Me había despertado unas tres horas
antes de amanecer. La noche parecía un hematoma.
Bajé las escaleras a oscuras, tropezando
con los juguetes de los niños. Ella
ya no duerme en la casa, y los críos tampoco,
pero ruedan sus trastos por ahí, tan molestos
como un cubil de ratas. No me puse
encima el albornoz de paño. Salí sobrio y desnudo
lo mismo que un caudillo desde su tienda cónica,
sobrio por no tener ginebra a mano,
desnudo para publicar mi ultraje.
Nadie me vio. Nevaba. Un solo coche
batía con sus gomas la pista de guijarro.
Mis pies purificados en la blancura púdica,
el miembro recogido como un jirón exangüe.
Buscaba en el jardín un alegato
para no destapar el frasco de somníferos,
para vivir sin arrepentimiento.
Los encontré de pronto, y los miré insensible
envueltos en el halo cobalto de los led.
Estaban hociqueando detrás del entablado,
pringoso su pelaje por el lodo.
Qué harán allí, pensé. Y qué podría
perder yo si me acercara a hablarles
como un hermano mendicante, «…lobos,
martirizadme, no me despreciéis».
La nieve nos cubría
como una imprimación del Holoceno.
Amagaban huir,
y yo necesitaba de su herida.
Nada podía perder, y los reté
con estupor selvático y la estricta
fidelidad de un oponente.