Cincuenta y cuatro días

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Sale de la estación y respira, agradeciendo el salitre en el aire y no tanto esa humedad que se cuela sin permiso en el cuerpo. Camina cuesta arriba –no la recordaba tan pindia– y llega al número seis de la calle del Sol. Sube las treinta escaleras que la llevan a la casa de su abuelo, en la que vivió desde que sus padres se separaron hasta hace unos años. En diez pasos la recorre, huele a algo familiar aunque hace mucho tiempo que nadie vive allí; vuelve al salón y sin quitarse el abrigo se deja caer en el sofá. Incorpora perezosamente la espalda y saca de una bolsa unos sprays y boquillas de varios tamaños; se recoge el pelo en un moño alto y se pone cómoda. –«La ropa se estropea más en casa que en la calle»–solía decirle su madre. Alcanza el vinilo de Arcade Fire, revisa la aguja antes de posarla sobre el disco. The suburbs empieza a sonar.

Se sienta y empieza a dibujar, esboza unas líneas geométricas y una rosa gigante brotando entre ellas. Para. No le gusta. Se acerca a la ventana y mira a la calle, no ha cambiado mucho en estos años: la papelería sigue abierta, inexplicablemente; Caramelos Fidel, también. Se fija ahora en la peluquería donde trabajaba su madre, en la cristalera apenas se lee Peluquería espuma, en un rosa que se está borrando como un dibujo antiguo. El muro de al lado, por el que sobresale la higuera, es el lugar que Silvia ha elegido para el graffiti que le han encargado. La misma pared en la que pintarrajeaba con su amiga Elena. Se le escapa una sonrisa. La han invitado a participar en el X Festival de Arte Callejero de Santander y, aunque ya es una reconocida artista gráfica, siente los nervios de su primer trabajo.

Vuelve a la mesa a dibujar. Está bloqueada. Decide prepararse un té y deambular por la casa observándolo todo. Reconoce la caja de hojalata en la que su madre guardaba botones, hilos, retales y una cinta métrica. La toca. Debajo de esta, otra caja más grande con garabatos suyos: su nombre escrito de mil maneras y alrededor, dibujos de flores y espirales. La coge pensando que está vacía pero nota que pesa y, al abrirla, para su sorpresa, encuentra unas postales que le envió a su madre con pintadas suyas en Dublín, Sarajevo y Budapest. La imagina por un segundo leyéndolas y le invade una sensación entre triste y dulce, «trilce» –piensa– como decía a veces su madre para describir esta emoción. Entre las postales aparecen dos fotografías:

Rápidamente les pone fecha: primavera de 2020.

Veinte años desde aquel marzo en el que la vida abandonó las calles. Aquellos meses en los que pasó más tiempo que nunca con su madre, ¡por primera vez pudieron jugar, hacer los deberes y perder el tiempo juntas! Para seguir bien las clases online le compraron su primer ordenador. Fue pasando de foto en foto, reconociendo escenas de aquellos meses, ella asomada a esa ventana desde la que veía la vida detenida, el día, ya en mayo, en que pudieron salir a dar el primer paseo, Silvia cogida de la mano de su madre, dando pasos cortitos, algo asustada, sin despegarse de ella. Se sentía como si estrenase el aire y las piernas. Su abuelo tenía miedo de salir de casa y ella fue con su madre al mercado de la Esperanza a comprar calamares para hacer rabas. Silvia hace memoria; recuerda colas larguísimas en los supermercados y farmacias. Solo se podía caminar a un kilómetro de casa, pero, cuando salieron del mercado su madre se agachó, le cogió las manos y le dijo: «vamos a caminar un poquito más, para ver el mar». Llegaron hasta la mitad de la bahía.

Debajo de la última foto encuentra una libreta pequeña, parece un diario. En la primera página puede leerse: Cincuenta y cuatro días. El título coincide con cincuenta y cuatro páginas, una entrada por día, coincidiendo con los días que su madre no trabajó en la peluquería. Silvia hojea emocionada páginas sueltas:

16 de marzo

Estoy entre preocupada y aliviada. No sé cuándo volveré a trabajar, pero por fin tengo tiempo para Silvia, para mi padre y para escribir.

19 de marzo

Espero con paciencia que alguna historia me deje contarla.

26 de marzo

Silvia no puede jugar con sus amigos pero dibuja sin parar, tiene un trazo precioso. Cuando todo esto acabe me gustaría apuntarla a clases de dibujo.

1 de abril

Hoy hemos celebrado el cumpleaños de papá, lo hemos pasado muy bien. No salir de casa le entorpece, da vueltas sin parar por el pasillo y se pone muy nervioso cuando oye una ambulancia.

5 de abril

El tiempo ha recuperado su textura de verdel,

me gusta pensar en los barcos pesqueros que aún salen

al puerto, en esa vida marinera que está cerca de nosotros.

8 de abril

La higuera del jardín vecino marca las primaveras cada año.

Ahora sus pequeñas hojas van dando paso

al verdor. Hacía años que no me paraba a mirarlo.

10 de abril

Recuperar la risa, a mi hija, el hogar. Perder la inercia, la certeza, la velocidad. 

Volver a la belleza.

 

15 de abril

Es como si la ciudad no fuese a acabar de despertar nunca. Un sastre, con paciencia, va tejiendo minuto a minuto una esperada libertad.

17 de abril

Ya es tiempo de fresas, estamos bien, nuestras células sanas liberan color.

24 de abril

Anoche vimos los tres juntos: «Con faldas y a lo loco». No recordaba que Marilyn tocara el ukelele, ni que a mi padre le gustara silbar. Supongo que por algún canal viaja la alegría.

27 de abril

Cada día de estos meses es una balada en el desierto.

28 de abril

Le he preguntado a Silvia que de qué color ve el futuro. Me ha dicho que lo ve azul, porque el azul puede ser claro u oscuro. Me ha sorprendido su madurez.

1 de mayo

Como si encontrara seguridad en la más absoluta incertidumbre. Amo el futuro cuando lo desconozco.

Suena el teléfono e interrumpe la lectura de Silvia:

–Hija, ¿Cómo has encontrado la casa? ¿Todo bien? ¿Cómo está la ciudad?

– Sí, mamá. Todo bien. Por fin he tenido una idea para el dibujo de mañana.

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