Yugoslavia a 40 años de la muerte de Tito (I)

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El nacimiento de un líder revolucionario (1892 – 1939) 

Era un soleado domingo de primavera en las costas del Adriático. Los yugoslavos de todas las regiones disfrutaban entonces al aire libre de la llegada del buen tiempo. Pero, a primera hora de la tarde de aquel 4 de mayo de 1980, las sirenas de alarma antiaérea rompieron al unísono en cada rincón del país la estampa mediterránea de apacible tranquilidad. Quienes encendieron la televisión para informarse sobre lo que estaba sucediendo vieron la pantalla en negro hasta que, al cabo de unos instantes, apareció ante las cámaras el presentador de los informativos de la Radio Televisión de Belgrado que, con gesto solemne y visiblemente consciente de la transcendencia de sus palabras, comenzó a leer un comunicado oficial del Comité Central de la Liga de los Comunistas de Yugoslavia: “umro je drug Tito” –«el camarada Tito ha muerto»–. A continuación, una atmósfera general de consternación invadió el territorio de las seis repúblicas que formaban la federación socialista. Pareciera como si en cada hogar hubiera resucitado de repente algún terrorífico fantasma de épocas pasadas. En ese momento, como cada fin de semana, estaba en juego un partido de fútbol correspondiente a la liga local entre el Hajduk Split y el Estrella Roja, que se retransmitía en directo por los canales deportivos. Todos los espectadores pudieron ver cómo, al poco de finalizar la primera parte del encuentro, tres hombres saltaban al campo para instar al árbitro a detener el balón. La megafonía del estadio anunció la noticia. Se hizo un silencio sepulcral entre los 50.000 aficionados presentes. Algunos jugadores se llevaron las manos a la cabeza. Otros se dejaron caer al suelo. El mismo temor que afuera sacudía a sus compatriotas se había hecho allí presente. Un espontáneo comenzó a cantar una vieja canción partisana en honor al líder fallecido e inmediatamente fue secundado en réplica atronadora por todo el graderío. 

En los días siguientes, Yugoslavia se vistió de luto para enterrar al que fuera su presidente durante treinta y seis años. El tren con sus restos mortales partió de Ljubljana para atravesar el país. Con una cuidada puesta en escena, acorde con la personalidad del difunto, se preparó el funeral de Estado más grande del que se tenga registro histórico. Millones de yugoslavos se apostaron alrededor de las vías para despedir al último protagonista de la Segunda Guerra Mundial. A las exequias de Tito acudieron treinta y un presidentes, veintidós primeros ministros, cuatro reyes, seis príncipes y cuarenta y siete ministros de exteriores de todos los continentes. Ningún otro mandatario, Papa o emperador, consiguió jamás reunir tal variedad de delegaciones diplomáticas. Estuvieron representados 128 de los por entonces 154 miembros de la ONU. El responso del pacificador de los Balcanes dejó imágenes memorables –de hecho, el cadáver se inhumó dos veces en la Casa de las Flores de Belgrado; la primera ante las cámaras de todo el planeta y la segunda en una ceremonia privada–. Los nacionales de las ex repúblicas yugoslavas, ahora insignificantes en el tablero geopolítico internacional, después de una década de guerras fratricidas que espantaron al mundo en los noventa, aún guardan en su retina el recuerdo del goteo de personalidades que acudieron a ofrecer sus respetos al fallecido. Vieron a Margaret Thatcher, furibunda enemiga de la izquierda, reclinarse en gesto reverencial ante el cuerpo del revolucionario comunista. A Leonid Brézhnev, todopoderoso hombre al mando de la Unión Soviética, pararse firme frente a los restos del que había desafiado a la autoridad del Kremlin. También al cardenal Silvestrini, directamente enviado por el Vaticano, bendecir el ataúd del marxista ateo que logró poner fin a las tradicionales matanzas religiosas entre los católicos, ortodoxos y musulmanes de la región. O a Yasir Arafat, representante de los movimientos insurrectos del Tercer Mundo, cuadrarse en saludo militar, con la kufiyya palestina cayendo sobre el hombro de su uniforme de campaña, delante de la leyenda guerrillera que había derrotado a los ejércitos nazi-fascistas en el sur de Europa.

Josip Broz, a quien la posteridad conocerá con el sobrenombre de guerra «Tito», nació en 1892 en un pequeño pueblo de la frontera entre Croacia y Eslovenia, a la sazón, naciones bajo la soberanía del Imperio Austro-Húngaro. De origen pobre y campesino fue uno de los quince hijos del matrimonio entre un croata y una eslovena. El padre abandonó a su familia tras arruinarse y sólo la mitad de los hermanos sobrevivieron. Desde muy niño trabajó en la granja de sus tíos y pronto se marchó a desempeñar diversos oficios. Siempre destacó como mecánico y electricista y se consideró a sí mismo un obrero industrial. Recorrió varios países europeos como emigrante donde progresivamente se involucró en el movimiento sindical. Conoció las grandes fábricas de la automoción de Europa Central y los astilleros de la costa del Mediterráneo. Con el estallido de la Primera Guerra Mundial fue llamado a filas. Luchó contra los rusos en una unidad austro-húngara. Allí mostró por primera vez sus dotes militares, además de un carisma extraordinario para el liderazgo, y fue ascendido a sargento. Durante una carga de los cosacos resultó gravemente herido con una lanza que le atravesó un pulmón por la espalda. Fue hecho prisionero por las tropas del zar y llevado a los Urales. Pasó cinco años en un campo de trabajo donde fue apreciado por sus captores gracias a sus grandes conocimientos electromecánicos. Sin embargo, durante una visita de la Cruz Roja Internacional al presidio, denunció ante los delegados de la organización humanitaria las condiciones que soportaban la mayoría de los reclusos. En represalia se le desnudó y fue sometido a quince latigazos en público. Siempre recordaría este episodio como el más lacerante de su vida. Tras la Revolución de Octubre fue liberado por los bolcheviques. Colaboró con los comunistas rusos como miembro de un batallón de obreros construyendo vías férreas y tendiendo suministro eléctrico para el Ejército Rojo. De aquellos cinco años que pasó en Rusia reconocerá que él, como todos los demás trabajadores, conocía a Lenin y sabía de las hazañas de Trotski, pero jamás tuvo noticia de la existencia de Stalin.

Terminada la Gran Guerra regresó al recién creado, en virtud del Tratado de Versalles, Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. Allí ingresó en el Partido Comunista de Yugoslavia y se dedicó a labores de agitación en sus centros de trabajo. Por este motivo fue detenido en 1929 y nuevamente condenado a cinco años de prisión acusado de actividades terroristas. En el juicio, cubierto por los medios periodísticos de la época, Tito causó impresión entre los corresponsales por su entereza y notable magnetismo personal. Trasladado a una cárcel al norte de Croacia disfrutó de privilegios, otra vez, debido a sus capacidades profesionales. En el centro penitenciario estaba situada la central eléctrica que abastecía a las aldeas de la zona y fue nombrado jefe de mantenimiento de la misma. Esto le permitía salir a realizar trabajos al exterior, recibir la visita del médico y poseer una pequeña biblioteca con la que estudió a fondo los clásicos del marxismo. Cuando salió de su encierro en 1934, el panorama europeo había cambiado totalmente. Hitler, aupado al poder tras el fracaso de las revoluciones socialistas en el continente, bramaba contra la paz de Versalles. El rey Alejandro I, jefe del nuevo Estado yugoslavo, caía asesinado en Francia por fascistas croatas durante una visita a Marsella. Stalin, dueño y señor absoluto de la Unión Soviética, descabezaba al comunismo internacional con sus purgas. Los tambores de guerra resonaban por doquier. En aquel tiempo, Tito se desempeñaba como agente de la Komintern en diversas tareas políticas con el seudónimo de «Walter». Fue el hombre encargado de organizar desde París el reclutamiento de las Brigadas Internacionales que combatieron en España en defensa de la Segunda República. Pese a la eficacia de sus servicios para la Internacional Comunista en aquellos años, Stalin se arrepentiría el resto de su vida de no haber eliminado entonces a Walter.

Continuará…

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