Paco Gómez Nadal, de cómo habitar la incertidumbre

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Paco Gómez Nadal (Murcia, 1971) es periodista independiente, activista por los derechos humanos y los derechos territoriales y de los pueblos, emprendedor de lo humanamente productivo, un luchador incansable del bando de ‘los nadie’. Autor de un puñado de libros a cuál más interesante, conversamos con él largo y tendido sobre su recorrido vital y profesional, sobre América Latina -su debilidad-, sobre periodismo, sobre el espacio y el colectivo de La Vorágine (Santander) del que forma parte y un largo etcétera.

El torrente verbal de Paco se mezcla con un fondo jazz, el crepitar de la vajilla y el ruido de conversaciones ajenas de bar durante una charla distendida, en la que las preguntas no eran más que una excusa para des-aprender y mirar de otra manera. Una guayabera tropical que desentona con el invierno santanderino, junto el recurso a expresiones y palabras de telenovela revelan la conexión con esa otra América, la de los pueblos, con la que Paco ha compartido más de tres lustros de su vida y con la que sigue en contacto permanente. Acaba de regresar de Colombia, donde presentaba su último libro, La guerra no es un relámpago (Icono Editorial / Otramérica, 2016), en el que, una vez más, los olvidados de la tierra toman la palabra y con ella todo el protagonismo que en las crónicas se les niega más allá del recuento final de cadáveres.  

 

Hablemos de tus inicios. Murcia a mediados de los años setenta. ¿Qué recuerdos marcaron tu infancia?

Nací en el 71, en las postrimerías del franquismo. Mis recuerdos más claros, no obstante, son de la Transición, las movilizaciones contra la OTAN y, en mi caso, las huelgas de secundaria de mediados de los ochenta. Una cosa que llamaba mi atención era que, al reunirnos con las autoridades, nos mandaban a dejar las calles y a servirnos de los cauces democráticos, porque ya estábamos en una democracia, como si ya no hubiese nada por lo que protestar. Como ya habían ‘conquistado la democracia’ por nosotros, todo se anulaba por esa supuesta democracia. Pero lo que más recuerdo de entonces es esa vida bastante gris, ese colegio aún con un currículo franquista… Yo vivía en un pueblo de Murcia y lo que sí tuve claro muy pronto es que me quería ir, no huir, sólo irme. De hecho, elegí estudiar Periodismo porque suponía marcharse fuera.

Algo que no deja de sorprenderme es la coincidencia que se da entre las personas que vivieron el franquismo al recordar el período invariablemente en blanco y negro, en tonos grises.

Mi primer recuerdo en color, fíjate qué estupidez, es Naranjito. Podríamos hablar, trivializando, de la Transición como del paso del blanco y negro al color. Bromas aparte, mi transición en realidad fue llegar a Madrid, y eso que llegué tarde, cuando La Movida y todo aquello ya estaba acabando. Fue como cambiar de país: allí conocí a los primeros divorciados y a los primeros gays, por ejemplo. Yo venía de un pueblo, con todo lo que eso supone, con una educación muy sana pero muy cerrada también. Se podría decir que Madrid aportó color a mi vida.

Hablemos brevemente de literatura. Me interesa conocer tus primeras lecturas decisivas, esas que suponen un salto personal y contribuyen a la toma de conciencia del mundo.

Yo con la literatura tengo una relación muy singular, porque hasta los catorce o quince años no leía ni las instrucciones de los juguetes. Mis padres, que tienen una educación muy básica, pero sabían que era importante leer, compraban libros. Somos cuatro hermanos; mis dos hermanas lo leían todo, mi hermano y yo éramos unas bestias pardas. La cosa es que a los catorce años empecé a leer de forma compulsiva, pero eran unas lecturas muy erráticas, aunque en su mayor parte ensayos. Reconozco que siempre he tenido una vertiente muy pesimista, así que imagino que me servían para digerir la realidad. Luego, cuando con 17 años llegué al hervidero de la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense, me encontraba con gente que se lo había leído todo, y yo no había leído nada; me entró prisa por ponerme al día y comencé a devorar todo lo que caía en mis manos. Llevaba unas fichas de cada libro que leía y recuerdo que en ese primer curso me había tragado unos ciento ocho libros. Todavía las conservo para recordarme lo estúpido que fui, porque no me enteré de nada. Una locura.

A partir de ahí sí, la lectura –y sucesivas relecturas- ha sido fundamental en mi formación. Me ha abierto ventanas, me ha enseñado a dudar de mí, de lo que me han enseñado, y aún sigo leyendo libros maravillosos que me dejan desconcertado. Si tuviese que citar algún autor importante para mí en aquella época, diría Kant, Pessoa, que venía bien a un pesimista como yo, o Kafka, que todavía lo sigue siendo.

Ya lo has mencionado, pero querría volver sobre ello. Estudias Periodismo en la Complutense. ¿Cómo era ese universo?

La universidad era apasionante fuera de las aulas y terrorífica en las aulas. Aquella fue la época del boom y estábamos en clases de 200 alumnos, y un profesor con micrófono. Reconozco que dejé de ir a clase muy pronto, aprobé exámenes de las formas más torticeras que te puedas imaginar. En parte desaproveché algunas oportunidades, pero tenía ganas de independizarme rápido, porque me sentía responsable del esfuerzo que suponía para mi familia el que yo estuviese en Madrid, a pesar de estar becado. Me desvinculé rápido de la universidad, de hecho hice cuarto y quinto en un año para quitármelo del medio. Eso sí, donde más paraba era en la cafetería de la facultad. Allí había una gente interesantísima. Pero por lo demás, no volví. El resto del tiempo en la calle. Entre medias, estuve cinco meses viviendo en Sevilla, cubriendo la Expo (Exposición Universal de Sevilla de 1992); luego, con 19 años me fui a un campamento de refugiados saharaui en Tinduf, tema al que estuve enganchado durante varios años. En definitiva, a mí Madrid me sirvió para alucinar, para conocer gente maravillosa que me ha enseñado tanto o más que los libros. Fue fascinante, Madrid era como mi punto base, desde dónde me iba de un lado para otro. Un culo inquieto, como decía mi madre [risas].

Has escrito: “Muchas de mis búsquedas tienen que ver con mi negativa a aceptar la hoja de ruta que en nuestras sociedades están escritas antes de que aprendamos a escribir”.

He sido muy terco en eso, y quizás la haya fastidiado a veces. Te cuento una anécdota muy boba. Cuando vivía con mi primera pareja, recuerdo que la presión para tener casa en propiedad era fortísima. Entonces tenía ya algo ahorrado y sucumbí. Miramos algo muy sencillo, en Carabanchel, para lo que dejamos unas quinientas mil pesetas de señal, pero cuando me tocó ir al banco a negociar la hipoteca y comprobar todo lo que eso comportaba, me agobié. Salí del banco y no compramos nada. Perdimos la señal y, años vista, te puedo decir que no lamento haber perdido esas quinientas mil pesetas. Es que a mí esa hoja de ruta me pone muy nervioso, aunque debo decir que a veces echas de menos algunas cosas, como raíces, que ya no tengo, o hijos, que ya no voy a tener. A ver, tampoco he sido tan alternativo, sencillamente ha habido cuatro cosas que me han molestado y que no he querido hacer.

Una idea que repito mucho que es la de des-aprender. Hay dos dimensiones, una político-social, cómo te relacionas con tu sociedad; y otra más bien personal, de la que se habla menos. En este caso, despojarse del patriarcalismo en el que nos educan desde pequeños es lo más difícil y requiere un trabajo interno que no se acaba nunca. Además de algunas lecturas clave, he tenido la suerte de haber conocido a mujeres que me han ayudado mucho en ese des-aprendizaje.

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FOTO: Alejandro Rebollo Roldán

Decides romper con todo y dar a tu vida un giro de ciento ochenta grados. ¿Cómo fue ese momento y qué lo propició? Recordemos que eras periodista de El País, para bien o para mal, el primer periódico de España.

Tengo dos rupturas, una antes de llegar a El País, cuando trabajaba para radio y me iba bastante bien, la verdad. Había terminado la carrera hacía dos años, pero trabajaba desde mucho antes. Ahí es cuando me voy a Galicia. Estaba muy quemado y decidí cambiar, me puse a hacer teatro. Fue como mi etapa más jipi, más de comuna. Estaba en un bucle de pobreza muy precarizante, en lo personal y en lo laboral. Ahí es cuando, también por algunas presiones, me presenté a las pruebas del Máster de El País; no me las preparé para no salir, con tan mala suerte que salí. Así que para allá me fui. El máster me volvió a conectar con el periodismo. Era un proceso chulo de formación, muy competitivo, muy apasionante. Lo disfruté mucho. Luego me contrataron. Imagínate, era mi sueño: la sección de internacional de El País. Cuando entré, me temblaban las piernas. Hasta que te metes un poco más y empiezas a ver toda la maquinaria que hay detrás, las imposibilidades… Quizá lo más duro fue ver la cuestión de los egos, en una profesión como ésta, que tiene mucho de vedette. Y no lo llevé nada bien. Por un lado me iba genial teóricamente, pero por otro era desilusionante.

Y surgió una oportunidad. Llegó un tipo muy raro, un millonario de Nicaragua que quería montar un periódico tipo a El País allí. Cuatro locos que estábamos en la redacción nos enrolamos. Yo ya había estado en Colombia con las prácticas del Máster. La cosa es que me voy a Nicaragua y a los tres meses, por varias razones que no vienen al caso, acabé dirigiendo aquel periódico. Tenía 26 años. Esa circunstancia me obligó a madurar a toda marcha; cometí todos los errores que se podían cometer, en gestión humana, en gestión periodística, todos. Allí atentaron contra mi vida. Aprendí muchísimo

Finalmente, regresé a España por un problema serio de seguridad. Me reincorporé a la redacción de El País y ahí es cuando sí rompo definitivamente. Estábamos aquí en plena ‘guerra digital’. Un tema muy complejo que quizá supuso el principio del fin de El País.

¿De qué año estamos hablando?

A ver, me fui en el 97 y volví en el 99. En El País duré año, año y pico. Estaba muy quemado, muy torturado. Luego me pilló un Madrid en una deriva muy terrorífica, con un rollo hedonista muy salvaje, muchas drogas, incluso algunos de mis amigos más cercanos. Yo no entendía nada, no me interesaba nada, trabajaba muchísimo, ganaba pasta, pero estaba harto, frustrado y triste. Ahí es cuando va tomando forma una idea que ahora tengo mucho más clara y que tiene que ver con mi poco interés por este país. Es entonces cuando renuncio a El País. A mediados del 2000, me cargué mi carrera. Tenía un contrato magnífico, cierto prestigio. Fue duro, porque se supone que estás donde tienes que estar, y porque, vamos, nadie renuncia a El País, más cuando el subdirector te dice “quédate, que en un par de años te vas de corresponsal a México”. No. Rompí, y esa ruptura es el acto más liberador que he hecho en mi vida.

¿Y después?

Volví para Colombia. Además, fui a un rincón de Colombia, Bucaramanga, a una Universidad bastante discreta. Y ahí fue cuando realmente empecé a vivir de otra manera. Yo había estado en ese país con las prácticas del Máster, en el 96. A un compañero y a mí nos tocó El Colombiano de Medellín; a él lo dejaron en la redacción y a mí me colocaron en la sección de Derechos Humanos. Era una época muy dura, cuando los paramilitares entraban a saco y se cargaban sindicalistas como si nada. Con veinticinco años me tocó ver cosas terribles, mutilaciones, descabezados, etc. En parte por la ruptura con El País, pero sobre todo por necesidad de comprender, fue por lo que volví a Colombia. El trabajo en la Universidad de Bucaramanga fue una buena oportunidad, porque me permitió moverme por todo el país sin dar demasiadas cuentas, con lo cual pude conocer muchas cosas de primera mano.

América Latina. ¿Qué significa en la vida de Paco Gómez Nadal?

Significa, ante todo, un ajuste de cuentas con lo personal y lo social. Cuando yo fui a Colombia la primera vez, fui sin tener ni pajolera idea, pero sabía que necesitaba conocer América Latina. Rápidamente me di cuenta de que no era una, sino muchas. Por otro lado, tenía muy mitificadas las revoluciones (Cuba, Nicaragua, la resistencia, los chilenos, etc.). ¡Yo era de libro! Me había ayudado mucho haber ido al Sahara, porque supuso un primer encontronazo con la realidad, pero fue en América Latina, y en Colombia, donde empecé a ver que las cosas no eran en blanco o negro; comencé a descubrir que no hay buenos y malos, que el villano tiene familia y que el héroe maltrata a su mujer. Si en un sitio he aprendido de verdad, ese sitio ha sido América Latina, y mi primera lección fue ver que las cosas eran más complejas de lo que parecían.

Lo que me atrapa -y por eso vuelvo todo el tiempo- es el factor humano. Allí el ser humano da la media del planeta. A ver si me explico. En el mundo euro-occidental el ser humano está como anestesiado, indolente, inerme, egoísta, pero no es como la media del planeta; en Latinoamérica, sientes que la gente es gente, que está más viva, que es contradictoria, que es, en definitiva, más ambivalente, menos monolítica.

Otra cosa que me atrae y que creo que es extensible al conjunto del continente, es que se diluye la perspectiva del futuro. Que conste que no lo considero algo negativo. Me refiero a que, según esta lógica de no-futuro, te pueden pasar dos cosas: o te pierdes, por no saber hacia dónde vas; o sencillamente dejas de aplazar, porque no puedes planificar. Al final, tienes que vivir, con cagadas o aciertos, pero lo haces. Y aún una cosa más de esas que me atrapan de América Latina es que, también a diferencia de Europa, donde se cree tener respuesta para todo, casi todo está abierto. Las respuestas, así como las propias preguntas, se siguen buscando. Pero no existe esa certeza, esa seguridad heredada de la Ilustración según la cual, si ahora no hay una contestación al interrogante, ya lo habrá, ya aparecerá un tipo, un científico, un alguien que responda y te solucione la papeleta. Allí no ocurre esto. Esa incertidumbre a mí me gusta, es muy creativa. Pero, en el fondo, todo esto tiene que ver con el hecho un tanto perverso de que la muerte es más certera que la vida.

Por otra parte, yo jamás cometería el error de idealizar América Latina. Hay otras tantas cosas que llevo fatal, como el tema del patriarcado y el machismo, que es muy intenso; lo mismo que ciertos niveles de crueldad. Pero sí trato de rescatar las cosas que me parecen más positivas. Para acabar con este punto, si quieres, te puedo decir que Latinoamérica fue, y lo sigue siendo, por supuesto, mi escuela de desaprendizaje.

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FOTO: Alejandro Rebollo Roldán

Actualmente estás trabajando en Colombia. ¿Qué haces allí? ¿En qué proyecto te hallas embarcado? Hablemos, aunque sea brevemente, del caso Bojayá*. Fuiste de los primeros periodistas internacionales en llegar al lugar de la tragedia. ¿Qué impresión guardas de aquello?

[*El 2 de mayo de 2002, en medio de combates entre paramilitares y guerrilleros, las FARC lanzaron una bomba casera sobre un templo católico en el que se refugiaban cientos de civiles. Allí murieron 79 personas (48 menores de edad). El 6 de diciembre de 2015, las FARC volvieron a Bojayá para reconocer su responsabilidad y pedir perdón a las víctimas].

Fui el primero en llegar porque yo mantenía contactos muy fuertes con las comunidades de la zona. Cuando sobrevino la tragedia, me llamaron para que contase lo que había pasado. Esa fue una experiencia terrible, que me cambió la vida. Quizás no tanto por lo que vi, que fue muy duro, sino porque generó en mí un sentimiento de fraternidad con la comunidad muy intenso y, a partir de ese punto, ya no podía mirar desde fuera, como un mero observador externo que llega, mira y se va. De ahí salió mi primer libro, Los muertos no hablan (Aguilar, 2002). Curiosamente, este es el mayor éxito de mi carrera como periodista. Mis crónicas sobre la masacre de Bojayá se publicaron en muchos periódicos, fui portada de The New York Times y de El País. Era el único que las tenía. Sin embargo, todo eso me producía un desasosiego y vacío terrible, me sentía como si me estuviese aprovechando de la tragedia de aquella gente. Entonces, con un complejo de culpabilidad insoportable, volví al sitio a las dos semanas, casi pidiendo egoístamente que me ayudasen a expiar mi sentimiento de culpabilidad. ¿Qué hacer? “Pues sigue contando; cuenta más y mejor”, me dijeron. Fue cuando decidí escribir el libro, que no va tanto de la masacre como de la resistencia civil.

Después de esto, decidí que sólo había un bando por el que merecía la pena luchar y al que apoyar: los civiles. Desde ese día empecé a colaborar con distintas organizaciones étnicas, también con la Iglesia católica, porque en esa zona había -y sigue habiendo- un movimiento de la Teología de la Liberación muy potente. Colaboro en lo que puedo: cosas de comunicación, de visibilización. Por eso mantenía la relación con los grandes medios, por si podía colocar algo, aunque luego terminé por romperlas. Así sigo. Del Chocó, que fue donde empecé, se extendió a todo el Pacífico colombiano, a toda una zona afro e indígena. Actualmente colaboro con la Coordinación Regional del Pacífico de Colombia, que coordina cuarenta y pico organizaciones étnico-territoriales. Todo este trabajo también me ayudó a evolucionar y a pasar de reivindicar los Derechos Humanos de Naciones Unidas a centrarme en derechos territoriales y colectivos. En lo que estamos ahora, para que te hagas una idea, es en ayudar a crear un tejido de comunicación popular que sirva para contar una historia alterna de los pueblos, es decir, que sean ellos mismo los que cuenten su historia. Hay una parte más técnica (medios, páginas web, etc.) y otra que, en fin, es más difícil de explicar y tiene que ver con el acompañamiento político.

Inténtalo.

Pues, por un lado, hay una parte de asesoramiento político, porque a veces les hace falta una mirada de fuera, dado que están muy metidos en las luchas cotidianas. Y por otro, cómo tejer redes de apoyo político a todas estas comunidades fuera de Colombia. Con varios compañeros que estamos en Europa vamos trabajando en hablar con otras organizaciones, con la UE, en posicionar denuncias, en colocar temas, en hacer investigaciones que expliquen, por ejemplo, la relación entre megaproyectos económicos y violación de derechos. “Tierra profanada”, un trabajo en el que llevamos tiempo, pone de relieve toda la relación que hay entre megaproyectos mineros, de hidrocarburos y de cultivos para consumo ilícito en territorios indígenas colombianos. Y ahora, con la posible firma de los acuerdos de la paz y el post-conflicto tratamos de reforzar las capacidades de ellos para gestionarlo. Porque en el fondo hay toda una intencionalidad de sacarlos del territorio, especialmente en la zona del Pacífico, para poderlo explotar. La pena es que estas comunidades llegan al post-conflicto muy debilitadas, y ahora hace falta más apoyo que nunca. Nosotros no hacemos nada si ellos no nos lo piden. No somos una ONG ni tenemos presupuesto; les ayudamos con estas cosas que más o menos sabemos hacer.

¿Cómo ves la firma de los acuerdos de paz?

Se supone que la firma del acuerdo es segura. Lo que pasa es que en Colombia las violencias son cruzadas y complejas. Hay un problema de violencia estructural, en el que también los actores son diversos. Leí no hace mucho a un autor que con razón decía que el post-conflicto va a ser más conflictivo que el propio conflicto, porque al quitar el tapón de la guerra, que ha servido como excusa para todo, aflorarán otros tantos problemas de fondo enquistados (sociales, laborales, etc.). El acuerdo es, a todas luces, esperanzador; es más avanzado que los que se firmaron en los 80 en el Salvador o Guatemala. Ahora hay que involucrar al ELN [Ejército de Liberación Nacional], hay que desmontar el paramilitarismo, seguramente los más complicado, el tema del narcotráfico… asuntos muy complejos. Luego, toda la injusticia social que hay en ese país. Todos los actores en cuestión tendrán que ser muy generosos. La pena es que, una vez más, las víctimas serán las que tengan que hacer un ejercicio de generosidad mayor respecto a la impunidad, a ceder derechos… Un líder afro, buen amigo, me decía “Es tan complejo que nos va a tocar a las víctimas renunciar a derechos para que la paz sea posible”, y es verdad. Pero también necesitan la paz.

De todos modos veo el Proceso de Paz con optimismo, pero sin ser ingenuos a la hora de esperar desarmes inmediatos. Pero, fíjate, el año 2015 ha sido en el que menos muertes violentas ha habido desde los años 70, y sólo con el cese unilateral del conflicto. Pero no únicamente porque las FARC [Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia] haya dejado de actuar y, por tanto, el Ejército no haya tenido que intervenir, sino porque al anunciarse un alto en la violencia, la conflictividad general ha disminuido. Álvaro Sierra, un periodista, escribía que es la gente en las ciudades la que se cuestiona la posibilidad de la paz, ya que la gente en el campo está hasta cierto punto esperanzada, pues ha notado ya una clara mejora con tan sólo el anuncio.

Por otro lado, tengo expectativas respecto a lo que pueda aportar el ELN, que es un movimiento diferente a las FARC y que está planteando cosas muy avanzadas. El ELN es bastante ruralista y tiene una base social mucho más densa, lo cual refuerza su posición a la hora de hacer cesiones. Pancho Galán, un ex alto dirigente del ELN, me decía que ahora tienen que pasar de ser oposición al poder a proponer, además de eso, alternativas reales en diversas esferas (social, política, local, etc.). También será interesante ver el papel que habrán de jugar movimientos sociales de envergadura como Marcha Patriótica (próximo a las FARC) y Congreso de los Pueblos (cercano al ELN), es decir, si son capaces de articularse como contrapoder y como alternativas para generar estructuras de contrapeso social.

Es un todo muy complejo. Acabo de terminar el libro La guerra no es un relámpago (Icono Editorial / Otramérica, 2016) en el que analizo el asunto. En realidad, es una continuación de Los muertos no hablan, pues trabajo con las misma comunidades de la zona del Chocó. Lo que hago en este caso es dar a ellos la palabra para ver cómo ven los acuerdos y cómo afrontan el post-conflicto. El libro se compone de 86 entrevistas a líderes y lideresas de las comunidades; yo sólo lo articulo, porque en buena medida lo escriben ellos. Y su relato me sirve como una muestra que extrapolo a la Colombia rural, lo cual da pie a analizar los factores que entran en juego en el post-conflicto. Es un libro muy del momento, una crónica periodística, muy diferente a Indios, negros y otros indeseables (Editorial Milrazones, 2015).

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FOTO: Alejandro Rebollo Roldán

Demos un salto en el tiempo y en el espacio. 26 de febrero de 2011: te expulsan -junto a la también periodista Pilar Chato- de Panamá por, digamos supuestamente, instigar una protesta indígena. El mismísimo Presidente, Ricardo A. Martinelli (2009-2014), te acusa públicamente. ¿Cómo llegaste a ese punto y en qué quedó todo aquello?

Sí, yo llego a Panamá rebotado de Colombia. Después de publicar Los muertos no hablan estuve amenazado durante un año y, al final, en parte por el miedo por la familia y demás, decidí marcharme a Panamá después de unos meses en España. No me apetecía nada ir a ese país, lo veía como súper gringo; yo iba con todos los prejuicios del mundo y descubrí un país apasionante, un país muy curioso, muy contradictorio. Por mi parte, quería alejarme de todo, no quería hacer nada que tuviese que ver con temas intelectuales ni políticos; lo que quería era hacer tortillas, que en realidad era lo que hacía, porque terminé montando un restaurante [risas]. Eso acabó pronto. Luego, de vuelta a las andadas: me contrataron en el primer periódico de Panamá [La Prensa]. Un trabajo de muy bueno. Inesperadamente, me encontré con un poder con el que no contaba, porque es un país muy pequeño, imagínate. No obstante, me fui quemando. Cuando me di cuenta de que la mayor preocupación que tenía era la tierra para el jardín, me dije “um, malo”. Curiosamente, volvió a entrar en juego el Chocó. Ocurrió que acogí en mi casa a dos activistas colombianos que venían de los movimientos sociales y que pasaban por Panamá. En una cena me cuentan que habían matado a Yanet. Yanet es una monja colombiana, muy amiga, una guerrera. Me quedé espantado. Aunque resultó que se habían equivocado de Yanet, esa noticia me sirvió para volver a la realidad. Esa noche decidí volver a la batalla. Empecé a involucrarme en los movimientos sociales, coincidiendo con movilizaciones contra un proyecto minero que dieron lugar a una represión durísima en la que murieron diez compañeros en Boca del Toro. Eso me hizo perder bastante los nervios y pasé de una posición de segunda línea, de apoyo muy fuerte pero sin llamar demasiado la atención, a visibilizarme demasiado en un país en el que no había extranjeros implicados en política. Nuestra mini-organización Human Rights Everywhere (HREV) era la única que hacía informes sobre Derechos Humanos en el país; informes que enviábamos a todos lados, a Naciones Unidas, a la OEA [Organización de Estados Americanos], a todos. Eso molestó muchísimo al Gobierno. Me intentaron echar, en julio de 2010 la primera vez, pero no lo consiguieron, gracias a que nos dimos cuenta a tiempo, ya en el aeropuerto, y lo pudimos evitar. Pero en 2011 cometí el error de, como dicen los colombianos, dar papaya, y me mostré demasiado durante los cortes en la carretera Panamericana con los indígenas Ngäbe-Buglé. En cuanto volví de una de ésas, me agarraron, a mí y también a mi compañera, muy inteligentemente, para chantajearme. Esta vez sí lo consiguieron; calculé mal y fui muy europeo. Es decir, yo siempre utilizaba el tema del blanco europeo, porque teóricamente estás más protegido, y efectivamente lo estás (de hecho a mí me expulsaron, no me pegaron un tiro como a otros compañeros); pero pensaba que si nos expulsaban internacionalizábamos el conflicto. Negociamos con el gobierno, de ahí que fuese una expulsión y no una deportación, que es diferente. La decepción vino después, y parece mentira que fuera tan ingenuo,  me di cuenta de que la pasta es lo que manda: en España tuvo cero repercusiones más allá de Reporteros Sin Fronteras y alguna cosa más; en Estados Unidos tuvo bastante, porque a este rollo republicano-liberal el tema de la libertad de prensa les gusta mucho. A pesar de todo, sí creo que contribuimos a visibilizar al monstruo, a quitarle un poco la ropa al emperador.

De todas formas, la experiencia fue traumática. Fíjate, llegamos a Madrid el primero de marzo, escoltados por dos policías, dejando atrás todo mi entorno vital, porque date cuenta de que llevaba cerca de seis años viviendo en Panamá. Ya aquí, la desubicación era total, yo no quería estar aquí. Miramos para ir a Costa Rica y estar más o menos cerca, pero no se daban las condiciones; Colombia ni de broma, ya que estaban con los últimos coletazos de Uribe [Álvaro Uribe, Presidente de Colombia, 2002-2010], y yo con Uribe había tenido muchos problemas.

Y Martinelli ¿qué papel tuvo en todo esto?

Es que fue una obsesión de él. De hecho, su Vicepresidente, que es ahora el Presidente [Juan Carlos Varela Rodríguez], hizo gestiones para que no nos expulsaran y no le hizo ningún caso. Pero, en realidad hay una mezcla de factores. Verás, la comunidad judía de Panamá es bastante poderosa y estaba muy enfadada conmigo, porque cuando estaba en el periódico mantenía una postura muy crítica con el tema Israel-Palestina. Por otro lado, entonces había ocurrido, te acordarás, lo de la Flotilla de la Libertad. Yo tenía, y sigo teniendo, una columna semanal en Panamá que es bastante leída; escribí un artículo durísimo sobre el asunto, lo cual me supuso amenazas de muerte desde la comunidad judía, que por lo demás formaba parte del entorno que daba sostén económico a Martinelli. Así que todo se mezcló: el enfado por el tema de los judíos con el hecho de que el propio Martinelli quería dar un golpe en la mesa en el tema de las protestas indígenas y con eso, además, metió miedo a mucha gente.

Siempre es complicado para un extranjero desarrollar actividades de contenido político explícito, ¿no crees?

Muy complicado. Es algo que no deja de sorprenderme e indignarme de las leyes: ¿por qué tú no puedes participar en actividades políticas si eres extranjero? O sea, tú puedes trabajar, tú puedes ser explotado, puedes explotar a otro; puedes hacer casi todo, menos política. En Panamá no medí bien eso. También debo decir que la reacción de buena parte del pueblo panameño fue excelente, no así la de otras organizaciones, como Naciones Unidas, con la que tenía unos trabajos contratados y, para no molestar a Martinelli, los rescindió todos. La representante del Alto Comisionado de Derechos Humanos en Panamá, que se supone que era amiga, ni siquiera me respondía a los correos electrónicos. Lo que viví ahí fue la arbitrariedad del poder; y en España concretamente el poder del dinero. Si me llegan a expulsar en esas condiciones de Venezuela o de Cuba, con las grabaciones como las que salieron… vamos, me convierto en un héroe y estoy dando conferencias hasta el día que me muera [risas]. No hubiera tenido que trabajar más. Recuerdo que poco tiempo antes había estado Pepiño Blanco por allí y había dicho que Panamá era el lugar con más seguridad jurídica del planeta. Escribí preguntando a qué seguridad jurídica se refería, si a la de las empresas o a las de las personas.

A pesar de todo, sigo en contacto con las organizaciones sociales, apoyando en lo que puedo, y como mantengo la columna en el periódico tengo que estar al tanto de lo que ocurre en el país. Panamá un sitio muy apasionante, con una población indígena considerable, que ocupa como el treinta por ciento del territorio -reconocido constitucionalmente- y que ha ganado bastante autonomía; hay una población afro muy potente, cosa que muy poca gente sabe, porque la imagen que predomina del país es la los rascacielos y el mundillo de los negocios protagonizados por blancos.

Llegan vientos de cambio desde América Latina. ¿Hablamos de fin de ciclo? ¿Cuánto se ha avanzado en esta última década y media, y cuánto y cómo de rápido se puede retroceder?

Yo creo que sí estamos ante un fin de ciclo. Y es más, creo que tenía que llegar en algún momento, porque que estos movimientos políticos, en buena medida ciertamente revolucionarios, surgen en sociedades capitalistas desestructuradas, injustas, con una realidad social muy dura. Te pongo el ejemplo de Bolivia, que es quizás el más drástico. Yo soy muy crítico con el Gobierno de Evo Morales, pero entiendo que tenía que dar respuestas a las clases medias urbanas que querían salario, con lo cual tenía que explotar el gas o venderse a Brasil, como ha hecho. Digamos que eso es normal. Pero, respecto al fin de ciclo, yo creo que no es tan grave porque ya se ha dado un cambio que es brutal, es decir, quien haya ido a Bolivia antes de Evo Morales y haya ido después… ¡es impresionante! Los indígenas bolivianos antes miraban al suelo; ahora ya no es así. Incluso gente blanca de clase alta de Bolivia reconoce que eso ya no tiene vuelta atrás. Y más importante es que a la sombra de esos procesos revolucionarios se ha generado un tejido social que ni siquiera un cambio político va a poder aplastar, o sólo lo podrá aplacar aparentemente. Hay un germen interesantísimo. Te doy ejemplos: el eco-feminismo, que tiene un nivel que ya quisieran muchas feministas europeas; todo el tema de la soberanía alimentaria; el tema de alternativas económicas y de educación; la autogestión, de la que he visto en Venezuela casos que te impresionarían. Es muy difícil que se puedan cargar todo eso. Aunque sí va a haber, creo yo, una fase de reacción muy dura, que comienza a asomar, pero que irá a más. Porque, sabes, hay momentos de pico y momentos de caídas. El conjunto ha generado mucha ilusión y expectativas, allí y aquí en Europa. Y es bien complicado cumplirlas todas y en tan poco tiempo. Además, se pedía a todos lo mismo y no son todos lo mismo; no es lo mismo [Rafael] Correa, que es un niño bien, homófobo, anti-abortista, anti-indigenista, pero también anti-imperialista y con un concepto económico que uno podría aceptar, que Evo o [Álvaro] García Linera; ni mucho menos es lo mismo [Hugo] Chávez que [Nicolás] Maduro… ¡por Dios! no tienen nada que ver. En los propios movimientos de base hay descontento.

Un paso importante, que será muy difícil de echar atrás porque supone un cambio estructural, tiene que ver con que esos mismos movimientos subalternos han entendido que tenían que controlar medios de comunicación. Ese es un paso que aquí, por ejemplo, no se ha dado, y es un avance formidable. En Europa nadie se da cuenta de que en América Latina se ha pasado del derecho a la información al derecho a la comunicación, es decir, se ha pasado del ciudadano pasivo que recibe información mediática al ciudadano que ejerce su derecho a comunicar. Todo ello en base a la creación de redes de medios alternativos y de comunicación pública sólida. Por otro lado, como ha habido dinero, se han promovido encuentros con gente de muchos sitios que ha servido para estrechar lazos a nivel continental. Eso es algo muy positivo.

¿No crees que Maduro ha hecho mucho daño, no ya a la situación concreta venezolana, sino a la propia proyección exterior del conjunto de los procesos latinoamericanos?

Sí, mucho. Quizá ese fue el gran error de Chávez que, como sabes, lo ungió y lo convirtió en su ‘heredero’. También es cierto que cuando Chávez muere la situación de Venezuela estaba en una precariedad en la gestión del poder muy compleja. Esto venía de atrás. Después del Golpe de Estado [2002], Chávez tuvo que hacer dos cosas: una, pactar con la derecha, cosa que a veces se olvida; y dos, alimentar una élite militar corrupta, es decir, una élite a la que no le valía únicamente con tener poder, sino que tenía que beneficiarse. Cuando Chávez muere esta élite militar ya es muy poderosa y la derecha, en realidad, está muy tranquila. Entonces llega Maduro, que creo que ha hecho muchísimo daño. De hecho, y esto tampoco se cuenta, hay todo un movimiento alternativo de izquierda surgido de las bases y de los think tanks chavistas, que se han salido del oficialismo. Pero, repito, no sé cómo puede salir todo esto. Un amigo me decía que el único país en el que no podrías esperar una revolución era Venezuela y mira. Está también el petróleo, que es un factor determinante. Para mí, Chávez ha tenido dos grandes errores: no haber trabajado más la soberanía productiva, con alternativas al petróleo, y Maduro. Y éste ha tenido suerte de que, si hay una derecha troglodita y torpe, ésa es la venezolana.

En definitiva, puede pasar cualquier cosa, porque es un país muy raro. La derecha está fragmentada y hay que ver qué papel va a desempeñar el ejército, que de momento está muy callado. Venezuela es uno de los lugares en los que me cuesta más imaginar por dónde van a ir los tiros. Puede ocurrir una transición, en fin, extraña o puede acabar muy mal. Algo que los chavistas siempre han temido es la venganza, la vuelta de la tortilla, así que la gente está muy armada. Después del Golpe de Estado, en lugar de planificar carreteras el Ministerio de Planificación Nacional, organizó la resistencia. Hay toda una guerrilla urbana, que con Chávez estaba muy controlada, pero con Maduro no tanto. Este es un factor importante que hay que tener en cuenta; la tensión no está sólo en Maduro-Oposición, sino que este elemento se introduce en medio. Yo no veo tan claro que la gente de base, que ha hecho cosas muy interesantes, vaya a ceder y entregar lo conseguido tan fácilmente.

No obstante, reitero que es muy complejo lo que pasa allí. No sabemos gran cosa. Toda la información que te llega está viciada, la del chavismo y la contraria. Nadie tiene información clara. En Otramérica [medio digital enfocado a América Latina y el Caribe] dejamos de publicar noticias sobre Venezuela, porque estaba toda muy contaminada. En las últimas elecciones en que Chávez estaba vivo, yo me fui allí. Era la única manera de enterarte de algo. De cualquier forma, esto es extensible a otros sitios: ¿qué sabes de lo que realmente está pasando en Siria? ¿En Ucrania? Absolutamente nada.

Paco Gomez Nadal 8
FOTO: Alejandro Rebollo Roldán

Volvamos a España y hablemos de la situación del periodismo en este país. Decía Ramón Lobo que los periodistas han olvidado una máxima fundamental de su gremio que reza: “el poder siempre miente”. ¿Cómo ves esta circunstancia y, en tu opinión,  qué nos queda?

Yo creo que vivimos un momento indignante. Aunque este país nunca se ha caracterizado por tener un periodismo complejo, si hubo mejores momentos. Por ejemplo, se dio un pico muy interesante de diversidad mediática durante la Transición, pero el PSOE empezó a acabar con él y el PP le dio la estocada. Y ahora estamos en una realidad complicada, porque el control económico de los medios lo ejercen complejos multinacionales, empresariales… Planeta, Penguin. Ahora mismo Prisa pertenece a fondo de inversión, un fondo buitre. Vivimos un momento dramático, en el que sin embargo hay una brecha muy interesante entre esos conglomerados y los nuevos medios independientes que han surgido. Recuerda que el periodismo es el sector porcentualmente más afectado por la crisis, con un 33% aproximadamente; y lo que queda está precarizado. Te pongo un ejemplo. En Santander, un periodista medio puede ganar unos 700 euros, le exiges que esté bien formado, que sea culto, que esté al día y, además, trabaja diez u once horas al día. Viene de una formación precaria y va a un trabajo precario. Por otro lado, con los ERE en las empresas se echa a la gente con experiencia y se contratan a chavales que, por razones obvias, son más manipulables. Y no digo que sea culpa de esos chavales o de esas chavalas.

La parte buena: Infolibre, ElDiario.es, Diagonal, Ctxt, La Marea, etc., que tienen una calidad periodística estimable. ¿Conoces Ctxt? Ahí escriben plumas por las que El País pagaba, hace unos años, una barbaridad y ahora lo hacen por ‘nada’. Pero siendo sinceros, la capacidad de incidencia de estos nuevos medios es mínima, salvo, quizás, en el caso de ElDiario.es, que sí ha sido capaz de llegar a un público más amplio. El resto son para bichos y escrito por bichos.

Por otro lado, pasa algo con el periodismo actual, que es muy posmoderno. Hay que diferenciar entre el suceso y el proceso. La mayoría de los medios pivotan sobre el suceso, todo es dramático, con alertas de emergencia;  a los dos días la emergencia ya se ha diluido, porque nadie sigue el proceso, lo que está pasando. Si esto lo relacionas con la situación laboral de los periodistas en España que comentábamos antes, verás que encaja. Ya no hay corresponsales extranjeros, ahora todo son freelance. Y un freelance que está currando en Siria, jugándose el culo, está sin seguro de vida, sin seguro médico y cobrando la crónica a 50 euros, con otro puñado de compañeros compitiendo por esos mismos 50 euros. Dramático.

Luego está el otro factor decisivo: la televisión, que es la que realmente influye en el público. Nacho Escolar, el Director de ElDiario.es, lo explica muy bien. Los periódicos han convertido al lector, su cliente, en el producto, y eso es lo que venden. Es decir, la posibilidad de hacer lobby sobre quinientos mil lectores; El País vende a sus anunciantes la posibilidad de envenenar a quinientas mil personas sobre Podemos, no que les va a vender una lavadora. ¿Ves la idea? Esto hace tiempo que es así en la televisión, claro. Tienes casos alucinantes. Te digo uno y ya paro con este tema. Me refiero a [José Manuel] Lara, el del Grupo Planeta, quien entendía que esto, más que nunca, es un negocio. Que necesito público de derechas, me compro La Razón; que quiero público de centro-izquierda, me compro La Sexta. Es dueño de El Tiempo de Colombia, también. En realidad esto es muy viejo. Hay dos libros de hace unos años que siempre cito y que ayudan a entender bien esto: Los manipuladores de cerebros, de Herbert Schiller, y La formación de la mente sumisa, de Vicente Romano, un comunicólogo español buenísimo que murió hace un par de años.

La última consideración que quiero hacer, y con esto sí termino, es sobre la importancia de distinguir entre medios y periodistas. Hasta en los peores medios puede haber, y hay, buenos periodistas, profesionales que hacen su trabajo. Eso me lleva a algo de lo que estoy en contra, que es el discurso de que todos somos periodistas. No, todos somos emisores, pero eso no significa que todos seamos periodistas.

Después de patearte medio mundo, recalas en Santander. Te quiero preguntar por La Vorágine, una librería que es mucho más. ¿Cómo nace el proyecto y, además de vender libros, qué se hace allí?

Nosotros llegamos a Santander por razones muy prosaicas. Pensábamos que iba a ser temporal, primero por seis meses, luego por un año. La verdad es que yo estaba más conectado con América Latina que con España. El primer año y medio lo pasé escribiendo mi último libro [ahora penúltimo], Indios, negros y otros indeseables. Cuando ya estuvo más o menos claro que íbamos a pasar un tiempo aquí, decidí que teníamos que jugar un papel. Siempre he creído en esa frase de El Último de la Fila “mi patria son mis zapatos”; donde estás, trata de involucrarte. Estuve haciendo alguna cosa con Izquierda Anticapitalista, hasta que eso entró en un callejón sin salida para mí. Yo había tenido una experiencia en Panamá, donde también potencié Espacio Común, algo parecido a La Vorágine. Llegó a ser en algún momento un referente del activismo, de donde salieron algunos movimientos interesantes. Ahí sigue, a pesar de que todo el asunto de la expulsión afectó bastante, aun cuando ya no lo manejábamos nosotros.

Después de dos años en España, teníamos algo de dinero ahorrado para irnos. Como nos quedamos, decidimos invertirlo en crear La Vorágine. Además, yo quería comprobar una tesis, que igual me la has oído más veces, que es la de “el espacio de rozamiento”. Considero que el individualismo tan voraz al que nos ha llevado el capitalismo ha aniquilado los espacios de encuentro, espacios para reconocernos; no conocernos, sino re-conocernos, que es más complejo. De ahí surgió la idea: ¿qué pasa si generamos un espacio en el que, poco a poco, vayamos ‘engañando’ a la gente? O sea, partimos de la librería, pero que fuese más allá, que posibilitara que gente muy diversa se pudiera encontrar y que a partir de ahí fuese tejiendo lo que le saliese del moño. Para nosotros, lo más importante era la programación, y la librería era una excusa. Lo arrancamos mi compañera y yo, aunque la mayor parte del tiempo lo dedicaba yo, porque ella tenía otro trabajo, el trabajo productivo [risas]. La lógica de fondo era la misma que en Panamá: si el espacio genera una comunidad que se pueda hacer cargo del proceso, entonces el espacio tiene sentido, si no, no. El primer año y medio yo era, efectivamente, como tú dices “el tío de La Vorágine”, porque pasaba dieciséis horas al día ahí, pero poco a poco lo fuimos socializando. Resultado: ahora es un espacio con ocho personas en el colectivo, que trabajan activamente, cada uno con sus funciones. La Vorágine, como todo proceso, corre el riesgo de acomodarse, de convertirse en un bar o en una librería, así que siempre tratamos de sacarla de esa zona de confort, aunque a veces caigamos en ella. Y ahora yo estoy, digamos, en fase de desconexión completa, y el objetivo es que más pronto que tarde sea totalmente prescindible -en realidad ya lo soy-. Los procesos dependen de las personas, pero no tiene que ser una ni la misma todo el tiempo.

Yo estoy orgulloso, y da igual si La Vorágine cierra mañana, porque ya ha pasado algo. Ha movido a una serie de gente, la ha hecho encontrarse y re-conocerse. El otro día quedamos para comer seis o siete personas que nos habíamos conocido, todos, allí. En cambio, nuestra gran frustración es que no hemos tenido ni idea de cómo conectar con la gente más joven. Puede ser que en Santander haya poca juventud, y la que hay está muy focalizada. Pero no es algo que tenga muy claro. En líneas generales, La Vorágine es algo que nos ha salido bien.

En definitiva, nosotros tratamos de aprovechar cualquier resquicio para ir instalando discursos, que puede que a veces sean muy chorras y no cambien nada profundo, pero van dejando poso. Los dos conceptos básicos de La Vorágine son el de espacio de rozamiento, que si un día lo perdemos de vista la fastidiaremos, y el de siembra, que es un concepto muy indígena y que me encanta. De eso se trata al fin y al cabo, de ir esparciendo semillas, dejando ideas. Eso sí, la cosecha no es cosa nuestra.

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FOTO: Alejandro Rebollo Roldán

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