Como principal artífice de un culto inédito que tuvo por objeto de veneración al dios-serpiente Glycón, Alejandro de Abonutico (c. 105-175) constituye una figura singular en el vibrante mosaico religioso del Imperio Romano. Su éxito ha sido atestiguado por la pervivencia de un heterogéneo repertorio de vestigios materiales que comprende monedas, epígrafes, esculturas, amuletos y exvotos hallados en regiones tan dispares como Dacia, Siria o Egipto.
No obstante, el testimonio más significativo acerca de la vida y acciones de este predicador carismático está representado por la obra Alejandro o el falso profeta, escrita por Luciano de Samósata. Concebido a modo de epístola, este opúsculo es en realidad un vituperio, un ejercicio retórico (progymnásmata) enmarcado en las convenciones estéticas de la Segunda Sofística que obedece a una estructura bien definida, fijada décadas atrás por el alejandrino Elio Teón. Su tono satírico tiene como propósito el desprestigio de Alejandro -aquí retratado como un vulgar embaucador carente de escrúpulos- y, por extensión, de su oráculo.
En virtud de lo enumerado, queda de manifiesto que Alejandro o el falso profeta es, por encima de todo, una composición literaria, no una narración histórica; su valor como fuente es cuando menos cuestionable, circunstancia que aconseja un abordaje crítico de la materia, ajena a toda aspiración de ecuanimidad. Por si esto fuera poco, el texto fue redactado y difundido con posterioridad a la muerte de Alejandro, que no tuvo oportunidad de defenderse de las acusaciones vertidas por el despiadado Luciano.
EPIFANÍA
Alejandro nació a comienzos del siglo II en Abonutico, una pequeña ciudad de Paflagonia a orillas del Mar Negro y por entonces perteneciente a la provincia romana de Bitinia y Ponto. De acuerdo con Luciano, el joven Alejandro fue discípulo de un oscuro taumaturgo que lo habría iniciado en la práctica médica y en la doctrina neopitagórica. Tras su fallecimiento, Alejandro ejercería como curandero y mago itinerante hasta asociarse con un compositor de cantos corales llamado Coconas. Juntos habrían urdido un ambicioso fraude: la fundación de un oráculo con el que lucrarse a expensas de la credulidad de sus fieles. En palabras de Luciano:
«Los dos, como granujas capaces de todo que eran, y más que dispuestos a cometer acciones inicuas, y de común acuerdo para ello, se percataron fácilmente de que la vida de los hombres está sojuzgada por dos tiranos, la esperanza y el miedo, y de que quien se las arreglara para manejar convenientemente cualquiera de ellas pronto se haría rico. Vieron que el conocer anticipadamente el futuro era para ambos, el que siente miedo como el que tiene esperanza, algo imprescindible y ansiosamente anhelado.»
El lugar escogido para la trama fue Abonutico. Una vez acordado el emplazamiento, la pareja de estafadores puso en ejecución su astuto plan. Al amparo de la noche, Alejandro y su cómplice depositaron unas tablillas de bronce bajo el santuario de Apolo de Calcedonia: en ellas se vaticinaba el inminente traslado de Asclepio y de su padre Apolo a Abonutico, a tan sólo unos kilómetros de distancia. Al día siguiente, los dos hombres escenificaron el descubrimiento -en apariencia fortuito- de las tablillas ante numerosos testigos. La noticia se extendió con rapidez por toda la provincia hasta llegar a Abonutico, cuyas gentes emprendieron la construcción de un nuevo templo en tributo a tan insignes huéspedes.
Precedido por una serie de oráculos auspiciosos emitidos por Coconas, Alejandro llegó a Abonutico bajo la identidad de un sacerdote ataviado de blanco y poseedor de una espléndida melena. Cierta mañana, fingiéndose víctima de un trance divino, desnudo y con el pelo enmarañado, Alejandro irrumpió en el ágora, se dirigió a la multitud con un discurso ininteligible -salvo por la mención reiterada de los nombres de Asclepio y Apolo- y, captada su atención, la condujo hasta el templo.
Una vez allí, se adentró en un manantial en donde entonó himnos en honor a los dioses para, acto seguido, desenterrar un huevo que había ocultado entre el fango la noche anterior. Alejandro lo sostuvo por un instante y anunció que en su interior se encontraba el mismísimo Asclepio; en realidad, no se trataba más que de una serpiente domesticada que había adquirido tiempo atrás en Macedonia y sobre la que había colocado una prótesis de lino que se asemejaba a una cabeza humana. Nada de esto fue óbice para que los lugareños, cautivados, la tomaran por una nueva encarnación del dios de la medicina: Glycón. No en vano, la serpiente era uno de los atributos centrales en la iconografía de Asclepio y ocupaba una posición prominente en la tradición religiosa de Asia Menor.
Es muy probable que la pretensión inicial de Alejandro fuera la de instaurar un santuario curativo (asclepeion) a imitación del de Epidauro, máximo exponente de este fenómeno. La presencia de una fuente de agua en sus inmediaciones ofrece un indicio favorable en este sentido, ya que con frecuencia desempeñaban un rol esencial en los rituales a causa de sus presuntas propiedades milagrosas. Sin embargo, la magnitud de las infraestructuras requeridas por un complejo de estas características -baños, residencias, personal…- habría resultado inasumible en los primeros compases del culto, por lo que su faceta salutífera habría ocupado un segundo plano frente a la oracular que, a tenor de lo transmitido por Luciano, gozó de una notable preeminencia sobre aquélla.
REVELACIÓN
A imitación de otros oráculos de su tiempo, Alejandro articuló distintos procedimientos para la consulta del porvenir. El método más convencional -y el más asequible- consistía en formular una pregunta en un pergamino sellado con arcilla que el propio Alejandro -en calidad de profeta- presentaba a Glycón intramuros, a salvo de miradas indiscretas. El rollo retornaría intacto a los peticionarios con la respuesta del dios adherida al mismo, aunque Luciano alude al empleo de diversos ardides con los que violar su secreto y acceder así al contenido sin despertar suspicacias. Más tarde, para agilizar tan laborioso proceso, Alejandro tomaría consigo los pergaminos a fin de escuchar las revelaciones que el dios le hacía en sueños (oniromancia), cuya interpretación última recaía sobre expertos designados al efecto que prestaban servicio en el templo.
Ahora bien, la práctica adivinatoria más exclusiva del santuario era el oráculo autófono, emanado de la boca del dios. Adornado con ostentosos ropajes y desde la comodidad de su trono, Alejandro recibía a los peregrinos más adinerados con la dócil serpiente envolviendo su cuerpo; bajo su axila asomaba el rostro de la deidad -apenas intuido en la penumbra de la cámara-, que se pronunciaba por sí misma o a través de su ungido. Tamaño prodigio tendría su explicación -siempre según Luciano- en un ingenio tubular anexo mediante el que un compinche proyectaba su voz -que adquiriría con ello una sugestiva cualidad espectral- para simular que era Glycón quien hablaba.
Con el paso del tiempo, el oráculo de Abonutico consolidó su fama y atrajo el interés de la élite aristocrática romana, espoleada por el renacimiento de estos enclaves sagrados bajo el patrocinio de los emperadores Trajano y Adriano. Su principal valedor fue el legado imperial Publio Mumio Sisenna Rutiliano, que contraería matrimonio con una de las hijas de Alejandro tras persuadirlo éste de que la había concebido con Selene, titánide lunar.
Los oráculos más memorables de entre los imputados a Alejandro guardan una estrecha relación con las grandes catástrofes que azotaron a la sociedad romana durante el difícil reinado del emperador Marco Aurelio. La primera de estas crisis fue la Peste Antonina, nombre por el que se conoce la devastadora epidemia -se sospecha que de viruela- que asoló el imperio en el último tercio del siglo II. El foco de la enfermedad habría estado en Seleucia del Tigris, de donde habían regresado las legiones en el año 166 tras su enésimo enfrentamiento con los partos. La infección acabaría con la vida de millones de personas, con una severa incidencia en las grandes ciudades, que registraron unas tasas de mortalidad sin precedentes.
En un contexto de creciente ansiedad e incertidumbre, Alejandro hizo público un oráculo que constaba de un único verso: «Febo, el de larga cabellera, la nube de peste aleja». Esta sencilla fórmula, plasmada sobre el umbral de las casas, había de proteger a sus habitantes de los estragos de la plaga. El hallazgo de una inscripción con este conciso enunciado en Antioquía del Orontes ha confirmado su puesta en práctica por al menos una parte de la población, desesperada ante el implacable avance de la epidemia.
No menos célebre -por infame- es el oráculo que Alejandro habría brindado -quizá por mediación de su yerno Rutiliano- a Marco Aurelio con motivo de sus disputas con cuados y marcomanos, cuya gravedad exigiría la presencia del emperador en el frente del Danubio. Decía así:
«En los remolinos del Istro, el río que se nutre de las lluvias de Zeus,
mando arrojar a dos servidores de Cibeles,
fieras en las montañas criadas, y cuanto cría el aire indio
de flores y plantas perfumadas. Y al momento habrá
una victoria, y gloria magna, junto con la anhelada paz.»
En cumplimiento de este oráculo, el emperador dispuso todo lo necesario para el sacrificio de dos leones -animal predilecto de la diosa Cibeles- en aguas del Danubio, pero la fortuna quiso que ambas bestias cruzaran el río a nado y alcanzasen la orilla opuesta, en donde fueron apaleadas hasta la muerte por los germanos. Tan funesto episodio -con su previsible efecto sobre la moral de las filas romanas- pronto se tornaría en el presagio de una desastrosa derrota a manos de los bárbaros, si bien el elevado número de bajas anotado por Luciano -nada menos que 20.000- resulta del todo inverosímil. Ante este incómodo desenlace, Alejandro, lejos de retractarse, habría argüido que, como ya sucediera siglos atrás con ocasión del ya proverbial oráculo de Delfos al rey Creso de Lidia, Glycón había predicho una victoria, mas no en beneficio de qué bando.
APOTEOSIS
No conforme con el despliegue de su actividad mántica, Alejandro habría instituido un peculiar ceremonial inspirado en los misterios eleusinos, con los que comparte elocuentes paralelismos, aunque su finalidad no fuera otra que la de ensalzar su figura en el marco del nuevo culto.
La iniciación se desarrollaba cada año a lo largo de tres jornadas consecutivas. Alejandro inauguraba los ritos con una proclamación solemne en la que invitaba a ateos, epicúreos y cristianos -sus enemigos naturales- a marcharse, pues de lo contrario serían expulsados por sus acólitos. Los días siguientes transcurrían entre dramatizaciones de matrimonios sagrados (hierogamias) y manifestaciones divinas (epifanías) que tenían por protagonistas a dioses y héroes como Apolo, Asclepio o Glycón y con las que se conmemoraba la génesis del santuario. De hecho, es posible que el recinto contara con un pequeño teatro -dotado de orquesta, graderío y la indispensable tramoya- para la puesta en escena de estos espectáculos.
La iniciación culminaba el Día de las Antorchas, una ceremonia nocturna que recorría los hitos fundamentales de la biografía de Alejandro desde su concepción, fruto de la unión de su madre con el héroe Podalirio -vástago de Asclepio y médico de los aqueos en el sitio de Troya-, con la que subrayaba su supuesta ascendencia divina y su talento sobrenatural para la medicina. A continuación, como si de un trasunto Endimión se tratara, Alejandro se interpretaba a sí mismo en una pieza que giraba en torno a su romance con Selene -la cual descendía del techo como si lo hiciera del mismo cielo- y el nacimiento de su hija, la futura esposa de Rutiliano. Durante las danzas -comunes en este tipo de rituales-, Alejandro exhibía un muslo dorado que resplandecía a la luz del fuego y apuntaba a su afinidad con Pitágoras de Samos, que algunos creían reencarnado en su persona.
Al término de la ceremonia, Alejandro, engalanado con exquisitos ropajes litúrgicos, regresaba ante los iniciandos y quebraba el silencio reinante con un estentóreo «¡Viva Glycón!», que repetía una y otra vez y hallaba su réplica en los «¡Viva Alejandro!» entonados por el séquito que le seguía.
A pesar de los esfuerzos de Luciano por desacreditar a Alejandro, las evidencias arqueológicas sugieren que el culto sobrevivió al menos un siglo a su creador, que en adelante fue reverenciado como héroe oracular del santuario. Para entonces, Abonutico había sido rebautizada como Ionópolis -es decir, la ciudad de Ión, antepasado mítico de los jonios- por gracia del emperador y su controvertido oráculo se había transformado en una de las señas de identidad de la otrora insignificante urbe.