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Aquí estoy, desnuda contra la corteza de un árbol, escuchando el resuello del bosque y las ramas que crujen bajo las patas de los linces, tasugos, verracos o solo nuestro Señor sabe qué otro animal. ¿O es el paso de la criatura? Tenue, apenas perceptible sobre el rocío mullido de la noche de San Juan.

Me imagino a Oriana, desnuda también en algún lugar del bosque, muy cerca de aquí. Empecinada en su misión de atrapar a la criatura. Solo hay que seguir las instrucciones de la bruja. Y esperar.


Dos días antes. Alrededores de Brannia Osera

Oriana es luz de mediodía. Su risa, la cuerda del rabel brincando. En la poza, con el primer baño de la primavera, Oriana peina su cabello con peine de hueso pero todo parece oro y refulge y yo me mareo de locura ante su desnudez.

—Inés, Inés, querida. ¿Qué te aflige en esta mañana de mayo? —Oriana coge mi mano y eleva los ojos glaucos al sol—. ¿Es por Munio por quien suspiras? No te agobies, querida amiga. ¡Porque Munio, el mozo más apuesto de Brannia, ha de ser para mí!

Ríe y yo asiento y retengo su mano helada unos instantes más, hasta que sale del pozo de la Aceña y oculta su cuerpo arminio bajo la saya.

—Por Munio suspiro, Oriana —le miento—. Pero sé que nada puedo hacer frente a tus encantos.

—No penes, Inés, que por mozos casaderos no será. Y tu dote es grande —Oriana habla de los bueyes de mi padre, pero señala mis pechos con una risa.

Esos pechos que desearía no tener y que por las noches aplasto con bandas de tela, recogiéndome el cabello para parecer varón. Más apuesto que Munio, más comprensivo que el pastor. ¿Quién va a entender mejor a Oriana que su amiga de la infancia, con la que descubrió el mundo, con la que sufrió el primer periodo?

El hechizo se rompe en retumbar lejano de caballos y una nube tapa el sol arrancándome un escalofrío. Me visto.

Ya de vuelta en el pueblo, el revuelo se ha adueñado de Brannia Osera.

—¡Son los mozos, los mozos que vuelven de combatir al moro! —jalean los niños.

Corremos para recibirlos, ávidas de noticias, de escuchar sus aventuras: ¿cuántos moros han matado? ¿algún oso, quizá? A ver si han vuelto todos sanos y enteros…

—¡Apartad! ¡Dejad paso! El señor Munio está herido.

Murmullos de angustia se apoderan de la villa. Munio Núñez, bisnieto del conde que fundó Brannia. Munio el Matamoros, el que enfrentó al oso, el rompecorazones, está herido de muerte.

Oriana ahoga un grito según lo alzan en parihuelas, camino de la iglesia.

—¿Por qué lo llevan a San Miguel? —pregunta, con el pelo aún empapado, fundiéndose las gotas con las lágrimas de sus ojos de poza—. ¿Qué ha pasado?

Solo una anciana, sentada a la entrada del cementerio, responde a sus preguntas cuando la puerta del templo se cierra.

—La herida era somera, pero el moro la ha emponzoñado con saliva de dragón.

La observo. Es la vieja hechicera, a la que nadie conoce pero todos acuden cuando la necesidad aprieta. Los he visto tomar el sendero del altar con ofrendas de sangre y leche cuando la oscuridad se adueña de la villa: al herrero, a la partera, a mi propia madre también. No quiero más niñas, fue su explicación. Desde entonces, madre no volvió a quedar preñada.

—¿Cómo sabes eso, bruja? Si acaban de llegar —recela Oriana.

—Yo sé muchas cosas, pequeña flor. Los antiguos dioses me lo susurran en sueños.

La anciana sonríe mostrando sus encías carmesí, engarzadas de algún diente negro. Admira la belleza de mi amiga, y temo que su sordidez empañe la luz de Oriana.

—Vámonos. —Tiro de ella de vuelta al pueblo.

—No. Algo podremos hacer por Munio, Inés. —Se vuelve hacia la hechicera con determinación—. Si tanto saben tus dioses: dime, anciana, ¿cómo se puede contrarrestar la ponzoña de la sierpe?

—La respuesta es sencilla: con alicor.

—¡Agua del cuerno de alicornio!

Todos hemos oído hablar del cuerno: apenas una ramita de marfil consumida por décadas de limaduras para paliar males de ojo, mordeduras de víbora y zarpazos de oso. Un remedio ancestral, presente en todos los cuentos de viejas. La última reliquia de las viejas maneras.

Oriana corre hacia la ermita mientras la bruja vocifera:

—¡No has pagado mi respuesta, linda flor!

—Tú misma dijiste que la respuesta era sencilla. Y en verdad no merece pago.

La réplica de Oriana parece justa en sus labios. Tan resuelta, tan altiva como si fuera hidalga. Tras ella, el sol se asoma de nuevo e ilumina la ermita. La muchacha se vuelve y golpea la aldaba. No escucha, o quizá no quiere oír lo que responde la bruja:

—Si tú no quieres pagar, los dioses se lo cobrarán con intereses.

Me persigno, arrancando otra risa, y dejo caer una moneda en el regazo de la anciana. Madre no tuvo más hijas, no: pero desde aquella noche se retuerce en sueños, musitando oraciones hasta el amanecer.

Corro tras Oriana. La penumbra de la ermita nos engulle con un quejido de puerta caduca. El sacerdote se gira hacia nosotras y la luz del mediodía lo deslumbra. ¿O quizá es el destello de Oriana?

—¿Quiénes sois? ¡Marchad, muchachas! Esto es asunto de hombres.

Tras él, los compañeros de Munio depositan su cuerpo frente al altar, mientras el barbero examina la herida purulenta. Así, envuelto en una sábana ensangrentada, con el rostro antes gallardo hoy pálido, Munio me recuerda a nuestro señor Jesucristo, que nos observa desde la cruz.

—Perdóneme, padre, pero conozco la cura para el mal que aqueja a Munio. —Oriana se santigua en la benditera y su porte y su voz retumban en el templo con más autoridad que la del cura—. Alicor.

—¡El cuerno! ¡Eso es! ¡El cuerno! —resuelven los mozos guerreros. Hasta el barbero deja sus utensilios para asentir.

Entonces, el rostro del sacerdote se contrae en una mueca de disgusto. ¿O es miedo? Antes de endurecerse de nuevo.

—Cuentos de viejas —escupe—. Solo nuestro Señor, a través de la mano diestra del barbero, puede sanarlo.

—¡Pero el alicor es perfecto! ¡Limpiará la ponzoña del moro! —braman los mozos, arrinconando al pastor—. ¿Dónde está el cuerno? ¡Muéstrenoslo!

El hombre titubea antes de derrumbarse:

—Ya no queda nada. El cuerno se gastó. —Se protege con las mangas de la túnica de los perdigonazos de saliva de sus acosadores—: ¡Demasiados males de ojo! ¡Demasiadas ofrendas de sangre en las piedras! Brannia está preñada de brujas, y lo vamos a pagar.

Oriana cae sobre las losas frías de la ermita y me recuerda a la virgen transfigurada por el dolor.

—Conseguiremos otro —le digo, abrazada a su espalda para izarla—. Otro alicor.


Noche de San Juan. Alrededores de Brannia Osera

No puedo quitarme la imagen de Oriana, también desnuda, en mitad del bosque. Su cuerpo blanquísimo sobado por los ojos de los guerreros. Un cebo irresistible para el alicornio. Para cualquiera: criatura, hombre… o mujer.

Nos lo dijo la hechicera, la forma de capturar a tan esquivo animal.

—Solo se doblegará ante el pecho desnudo de una virgen —dijo, y sus encías parecían sangrar por momentos—. En la noche más corta, la madrugada del día de San Juan.

Oriana marchó de nuevo sin pagar, emocionada por su gesta, mientras que yo deslicé otra moneda en las manos ajadas de la vieja.

—No puedes pagar por los servicios a ella prestados, chiquilla —dijo—. Pero sí por la pregunta que gritas en silencio y que los dioses antiguos están deseando contestar. Al fin y al cabo, tu familia les debe pleitesía.

Así que aquí estoy, esperando el encuentro. ¿Acudirá el alicornio? ¿Elegirá a la dulce Oriana, rodeada de cazadores ocultos esperando para atraparlo y hacerse con su cuerno? ¿O vendrá primero a mí?

Las palabras de la hechicera resuenan en mi cabeza según el frío me atenaza los miembros, a pesar de que despunta el verano:

—El alicornio posee un gran poder —dijo, los ojillos negros brillantes—. No solo es sanador su cuerno, sino que puede cumplir los más altos anhelos de aquellos puros de corazón.

Parpadeo. La oscuridad más tenebrosa ha devorado el bosque, la montaña, el mundo. El alba debe estar próximo. Hasta los árboles han silenciado su murmullo y solo escucho el tañido de mi corazón que repica en mi cabeza como si tocaran a muerto. Tan tan, tan tan. El tañido y mi respiración. ¿O es la suya?

Parpadeo. Está aquí, la criatura. Respira muy suave, no como un jamelgo viejo. Su pelaje es tan negro como ahora el bosque y destella en tonos púrpura; sus ojos del color de un mar que solo conozco por canciones y cuentos. El cuerno de marfil, enroscado en mil vueltas, me roza la piel del pecho.

—Conviérteme en varón —susurro—. Es todo lo que anhelo.

El alicornio resuella y su calor me embarga, calentándome los brazos helados.

Parpadeo. La luz aflora tras las copas de las hayas y yo me siento distinta. Más fuerte, más pesada. Me llevo la mano al pecho plano, cubierto de un vello ensortijado.

En ese momento, un grito resuena en la arboleda. Viene de muy cerca, desde el camino a Brannia Osera. Yo corro, corro tan rápido como el ciervo y entre mis piernas noto algo nuevo. Ojalá pudiera ver mi reflejo en los charcos que ya capturan un amanecer encarnado. Y comprobar así mi nueva condición.

Entonces los veo. En el claro del bosque, los mozos amenazan con sus picas al alicornio. Sus ollares despiden vaharadas y sus ojos, antes un mar en calma, son una tormenta desatada. Reparte coces entre los hombres y enarbola su cuerno como una lanza mortífera, que saja cuero, piel y carne en un frenesí salvaje.

—¡Atrapadlo! —grita Oriana, desnuda contra el tronco blanco del haya—. ¡Que no escape!

La criatura brinca al escuchar su voz. Uno de los guerreros lo acierta en el vientre, pero no consigue detener su avance. El cuerno, el alicor milagroso, apenas encuentra resistencia en la piel marmórea de Oriana, se desliza sobre su esternón con un crujido y se hunde en su pecho hasta que hace tope contra el árbol y la sangre brota. Escarlata sobre la piel de ella, negra la que mana de la herida de él.

—¡Oriana! —grito, y apenas logro reconocer mi voz.

Cuando los alcanzo, todo ha acabado. Se han quedado así, muertos en pie, clavados como estatuas según la luz del día de San Juan los ilumina en tonos rojos. Rojos como las encías de la bruja que ríe desde el camino de Brannia, cobrándose su pago: sangre para los dioses antiguos.

Las últimas palabras de la bruja resuenan en mi cabeza:

—Aléjate de esa flor con espinas. Solo te traerá desgracia.

Los hombres heridos se vuelven hacia mí con sus picas en alto, los ojos desencajados por el horror que acaban de vivir. Tras ellos, el sacerdote se persigna.

—¿Quién eres? —me preguntan a gritos.

—Soy Inés —respondo, pero mi voz quebrada por el dolor no es la de una muchacha—. El alicornio… Él me transformó. Él…

No escuchan. Solo me apuntan con los filos goteando sangre negra mientras el cura agarra la cabeza de la bestia para comenzar a serrar el cuerno.

—Soy yo, tenéis que creerme.

Y la bruja ríe, consciente de que ese cuerno ya no vale porque está emponzoñado de sangre. Sangre rácana que no quiso pagar el precio. En una aldea preñada de gente caprichosa, que solo acude a las viejas maneras para pedir, y nunca para reconocer lo que es cierto.

Que Dios no ayuda a las manos del barbero.


El alicornio u oricuerno es una criatura del folclore castellano. Durante el medievo, el cuerno de este animal mitológico (en realidad un cuerno de ciervo, corzo, rinoceronte o incluso narval) se buscó y custodió en las iglesias, probablemente como un sincretismo de tradiciones anteriores. Se dice que convertía el agua en sanadora y servía para limpiar la ponzoña del mal de ojo, venenos de serpiente y otros males. El cuento del agua del alicornio, donde la bestia es amansada por el pecho de una virgen, procede en efecto de Brañosera (Palencia). En un relato de Cuenca recogido en romanceros, el alicornio transforma a una doncella en varón durante la noche de San Juan.

El relato se ambienta en la Alta Edad Media, una época de fusión entre la antigua religión politeísta e incluso animista (las viejas maneras) y un cristianismo que pugna por conquistar las áreas más remotas de las montañas y las selvas, donde, hasta hace muy poco, aún campaban alicornios y brujas.

Brannia Osera (Brañosera) fue una importante villa durante la repoblación. Munio Núñez, antepasado de los condes de Castilla, concedió la primera carta puebla o fuero a Brañosera en el 824. En sus alrededores predominan túmulos, altares y otros yacimientos prehistóricos que nos hablan de la antigua gente que pobló la braña de los osos.

Cántabra de nacimiento, y burgalesa de espíritu, porque también se es de donde pace, y yo rumié en los escarpados riscos del cañón del Rudrón, donde se entierran las raíces de mi familia. El trepidante pasado del valle conformó mis dos pasiones: la historia y la naturaleza, eje y color de mis novelas y relatos.

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