Llevarse la tierra a la boca, la imagen de la infancia tierna. La irrupción de la ciudad en el cuerpo y su bloqueo. Un viaje que comienza y la entrega a la observación del paisaje. En Liquen (Agua Viva Ediciones, 2021), la poesía se vuelve territorio del linaje y la memoria.
En Carla Santángelo (Mahón, 1989) existe un anhelo por encontrar la prehistoria de la emoción. Si bien la memoria es un rasgo común que subyace a todo el poemario, es en la primera parte del libro donde la memoria escarba en el descubrimiento primigenio.
Y digo que en Carla Santángelo existe anhelo como podría decir observación, fisicalidad o materia hecha continente. En la tercera parte del libro, el viaje se inicia. Ya no es tanto la evocación de la infancia sino la búsqueda de pequeños signos: la voz poética se encuentra con la naturaleza y el cuerpo de mujer adulta se refleja en los árboles. Al abandonar la ciudad, al iniciar el viaje, la frontera de los cuerpos se difumina en el pasado.
«Encontrar un signo en la piel / un recordatorio / de que estoy a salvo» o «(…) donde una vez / hubo un lago / la materia / acumulación de sí misma / borra los rastros»
Santángelo es poeta desde la entraña, pero es, sobre todo, investigadora. Su mirada de pregunta recae en todo lo que hace: desde su labor de edición en Casa Índigo, donde también ofrece servicios de acompañamiento y clínica de obra, hasta los distintos talleres de escritura que imparte.
En mi suerte de conocer a Carla Santángelo desde hace ya unos cuatro o cinco años, he podido asistir a varios de sus talleres de poesía, de escritura epistolar y de laboratorio de general. Todos los aprendizajes con ella se han construido desde lo colectivo y hacia la curiosidad y la humildad. Esta entrevista no es más que una continuación de nuestras conversaciones a partir de su poemario Liquen, donde pregunta y poesía se dan la mano.
Quizás es exceso
de inocencia
pero cuando me acerco al hinojo
algo irreparable vuelve
desde siglos atrás
cuando éramos
un recuerdo del agua
vuelve
una memoria más antigua
que las plantas / que las rocas.
¿Qué recuerda Carla de la escritura en su infancia?
Tengo muy mala memoria. Siempre digo que mi hermana es mi memoria viva, ella es la que me cuenta todo lo que vivimos. Creo que también es por eso que escribo: me da miedo olvidarme de las cosas. Tengo recuerdos de escribir en los diarios típicos que te regalan de niña, que tienen candadito, llaves… y donde supuestamente escribes cosas muy secretas. Pienso en un texto muy lindo que una amiga me recordó, donde escribimos juntas esos diarios. Es una especie de escritura colectiva latente, y me gusta pensarla desde el hoy.
Recuerdo también que había un ejercicio de escritura constante: escribía muchas cartas, vínculos análogos. Los 90 son el último coletazo de todo eso. Recuerdo cierto placer al expresarme con la escritura pero no recuerdo tanto ser una niña que inventara relatos o historias. Vivía mucho en otro mundo, era muy tímida y prefería vivir en mi fantasía mental, pero no recuerdo haber construido vías de escape con la escritura. Sí que me acuerdo de expresarme así, pero no como ejercicio recurrente u oficio iniciático.
¿La escritura empezó, se podría decir, como conversaciones con una misma y con amigas?
Sí, y siempre como forma expresar a las demás lo que me pasaba o sentía. Eso ha estado siempre en mí. La carta ha sido siempre una constante. En la infancia descubrí las cartas a amigas. También tenía conciencia de que en la adolescencia no había escritura, pero luego descubrí que sí. Mi familia siempre estuvo lejos así que siempre hubo algo en lo epistolar que tenía que ver con los lazos familiares.
Esto que comentas se palpa en el libro. Hay una belleza en tu forma de señalar el linaje –hermana, madre, abuelos—. Tu forma de labrar los recuerdos te llevan a la familia y, entonces, desde ahí, señalas el hogar. Pero la distancia también se siente. Tú eres nacida en España, y has pasado tu infancia y adolescencia cerca del Mediterráneo. Es más adelante, ya después de la Universidad, que te mudas a Buenos Aires. ¿Dirías que hubo un salto en tu escritura o en tu proceso de entenderla cuando llegaste a esa gran ciudad?
Viví en Menorca hasta los 5 años. Mi infancia más tierna, digamos. Luego nos mudamos a Valencia. Y Menorca era el lugar al que volvíamos, así que pasó a ser una especie de lugar idealizado que siempre trae nostalgia. Eso es lo que evoco un poco ahí. El salto entre Valencia y Buenos Aires es cuántico, no pierde intensidad.
Llevo a Buenos Aires muy pegada al cuerpo. Allí sentí que podía escribir por primera vez. Lo que viví en la ciudad me habilitó de alguna forma a escribir si quería. Me reconcilié con el ejercicio y con el hecho de dedicarme al oficio. Buenos Aires es una ciudad en donde expresarse no es un tabú, no es algo incómodo, no lo tienes que hacer solo en lo privado. Los límites son mucho más difusos. Eso, de alguna forma, te da un lugar para explorar los límites de la palabra. Sentía que podía escribir, empecé a leer a muchas autoras argentinas y fue muy inspiracional, embeberme de todo ese ambiente literario de la ciudad. Eso te toma y, si te dejas llevar, es un viaje hermoso. Los primeros años vivía la escritura desde un lugar de mucha confusión, me servía para poner orden a una especie de dolor que me despertó la ciudad y que no sabía que tenía. Cuando leo las cosas que escribí o pienso en cómo me comunicaba por entonces… era una forma más desde el dolor, más dramática, y luego eso se va despejando. Empiezo a relativizarlo.
Este poemario nace de un viaje concreto, si no me equivoco. ¿Puedes contar un poco acerca del proceso de escritura del libro?
En realidad Liquen eran dos libros. Uno era Liquen en sí mismo, que es esa tercera parte actual, donde ha habido un trabajo de composición (Javier Vicedo me ayudó mucho) y otro que sería «Si digo mar», más vinculado a la memoria infantil, la isla.
Un día, hablando con Javi, fue él quien me enseñó a ver que todo era parte de un mismo viaje. Eso para mí fue precioso ya que me enseñó a recomponer la historia, a revivirla. Fue un trabajo artesanal de pulir, hibridar un libro que en realidad eran dos. La parte de «Liquen» responde a un viaje por la Patagonia que hice con mi madre y que necesité hacer antes de irme de Buenos Aires. Pensaba que si me iba por otro paisaje quizá me resultaría más sencillo. Y fue hermoso. Hacía mucho frío. Las montañas estaban nevadas. Un viaje de silencio y de contemplación, además de la relación con un paisaje enorme, inabarcable y que te deja muda.
Esos poemas tenían que ver con una brevedad muy necesaria, tomaba notas en el autobús en una libreta chiquitita, o en alguna de las paradas. Pero siempre he vinculado la escritura con el movimiento, y si tuviera que esperar a pararme para escribir, pues… nunca escribiría. Y la otra parte (de la memoria infantil) sí la concibo como un ejercicio… una especie de situación híbrida entre estar en movimiento en Buenos Aires extrañando horrores la isla, el Mediterráneo, sobre todo el mar… y luego momentos de pausa donde me sentaba en la mesa en la casa porteña y me ponía a intentar resucitar la memoria. Le pedía a mi hermana que me escribiera cosas que ella recordaba. Un ejercicio más de escritorio, si se quiere. Pero Liquen es puro movimiento de letra irreconocible.
Antes de armar todo el libro, ¿pensabas escribir algo sobre la infancia o es algo que simplemente sucede porque es inherente a tu escritura?
Leí hace poco algo de Tununa Mercado que hablaba de registros en vez de temas. La palabra tema en la literatura siempre me ha chirriado, no termino de incorporarlo. Y cuando escuché lo de registros, es eso: la infancia y la memoria son registros, no temas, que lo tocan todo. Para mí la infancia está en todo. Y no hubo una predisposición de armar un poemario sobre ello, sino que nace de la necesidad, de mi vínculo y mi añoranza con respecto al mar. Y eso de alguna manera me lleva a pensar en mi mar, un pedacito del Mediterráneo, sin considerar el mar como algo arquetípico o ideal. Mi mar es ese lugar específico. Y entonces la memoria se despierta y empiezan a pasar todas esas cosas…
¿Qué es lo que te interesa abordar en la infancia? Incluso como lectora e investigadora, ¿qué subrayas en párrafos de otras autoras donde se habla de la infancia, incluso a nivel político?
Leí en algún lado que si has tenido una infancia feliz, de alguna forma eso te va dar un amparo durante toda tu vida. Hay algo ahí que te permitirá tener una especie de abrigo respecto a lo que viene después. No sé si tuve una infancia absolutamente feliz, es difícil saberlo. Sí que fue feliz, la disfruté, pero también hubo cosas dolorosas, violentas, etc. Además la infancia es el lugar de las primeras veces, de lo iniciático y me conecto mucho con ese asombro infantil. Escribir es volverse niña: ver las cosas con inocencia, humildad y asombro. Es desde ahí que me interesa escribir.
Tomé esa decisión porque escribir también es decidir.
«Catarata: la sutileza brutal con la que un cuerpo deja de ser lo que es»
Liquen es un libro físico. Una lo siente de antemano y espera adentrarse en un poemario con muchas sacudidas. Sin embargo, hay una sorpresa: se trata de un libro con mucho sosiego, con mucha valoración positiva y hermosa hacia lo que relata. Se percibe un trabajo muy cuidado quebusca el equilibrio entre el sosiego y la furia (del mar y del movimiento). Me gustaría saber cuáles son las emociones principales que ves en tu poemario.
Es verdad que el sosiego está superpresente. Y también eso que mencionas de que están las dos cosas en tensión. Creo que tiene que ver con la necesidad de que toda esa furia y toda esa confusión que estaban en mi experiencia se pudieran apaciguar o equilibrar con toda esa paz que estaba intentando componer en los poemas. Siento, sobre todo en la parte de la infancia, que ahí lo que quise hacer fue reconciliarme yo misma con la infancia y dejarla en el lugar que necesitaba en ese momento. Quizás así todas las heridas despertadas desde la distancia en Buenos Aires se reconciliaban de alguna manera —«sanar» me genera contradicciones—. Ha sido más bien como ponerle un manto de ternura a eso y fijar esa ternura para mí. Necesito saber que la infancia siempre va a estar a salvo de todo lo demás, que va a ser el reino de la paz. Y el sosiego que viene después tiene que ver con la tensión y la furia de la ciudad y la paz de la naturaleza. Están las dos cosas, sí. También el agradecimiento y el asombro están muy latentes. Agradezco las cosas que me han pasado y las cosas que puedo ver: poder encontrarme con un lago, con un glaciar y recordar el tamaño que tengo, lo ínfimas que son las cosas. Esa rendición. Ante la belleza tan absoluta, simplemente… agradecer.
La voz poética toma distancia, ve y señala. Como en el poema «Señalas una lámpara», donde observas cómo alguien ve algo por primera y tú eres capaz de recoger ese momento. Creo que la cubierta nos da pistas de esto: objetos y detalles, la especificidad. Por otro lado, en esa observación también hay una manera de nombrar muy peculiar. Hay veces, como en el poema «Una visión» donde los nombres son concretos, como Simón o Mar, y sin embargo más adelante dices «un grupo de mamíferos» es decir, en contrapartida con los nombres propios, la abstracción no permite identificar de qué tipo de mamífero se trata.
Lo primero, tengo que decir que la ilustración de la cubierta es una maravilla de trabajo de Tamara Weston. Y María Ragonese, editora, supo muy bien cómo traducir un montón de cosas que ni siquiera yo sabía que estaban ahí. Es importante, siempre, recordar el laburo colectivo que supone un libro.
Y esto que dices de la voz adulta que va a la infancia y señala, al final es la necesidad de la voz adulta de acompañar a la niña que no tenía las palabras. Tú tenías la emoción primigenia, la primera experiencia… Como adulta no puedo acceder a eso, pero por lo menos te voy a dar las palabras. La adulta va a darle lo que puede y esto es el lenguaje. Con respecto a los mamíferos, creo que la poesía es un lugar de tensiones y que cuando una escribe intenta encontrar el equilibrio entre esas tensiones. Yo creo mucho en la escritura específica, en ir a poner el foco, en ir al detalle, nombras las cosas por su nombre propio, lo pequeño… pero también creo que hay todo otro lugar de abstracción que está en tensión con esa especificidad y que también es parte del poema. Así que una intenta equilibrar eso para que ambas partes tengan más brillo, para que ambas se signifiquen mutuamente. Creo que en este poema en concreto tiene que ver justamente con que a veces tengo imágenes muy borrosas, con lugares que están muy borrados y donde entiendo que el lenguaje se hace más abstracto o genérico. Luego hay lugares donde sé perfectamente quién estaba ahí y entonces necesito decirlo para darle más vida a la imagen.
Una visión
Tu pelo rubio verdecido por el cloro
medio cuerpo adentro
del agua
medio cuerpo tocado por el sol
Simón jugaba, Mar saltaba una piedra
nos movíamos
como una manada, un grupo de mamíferos
desnudos corrían
hacia una furgoneta aparcada en la playa
¿solo yo sonrío?
¿a quién arrastro a este ejercicio de tener un pasado?
así era fácil
inaugurar la vida
siempre una roca caliente
y un pedazo de mar.
Decía Hebe Uhart que no hay escritores, sino personas que escriben. ¿Te sientes cómoda diciéndote a ti misma escritora?
Aquí hay un matiz y es que como mujeres siempre vamos a tener más problemas para concebirnos como escritoras. Para mí fue algo muy fuerte: y es que recuerdo haber querido ser escritor, no escritora. En mi imaginario tenía que ser un hombre para tener el derecho de acceder a ese oficio. Esto es una locura pensarlo ahora con distancia. Me sigue pareciendo una herida social e histórica que nos tenemos que ir sacando. Pero también hay algo sutil: me cuesta mucho clausurarme en una nomenclatura que aparentemente me parece cerrada, cuando mi búsqueda profesional ha sido siempre tan caótica, tan abierta, tan poco lineal. Porque decía ¿qué es lo que me hace escritora? También te atraviesa toda esta idea productiva, capitalista de que si no estás viviendo o comiendo de ser escritora entonces no eres escritora, ¿no? ¿Hasta qué punto una empieza a concebirse como tal?
Tenemos esta cosa de identificarnos absolutamente desde el Soy, no desde el Hago. Para mí la escritura tiene que ver con Hacer, no con Ser. Y esto es lo que me interesa, no tanto si soy escritora, más si hago escritura. Pero sí veo el lado político de reconocerme escritora como mujer, me gusta. Luego si lo soy o no, no lo sé.
También es verdad que tenía mucha angustia con la idea de no poder dedicarme a esto. He tenido que ser camarera muchísimos años para poder formarme como escritora, para poder escribir, para poder hacer lo que amo hacer. Tenía siempre esta duda dentro de… ¿Cuándo voy a empezar a ser escritora? Como si fuera algo alcanzable. Luego me daba cuenta de que era un oficio y mientras le estuviera dedicando un esfuerzo, sentándome todos los días a intentar a hacer algo con eso, ya me estaba ganando ese lugar. Por lo menos con respecto a mí misma.
Estamos acostumbradas a que el oficio de escritor(a) esté legitimado por determinadas cosas. La publicación, el reconocimiento, etc. Es muy difícil no sentir dudas cuando a nivel social no te están pasando esas cosas. Además, ahí entran otras lógicas que no son el talento. Como yo estoy tan lejos y soy tan crítica con las ideas de la meritocracia, siempre pongo todo esto de «la carrera» en duda. Pero sí que lo concibo como un oficio. No escribo todos los días, pero sí es verdad que la escritura es el centro de mi vida todos los días, por una cosa o por otra. Porque la investigo, porque la ejerzo, la ejercito, porque la leo, porque la pienso. Es el centro de mi vida siempre aunque no escriba todos los días. Entonces diría que sí es mi oficio.
«(…) me asomo al agua
espejo oscurecido
y es como caer
adentro del poema»
Hay en Liquen un tacto constante hacia la naturaleza, donde aparecen animales, plantas y rocas, pero donde el agua es el verdadero hilo conductor. Hay una obsesión por la materia que viene y va. En algunos poemas está presente de manera física, en otros es tal vez una evocación, ¿es esto una forma de escapar de ese dolor de cemento de Buenos Aires?
Me acuerdo de una vez que salí al campo, hacía mucho que no salía de la ciudad por cuestiones de trabajo y por un estado de precariedad absoluta que no me permitía moverme mucho. Llegué al campo y me dije a mí misma: no puedes hacerte esto nunca más. No puedes desconectar de la naturaleza nunca más. Cuando la relación con el paisaje natural se pierde, algo en mí se quiebra en ese momento y se refleja en la escritura. Ese dolor está atravesado por una relación muy de lucha con la ciudad, de sentir que me tenía que proteger. Y cuando llego a la naturaleza siento que puedo bajar los brazos, de rendición. En ese momento me doy cuenta de que la escritura tiene más que ver con esto: con honrar el momento de realmente conectarme con el asombro (de ver las cosas por primera vez).
¿Estás trabajando en algún proyecto?
Estoy terminando detalles de un poemario que se publica este año (2022), sobre mi experiencia en México en un rancho, rodeada de animales y naturaleza, que se llama «Temporada de peras». Por otro lado, estoy trabajando en una cosa más a largo plazo con Marina Hernández, —cofundadora de Casa Índigo— un ensayo a dúo sobre la casa. Vamos con mucha paciencia y lentitud, sin apuro. Me hace mucha ilusión trabajar algo con alguien.
También estoy escribiendo un ensayo que tomará tiempo, sobre la enfermedad y el cuerpo y que me está poniendo muchas preguntas en la cabeza. Yo misma sufro de una enfermedad crónica desde hace seis años y siento que hay lugares de la salud en nuestra cultura que están muy inexplorados e invisibilizados. Tomará algo de tiempo, digo, porque quiero que sea sólido, que tenga mucha búsqueda científica atrás…
¿Te gustaría decir algo para terminar?
Que leamos, publiquemos y reivindiquemos la escritura de mujeres. Todavía falta mucho trabajo, no nos confiemos.