“Los cuscús de mi madre son los mejores que he comido nunca.” dice Abdellah Taia en Mi Marruecos (2000). Estoy de acuerdo, siempre y cuando esa sentencia salga de mi boca. Pero empezar a hablar así sobre alguien siempre es una discusión absurda.
Leí esta obra de Taia lentamente, como si de un té se tratara. Al inicio me quemaba, como suele pasar cuando el té y los recuerdos hierven en la boca y recorren la garganta a una temperatura que solo se puede soportar porque uno sabe que le hace bien. La regresión de Taia a través de sus páginas de Mi Marruecos, son en cierto modo, mi propia regresión a mi propio Marruecos. Esta es la huella que este escritor de Salé deja en mí como lectora. Pienso que esta es quizás la función de toda buena literatura: regresar al lugar desde el que uno puede comprender mejor cada acontecimiento como único. Taia lo logra a través de un relato ausente de estereotipos; su palabra recurre a la universalidad que rompe con cualquier intención de encasillarle. Taia no es un escritor marroquí, es un ilustrador de verbos.
Quizás por eso su novela no es una línea recta. En ella desajusta el tiempo y lo amolda a sus recuerdos de infancia, de juventud, de edades tránsfugas a la ortodoxia de las etapas vitales. La obra, por cierto, la dedica a su M’Barka, la madre de su carne, de sus pensamientos, de su emocionalidad furtiva… En esta mujer, donde el autor renace a cada muerte, encontré también a la mía y con ello entendí que en esto consiste la veracidad de la literatura. Cuenta Taia que ella “no quería quedarse embarazada”, añade además, “por miedo a tener una hija más”. Entonces llegó él, un niño con una sensibilidad dañina para el poder maternal. Por extensión, mi madre, con el mismo temor que M’Barka, me tuvo a mí, una niña que irrumpía la espera del varón deseado. Traté de recrear sus ensoñaciones de nueve meses: cantaba a un niño, acariciaba su barriga imaginando sus ojos, construía un amor sobre los cimientos de una carne que no era. Quizás por eso me estuvo cortando el pelo hasta que lo reclamé como mío y de nadie más.
Entendí con Taia que su masculinidad estaba supeditada a las palabras de amor de su madre. Sin embargo, cuando llega al Acontecimiento, sufre un declive, una caída de las manos de su querida M’Barka en un espacio plagado de dudas. Su circuncisión no es otra cosa que una traición, un corte incisivo, recto, sin tapujos: eres un hombre y es ella, la M’Barka de todas las mujeres, quien le entrega al mundo de los hombres.
Bajo esta luz traté de comprender el mismo Acontecimiento que se celebró para mi hermano. A los tres años, edad suficiente como para retener imágenes borrosas y desenfocadas de los grandes hechos vitales, mi hermano sonreía a todos los regalos que le caían en las manos. Se regodeaba en los brazos de su madre, que al igual que M’Barka, alegre y orgullosa paseaba al varón que la reafirmaba como mujer-madre. Los yuyus, los cantos alternados con la música estridente que salía del equipo de música, las danzas improvisadas, las risas que mostraban las encías rojas de masticar siwak…[i] Yo observaba el desenfreno de las mujeres desde la tranquilidad que me otorgaba mi niñez. La casa era un hervidero de aromas, el olor a cordero, a hierbabuena, a fuegos evaporando cúrcuma, cilantro, pimientas que dominaban y retenían cualquier atisbo de llanto. Recordaré siempre ese instante de silencio donde todo toma un orden claro. Hacerse hombre, como dice Taia, “no es tan fácil”. Acompañé a mi hermano al baño en alguna ocasión, que sollozaba mientras mi madre le colocaba un juguete entre las manos para distraer su escozor. La pregunta de Taia es fulminante: “¿De qué sirve ser hombre?”. Quise pensar que los beneficios de todo aquello vendrían más tarde.
Taia crece, pero su tono nunca pierde la curiosidad y la mirada ciertamente infantil sobre el universo de ritmos que marcan el compás. Los adultos toman forma en su lenguaje cercano, se vuelven piel, se hacen sangre, devienen fuertes, frágiles, contradictorios. Su sexualidad empieza a ser inquietante y se descubre a sí mismo jugando al juego del sexo sin la suficiente consciencia para que el cuerpo responda al placer y a la entrega. Todo le traspasa y avanza hacia el amor como una flecha. El primer Taia enamorado recibe el nombre de Sana. Es un amor unidireccional y siempre cargado del cruel azar dictado por los pétalos de una margarita a la que encomienda su destino. Taia parece enamorarse sin amar, porque siempre aparece el omnipresente rostro de M’Barka, inaugurando su dicha, su tristeza, su aflicción, su ilusión… Abarca sus espacios, desde todos los ángulos, deja en ellos su huella perpetua, su aliento y su visceralidad, de la que Taia parece no (poder) desprenderse. Es en sí misma, una relación consistente, genuina y natural, quizás el primer y auténtico amor entre la pareja primordial: M’Barka-Taia, madre-hijo.
En la novela, la intensidad de esta relación rompe a mi parecer con la normativa sexual patriarcal: la mujer no entrega su sexualidad al varón-marido, sino al hijo-varón que lo acepta como un lugar al que encomendar su vida y su memoria. Lo dice muy bien Taia, “por suerte mi madre poseía el don de hacerme visitar el paraíso, de trasladarme a él, aunque fuera brevemente”. Su amor es de una tenacidad inabarcable para la consciencia adulta, pero firme y real para la ternura infantil. “Entonces le conté mi sueño. Me escuchaba religiosamente. Me entendió”. Es un amor que reúne a los dos en una comunión de mutua comprensión.
Descubrir el código madre-hijo es uno de los interrogantes más complejos a los que acceder. La obra de Taia señala en esta dirección de forma que la relación cruza transversalmente todo lo que deviene, a veces de forma crucial, otras de forma tenue, pero siempre macerando sus decisiones en un aceite denso y opaco. Mi particular M’Barka decía “ellas-las hijas- se van, ellos-los hijos- se quedan”. Es la fuerza del útero, que succiona, que atrae, que se rebela ante cualquier atisbo de rebelión, ante cualquier gesto de intromisión al amor honesto. Taia, al igual que mi hermano, se fueron de casa solteros. Su alejamiento me pareció un movimiento sumamente feminista: ellos se van, cierto, se van a descubrir otro mundo, otra fuerza que les libere de un amor que por su carácter permanece estéril. Las palabras de mi madre son las palabras de M’Barka: “¿quién te hará la comida, quién te lavará la ropa?”. Es un chantaje que muestra la desposesión del íntimo poder uterino.
Con este despliegue de su vida, Taia reconstruye así el amor universal y original, donde la brutalidad no está en contradicción con la ternura. Es una forma de conquistar un espacio, para sí mismo, para entregarlo a los demás. La literatura de Taia es generosa porque cede plenamente y sin tapujos sus actos desde dentro para que reviertan en el lector como una oportunidad para comprender. Lo que me lleva a pensar que Taia no habla solo, sino que interpela al otro a reconocerse delante de este espejo de palabras: M’Barka-Taia son el destino de la humanidad.
[i] Corteza de nogal que se usa para limpiar y blanquear los dientes y que deja un característico color rojizo en las encías. Se ha usado desde hace siglos en el norte de África para la higiene bucodental.
Guao, que excelente. Por esta razón la literatura es una de mis pasiones, con ella te puedes expresar y demostrar tu punto de vista hacia algo. Las obras literarias son un mundo donde consigues de todo y que no solo te ayuda sino que te interpreta de alguna u otra manera sintiéndote identificado