Polo pretendía únicamente ser una relación folklórica y de costumbres, además de un diario expedicionario, las obras dieciochescas fueron escritas con distinta intención: el aporte de nuevas perspectivas o miradas vírgenes a la sociedad occidental con el objeto de la crítica social desde una posición pretendidamente objetiva por ficcional. El género terminaría por gozar de gran éxito durante el siglo XIX, aunando ambas concepciones en obras de amplia difusión como Viaje a las regiones equinocciales del nuevo Continente (1826) de Alexander Von Humboldt. Durante los siglos XX y XXI, debido a la mejora de las comunicaciones y la creciente globalización consecuencia del capitalismo, la literatura de viajes fue perdiendo su esencia, convirtiéndose paulatinamente en una especie de folletín turístico o relación de costumbres, sin lugar para la introspección reflexiva ante lo extranjero.

Omitiendo los posibles debates sobre la naturaleza de la literatura de viajes, para nuestro análisis fílmico tomaremos como referencia la definición que la profesora Soledad Porras, de la Universidad de Valladolid, hace del género:

“Podemos afirmar sin miedo a equivocarnos, que el ser humano ha sentido la necesidad de viajar, e igualmente ha sentido la necesidad de dejar constancia del viaje realizado. Cuando estas dos premisas se unen, aparece lo que denominamos Literatura de Viaje. A lo largo de la historia de la humanidad, en todas las épocas, en todos los países y en todas las culturas, se han escrito relatos de viajes, en unos casos reales, en otros ficticios, imaginativos o descriptivos, poéticos, fantásticos o novelados” (Soledad Porras, Los libros de viaje. Génesis de un género. Italia en los Libros de viajes del siglo XIX, 2004).

Partiremos para nuestro análisis de dos de las premisas esenciales que se enuncian: la necesidad del viaje y de su plasmación. En lo referente a la segunda, ésta se concretará en un viaje introspectivo, un camino de maduración y despertar interior que diseccionaremos en el segundo punto del artículo ahondando en la utilización de la técnica literaria del extrañamiento.

En el primero de los casos, el viaje se efectúa, más que por necesidad, por obligación. Bob (Bill Murray) es un afamado actor, que se traslada a Tokio para cumplir con una serie de compromisos publicitarios (destaca la escena en la que anuncia el whiskey Sartori, de la cual trataremos más adelante). Para Charlotte (Scarlett Johansson) el compromiso será marital, acompañando a su marido fotógrafo, también por trabajo, hasta la capital japonesa. Las razones que llevan al viaje a los protagonistas son, por tanto, imposiciones de tipo laboral y conyugal, desdeñando a la par que subvirtiendo los principales motivos atribuidos al viaje y su literatura: el descubrimiento y el placer.

Arrastrados al viaje, renunciando al deleite, los protagonistas se verán abocados a una actitud contemplativa, pasiva y violentamente existencial. Así, el destino se impone a la búsqueda voluntaria, el deber al divertimento. Tratando el viaje desde esta obligatoriedad manifiesta, Sofia Coppola enuncia uno de los temas principales de la película: el carácter compromisario del matrimonio, que advertiremos en Bob y Charlotte bajo distintas perspectivas.

Para Bob, su viaje significa el distanciamiento de su familia y la constatación de que cada vez es menos necesario para ellos. Mientras él añora la vuelta al hogar y a sus hijos, éstos se muestran poco interesados en su periplo, siguiendo sus vidas cotidianas bajo el orden acostumbrado (su mujer parece únicamente interesada en el color de baldosas que prefiere para una nueva reforma, aunque finalmente no tendrá en cuenta su opinión). De este modo, Bob ve su posición de pater familias destruida, sin relevancia, reducida al papel arquetípico del “hombre que trae el dinero a la casa” pero sin el cual los vínculos afectivos se mantienen intactos (sus hijos ni si quiera desean hablar con él cuando llama). A raíz de esto, Bob empieza a cuestionarse el verdadero motivo de su viaje: el dinero. ¿Merece la pena el venderse uno mismo y su imagen a cambio de billetes tan solo para descubrir que su propia familia ni lo ama ni lo necesita? Quizá este planteamiento resulte exagerado, aunque lo cierto es que se vislumbra un patente desgaste del matrimonio tras años de convivencia y monotonía, una pérdida de interés y pasión (su mujer no responde siquiera a su “te quiero” telefónico) que asumimos de forma natural con el paso del tiempo.lost-in-translation-bill-murray

Charlotte se encuentra, sin embargo, al inicio de su matrimonio y, curiosamente, evidencia ya las mismas carencias afectivas que Bob. Las expectativas sobre su viaje, en un principio esperanzadoras y románticas, se ven pronto truncadas por la atención unidireccional de su marido hacia el trabajo, dejándola totalmente abandonada y sola en una ciudad monstruosa y desconocida. La pasión o dulzura que se presuponen en una pareja de recién casados son aplastadas, de nuevo, por el trabajo y su corrosiva condición: el deber. Su marido, ilusionado por sus perspectivas de futuro laboral, pierde todo interés en ella, demostrándole un afecto vacío, vacuo, igual de compromisario y monótono que el que se profesan Bob y su esposa, aunque sin tanto camino recorrido como ellos. Charlotte, al igual que Bob, ve reducida su posición conyugal, en este caso, a la de “mujer florero” o acompañante, deprimiéndose ante la constatación de que su matrimonio será siempre de esta forma y no el cuento de hadas que había imaginado.

Tanto la figura del pater familias como la de “mujer florero” son estatus arquetípicos asociados a la institución del matrimonio tradicional. Sofia Coppola, enfrentando a sus personajes a esta degradación por medio del distanciamiento de su medio natural (comúnmente denominado viaje), realiza una crítica devastadora hacia la concepción del amor contaminada por la sociedad patriarcal y capitalista, sumiéndolos a ambos en una crisis existencial tras encasillarlos en los órdenes tradicionales de género, preguntándose si la decepción que sienten es lo que deberían sentir, si it´s what it is (es lo que hay) o podrían aspirar a algo más. Es interesante la nueva condición que adquieren entonces los personajes, la de héroes románticos, en el sentido en que sus expectativas y deseos no coinciden con lo ofrecido por la realidad y ello los conduce a una irremediable angustia (en evidente relación con los postulados de Schopenhauer y su obra El mundo como voluntad y representación).

El extrañamiento

Shklovski, uno de estudiosos fundadores del formalismo ruso, define así la técnica literaria del extrañamiento:

«El propósito del arte es el de impartir la sensación de las cosas como son percibidas y no como son sabidas (o concebidas). La técnica del arte de ‘extrañar’ a los objetos, de hacer difíciles las formas, de incrementar la dificultad y magnitud de la percepción encuentra su razón en que el proceso de percepción no es estético como un fin en sí mismo y debe ser prolongado. El arte es una manera de experimentar la cualidad o esencia artística de un objeto; el objeto no es lo importante.» (Víktor Shklovski, El arte como artificio, 1917).

De este modo, entenderemos por extrañamiento un proceso literario por el cual lo natural, lo mimetizado, se presenta en una forma anómala o alejada de la convencionalidad para difundir un nuevo enfoque, una visión renovada que nos inspire a aplicar una interpretación distinta de la realidad.  Precisamente esta era la pretensión inicial de la literatura de viajes dieciochesca: la reformulación de la realidad a través de la exposición a una cotidianidad ajena, con cuyos símbolos no nos encontramos familiarizados del todo.

Coppola, partiendo de esta premisa, enfrenta a sus personajes a un mundo absolutamente ajeno y desconocido, tanto en el nivel sociocultural como en el lingüístico, con el objeto de incitarlos a la duda y el autodescubrimiento. Observamos aquí la necesidad de plasmación del viaje de la que hablaba Soledad Porras: para Bob y Charlotte el viaje habrá de significar un cambio en sus vidas y planteamientos, una sacudida para sus esquemas mentales y un proceso de transformación a través del cual aprenderán sobre sí mismos al esforzarse por comprender los distintos microcosmos del mundo, habiendo madurado personal y humanamente a la hora de volver a sus respectivos hogares.

En Lost in Translation, Tokio se nos presenta como la ciudad deshumanizada por excelencia (algo que, irónicamente, ya hizo Federico García Lorca en su celebérrimo poemario Poeta en Nueva York con la urbe natal de la directora estadounidense), un lugar cruel y asentimental para con los extraños, un laberinto de neones y usos  incomprensibles para los no nativos, un limbo indolente y robotizado (son varias las escenas que inciden en el carácter excesivamente tecnológico y virtual de la capital japonesa, como la popularidad de los salones de máquinas recreativas, la costumbre nipona del karaoke o los eternos atascos y aglomeraciones de vehículos), cruel y ajeno a las debilidades humanas. Fotográficamente se insiste también en la mezcla de esta mentada modernidad con la tradición, fundiendo en planos contiguos los más recientes rascacielos con los templos budistas y sintoístas, aumentando la sensación de alienación y extrañeza en el espectador occidental, acostumbrado a observar catedrales góticas frente a una tienda de Zara pero no a la misma mezcla en un paisaje remoto. Tanto Bob como Charlotte experimentan sentimientos de alienación en un principio hacia el medio hostil y desconocido, pero, por distintos caminos, consiguen revertir el efecto del extrañamiento e interiorizar la nueva realidad y simbología a las que se enfrentan, comprendiendo que son necesarias nuevas claves para descifrar un nuevo código.lost in translation

En el caso de Bob, su principal confrontación con lo ajeno se dará en el nivel lingüístico, cuando acude a su primer compromiso publicitario para anunciar una marca de whiskey denominada Sartori. Atónito ante las interminables indicaciones del director (todas ellas en japonés) y las breves directrices que le son transmitidas por su traductora (en una escena a todas luces hilarante) comienza a sentirse realmente incómodo al no comprender qué es lo que se le pide en el rodaje. Terminará por solventar (de manera insuficiente) esta problemática prescindiendo de su traductora y entendiéndose con el director a través de símiles con reconocidos actores norteamericanos (mal pronunciados todos ellos por el realizador japonés) como Roger Moore o Frank Sinatra. Más tarde acudirá a una fiesta en compañía de Charlotte, en donde mantendrá largas conversaciones, utilizando cada uno su propio idioma, con sus amigos. Adoptando una postura estoica, no le dará importancia a la falta de comprensión por ambas partes y acabará por disfrutar de la noche, aun sin haberse comunicado eficientemente. Culminará su proceso de adaptación con otra (y quizá la mejor) escena de corte humorístico de la película, en donde consigue reír junto con una anciana en la sala de espera del hospital imitando los indescifrables sonidos que ella emite, con una palpable sensación de complicidad entre ambos.

Por lo que respecta a Charlotte, su campo de batalla frente a la extrañeza del mundo oriental se dará en el nivel sociocultural. Irritada e indolente ante la simpleza y banalidad de las conversaciones que mantiene con su esposo y sus conocidos norteamericanos en la ciudad, buscará en el Tokio más tradicional una respuesta a sus tribulaciones. En un primer momento, la imponencia de la urbe deshumanizada le hará claudicar, pasando la mayor parte de su tiempo encerrada en su habitación del hotel. ¿A dónde ir, qué hacer, cuando no se sabe siquiera por dónde empezar? Tras conocer a Bob, ganará confianza en sí misma al encontrar a una persona que se halla en una situación similar y se lanzará a explorar la ciudad. Acudirá primero a un taller de arte floral japonés, conocido como Ikebana (literalmente, “flor viviente”), donde acrecentará su interés por la cultura japonesa y, con ello, se dará cuenta del placer que proporciona el descubrimiento de la otredad. Posteriormente dará regulares paseos en soledad por el exterior, al modo de un flâneur decimonónico, disfrutando del tiempo sin compañía que antes le oprimía. En uno de ellos se acercará a un templo sintoísta, donde presencia la celebración de una boda japonesa al estilo tradicional y observa, en reflejo de su situación pasada, la inocencia y felicidad inicial de los cónyuges en su primer día de matrimonio. Lejos de deprimirse, Charlotte comprende que, ya sea en Japón o los Estados Unidos, los seres humanos no son tan diferentes y aquella pareja terminará por estancarse en la misma situación en la que ella se encuentra. Prueba de ello es que su andar solitario no se detiene en toda la película, ni si quiera en el inefable (por ampliamente conocido) final donde Bob la descubre (en una de estas casualidades que casi exclusivamente se dan en las películas de corte romántico) entre el ajetreo del centro de la ciudad y sus miles de viandantes.

Conclusiones

Aunque de manera heterodoxa y obviamente modernizada, Lost in Translation sigue la estela del género históricamente conocido como literatura de viajes, utilizando para ello su principal instrumento formal: el extrañamiento. Como hemos constatado a lo largo del artículo, las similitudes entre la cinta y las obras literarias de esta tendencia no se limitan a los aspectos técnicos, sino que todo el guion conforma en conjunto temático y estructural una atípica y contemporánea novela (de una hora y cuarenta y cinco de duración audiovisual) adscrita al género.

Sería absurdo abordar la intencionalidad que Sofia Coppola quiso imprimir en su largometraje tras la irrupción en la crítica literaria de la todopoderosa “muerte del autor”, cuya alargada sombra ha provocado un eclipse sempiterno en las perspectivas analíticas del arte. Por ello, ante la imposibilidad de una perlocución absoluta, les invito a que saquen sus propias conclusiones oportunas sobre la autora, su obra y, en último término, sobre mí.translation_600

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