Enero 2018
Nueva Delhi, India
Si no fuera por el campus (inspirador, de lucha política de izquierdas, de cultura de protesta y activismo, de puño en alto, de canciones alrededor de una hoguera, de palabras traducidas de Marx y lucha poscolonial, esas cosas) mi mente se fundiría con la demencia de la gran ciudad. Delhi es un monstruo inabarcable. No dan los pies, las manos ni los sentidos más extremos para llegar a tocarla del todo.
Este lugar es, sin embargo, un remanso de paz en el caos de la capital india. A las nueve de la mañana, mientras la gente camina perezosa de los hospedajes a las aulas, la luz se filtra entre los árboles y cae como cascada dorada. Quizá muchos ni se fijen, pero los sonidos aquí dentro suenan a pluma suave de verano.
El curry tiene el sabor de la piedra recién bañada. Se soporta por dos motivos dorados y alimenta a un hombre cansado de correr. «Hoy me desperté con gripe», trozo de butter naan con curry dal a la boca, «pero esta noche tengo partido». Rashid estudia matemáticas y juega al cricket. Dice una y otra vez que le encanta tener acento indio; que el inglés, ahora mismo y en este contexto, está para deformarlo y sabotearlo, para poseerlo, para darle forma propia, identidad cantante, hemisferio.
El cardamomo forma una vida, es una vida en sí mismo, un rayo queriendo ser. Del chili conozco poco. Me atrevo a tocarlo solo, y repito, solo cuando sabe pronunciar las erres.
Todos te rodean y sabemos que hay especias que llevan tu nombre.
*
Vieja Delhi, dirían muchos, es un agujero de ratas. Es basura. Es mugre. Es pitidos, motos descontroladas adelantando a coches, a figuras humanas, a perros rotos. Vieja Delhi es, para muchos, un lugar donde, sin importar si vienes o vas, la atmósfera te suprime el aliento. Sin embargo, en la calle principal del mercado, hemos girado a la izquierda y nos hemos encontrado con una callejuela repleta de colores. Hay un grupo de hombres reunidos a las puertas de un templo (¿cómo es posible encontrarse de repente con algo tan poderoso? Lo sagrado sucede, como el lenguaje o el amor) y, hacia el final, una mujer que prensa las ropas con una plancha antigua de carbón. No puedo dejar de verter mi curiosidad en su silueta, que se agita de un lado a otro. Yo solo espero que no se gire y vea a esta chica de origen cierto, pero camino mareado, mirándola fijamente. Mantengo mis ojos en ella y hago tres preguntas en silencio. Sé que, si nos diéramos la mano, me las respondería todas.
Justo al final de la calle hay un templo pequeño al que un hombre (bastante antipático, pero con una meta clara: enseñar su propiedad) nos invita a pasar. Nos descalzamos y leemos las normas: «aquellas mujeres que se encuentren en su periodo mensual no podrán acceder a la habitación central del templo.»
Qué casualidad, pienso, estar tan irregular (no he parado de sangrar en días) justo cuando quiero entrar a un santuario. Qué mala suerte, sigo pensando, ser impura durante tantos días, ser impura ante tantos dioses, hombres, mundos y símbolos.
Reflexiono un rato y acabo diciéndoles a mis compañeros que no entraré al templo para cuidar de nuestras mochilas. Mentira. En realidad, la parte más irracional de mí me prohíbe romper esa norma
en un templo
de un credo
sobre el que no tengo ni idea.
Cuando mis compañeros (todos sin la capacidad de expulsar óvulos cada mes) vuelven, me dicen que estaba bonito pero que no era para tanto que han tocado una campana dos veces y que volvamos al mercado.
Febrero 2018
Pushkar, India
Un niño se acerca al cuerpo muerto de un perro. Se le posa en la cara un gesto de carencia. Se le posa la muerte, por un ratito, en la nariz. El niño tiene un palo y dibuja en el lomo muerto del perro una matriz de inseguridades. Tendrá cinco o seis años, pero ya lleva a cuestas la suciedad de nacer donde mueren los perros.
*
Nos hemos descalzado. Marta ha dejado las chanclas desordenadas, por el mimetismo. Yo he agarrado las zapatillas y las he dejado detrás de un charco negro.
No shoes after the stairs to the lake.
¿Cómo se miden los metros de distancia a un lago sagrado?
¿Se cuentan con los pies? ¿Con la latitud de los turbantes rajastaníes?
Yo creo que se miden por pecados, por la transgresión voluntaria de la moralidad
en el día a día. Se miden por la cantidad de veces que alguien ha abierto los senos
a la gravedad, por las mañanas en las que la carne elegida de la vaca ha sido consentida en el menú, se cuentan por el deseo inadecuado del silencio,
por tocar lo contaminado
y devorarlo
la distancia con la que se debe caminar descalzo a un lago sagrado
se debe a lo accidentalmente humano
y a la necesidad de expurgarse de ello.
*
De aquí a la boca del agua hay dos saltos:
uno, el que lleva el nombre de maleza
y dos, el que no me atrevo a pronunciar
en sánscrito.
*
Sobre el tacto
No sé su nombre, pero siempre nos limpia las sílabas del suelo. Agarra un trapo, lo moja en agua caliente y lo pasa y repasa por todo el pasillo. Hay en sus ojos un polvo heredado: la mancha de nacimiento que se forma entre sus cejas para que todos puedan comprobar que limpia baños que es morena que a ella no.
No sé su nombre, pero sé que tiene el tacto, dos hijas destinadas al mismo dolor social y una manera de sonreír con las pupilas que me habla de su región de vientre. No sé su nombre, pero sé que su piel está labrada en el olivo. No sé su nombre, pero sé que sus manos son manos que las rodillas se pliegan de la misma manera que sus ojos se cierran al dormir que peregrina por el mismo impulso rojo que nos mueve a todas.
En la cloaca que es la tierra sus manos no
(se ven como palabras malparidas)
sus rodillas no
(vidas despojadas)
y sus ojos, menos
(dos puntitos de miseria).
No sé su nombre, pero sé que me mira y la miro: y somos mano con mano rodilla que asciende, verdad jerárquica de mundo contaminado.
*
Me llevo a la boca un pañuelo blanco
me arde el pelo
la mirada de otros
el descenso de la contaminación
dormida en la lengua
me llevo a la boca lo que queda del plato
una niña dibuja
(con la misma mano con la que pide comida)
una flor en el cristal del tren.
*
Dos continentes pueden tener las letras
que nosotras buscamos para nombrar las cosas
miramos a quien nos mira porque nos asustan
los ojos del eclipse en las arrugas
mercado de especias en Delhi, un lugar
madrugador en el que todos los hombres
hicieron fuerza
para poner las manos en forma de cuenco
y recoger el líquido blanco sin linaje
mercado Chandni Chowk, mercadillo Paharganj
allí los puestos concurridos
retienen el germen de la superioridad
que no hemos llamado
color sobre el color
dedo en el agujero
una náusea nos obliga
a rebuscar en la matriz.
Texto y fotografías de Laura Sanz Corada.