A la venta

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Mario estaba terminando sus deberes de Historia cuando oyó el timbre de la puerta. Llegan diez minutos tarde, pensó. Levantó un momento la cabeza sin moverse de su escritorio, mientras escuchaba a su padre dar la bienvenida a los recién llegados en el vestíbulo. «Pasad, pasad», oyó que decía con voz amable. Después, las voces de la pareja. Parecían gente bien educada. La voz de ella era dulce, aunque quizá un poco forzada. Después oyó los pasos suaves de su madre, recorriendo el pasillo sin hacer apenas ruido. Se detuvo ante el dormitorio de Mario y abrió la puerta:

-Mario, ¿no vas a saludar?- susurró. Él observó la expresión vacía de los ojos azules de su madre, que intentaban no reflejar ninguna emoción.

-Sí, voy.-respondió.

Dejó sus apuntes a un lado de la mesa, procurando que parecieran ordenados.  Después siguió a su madre por el pasillo hasta la cocina, donde su padre hablaba con la pareja.

-Todo está reformado de hace tres años. El suelo, como veis, está nuevo- les explicaba. Ellos asentían con aire de admiración mientras miraban las baldosas color crema.- y el fogón es bastante amplio, por lo que resulta muy cómodo para cocinar.- Ellos asentían, sonreían, respondían cosas como «desde luego», «se ve que está muy cuidado» y «tiene mucha luz natural».- Ah, estos son mi mujer y mi hijo- añadió el padre mientras ellos dudaban durante un segundo si interrumpir o quedarse en la puerta.

La pareja les saludó con amabilidad. Parecían alegres. Gente sin demasiados problemas. Mario, sabiendo que su condición de adolescente le eximía de ser conversador en esas situaciones, pudo dedicarse a observarlos. La chica llevaba el pelo suelto, pantalones cortos  de un tejido sedoso, dos pequeñas perlas en los lóbulos de las orejas. Se llamaba Nuria. Su pareja, Carlos, llevaba gafas de montura cuadrada, pantalones vaqueros, camisa azul claro con las mangas remangadas hasta los antebrazos.

Su padre continuó haciendo la visita por la casa. Primero el salón, luego el baño, después el dormitorio principal, con su propio baño; el cuarto de Mario, la salita auxiliar. La pareja no dejaba de sonreír, preguntar, asentir, escrutando con la mirada cada pequeño detalle de las habitaciones.

Mario y su madre los seguían de cerca, sin hablar apenas. Era su padre el que dirigía la visita, y lo hacía de manera admirable. Transmitía alegría, ligereza. Hablaba como un agente inmobiliario. Los metros cuadrados, las posibilidades de reforma, la luz, la ubicación (justo al lado de colegios, farmacias, supermercados). Una buena actuación. Mario había visto a su padre pocas horas antes, aquella misma tarde, sentado en el borde del sofá con la cabeza hundida entre las manos y la respiración agitada.

Nuria, con una gran sonrisa, pidió volver a ver el salón, para poder «imaginarse la decoración». Mario vio cómo la joven miraba con un bien disimulado desdén los cuadros de su tía Pili, colgados en la pared. Luego casi pegó la nariz al cristal de un pequeño armario, tras el cual podían verse fotos de las vacaciones de Mario y sus padres en Asturias. La chica intercambió una mirada cómplice con su pareja. «Con otros muebles y cambiando el color de las paredes podría quedar estupendo» murmuraron, en un aparte de intimidad. Carlos quiso ver otra vez el dormitorio de Mario, «que sería perfecto para el despacho» dijo, de nuevo hablándole más a su pareja que al resto. Mario le siguió por el pasillo, sin decir nada. Desde la puerta de su cuarto vio cómo el hombre recorría la habitación dando grandes zancadas, murmurando «uno, dos», dejando la huella de sus zapatos en la alfombra. Estaba midiendo las dimensiones del cuarto con sus pasos. Miró pensativo el escritorio de Mario, seguramente pensando que tendría que poner uno más nuevo y de mejor calidad. Mario también recorrió el escritorio con la vista: los apuntes de clase, los bolis bic algo mordidos, el pequeño flexo, el cubo de rubik a medio hacer, un par de púas de guitarra, varios libros de Tolkien, Lovecraft y Terry Pratchett; la foto de la orla del colegio -que su madre se había empeñado en enmarcar- apoyada contra la pared.

-Tienes una habitación muy chula.- le dijo Carlos con una sonrisa forzada. Mario se dio cuenta de que se sentía incómodo de tenerle a él mirando desde la puerta. Quería que se fuera, que le dejara a su aire, para poder medir tranquilo los metros de largo y ancho de la habitación, e imaginarse dónde pondría su impresora y su escáner. Aun así, Mario no se movió de la puerta.

-Gracias.- respondió sencillamente.

La joven pareja prolongó la visita en el rellano de la puerta. En esa parte de la conversación estuvo solo su padre. Mario la escuchó de lejos, apoyado en la pared del pasillo con los brazos cruzados. Los chicos preguntaron si el piso estaba a la venta con alguna agencia. Negativo; querían intentar venderla por su cuenta. Luego preguntaron si el precio era negociable.

-Bueno, veréis, el precio está ajustado al máximo.- dijo su padre. Mario sabía que eso era cierto.- Solo hemos tenido en cuenta lo que nos costó a nosotros hace quince años y el dinero que hemos invertido en reformas.

La pareja emitía murmullos de aprobación, decía «claro, claro» y «por supuesto».

-Así que no podemos bajarlo más; estaríamos perdiendo dinero. Venderemos a la primera persona que nos haga una oferta ajustada al valor del piso, que es este; no hemos previsto un margen de negociación.

Aquí Mario supo que lo que decía su padre no era del todo cierto. Sabía que, en realidad, su padre vendería la casa a poco que le ofrecieran dos tercios de lo que pedían por ella. Perderían dinero, sí, pero ya no podían pagar la hipoteca y necesitaban liquidez con urgencia. Había escuchado a sus padres hablar sobre ello.

Cuando la pareja se marchó, Mario se acercó a la ventana de su cuarto y observó la calle. El mismo paisaje que llevaba observando desde hacía catorce años. Los bancos de madera con grafitis, los árboles plantados en pequeños cuadrados de tierra en medio del asfalto, el kiosko de prensa, golosinas y frutos secos que era el punto de encuentro de los niños del barrio.

Vio a la pareja cruzar la calle. Parecían charlar animadamente. El tejido sedoso del pantalón de ella se movía con gracia mientras caminaba. Llegaron hasta su coche, aparcado junto a la acera; un Volkswagen Golf. Permanecieron dentro unos minutos, en los que Mario les vio seguir hablando, alborozados y gesticulando mucho. El hombre encendió la radio. Ambos echaron un último vistazo satisfecho al edificio, antes de arrancar.

Relato de Marta Falagán.
Ilustración de Álvaro Fombellida para Revista Amberes. Otros trabajos del ilustrador aquí.

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