Descubrí que era amazigh a los diecinueve años. Lo recuerdo porque me había sacado el carné de conducir y no tardé en comprarme un coche, uno amarillo chillón con forma de cubículo de oficina donde cabe lo mínimo. Me había comprado ese coche de segunda mano y la llave me la entregaron desnuda y solitaria, sin un triste hilillo que la revistiera de identidad. Rebusqué y encontré un llavero en un cajón. Un símbolo formado por una línea vertical atravesada por dos curvas en forma de U ligeramente abiertas, una que apuntaba hacia arriba y otra hacia abajo. La pieza, pintada de azul, verde y amarillo ya la conocía.
La había visto antes, muchas veces, por todas partes. En el Suk n Moreqeb de Nador colgaban de los expositores, junto a hamsas, ojos que previenen el mal de ojo, manos negras de plástico, pequeños coranes… Amuletos transformados en baratijas, souvenirs para arrancar una sonrisa de poco alcance. El símbolo amazigh no me decía mucho, era un emblema vacío de significado, barrido de mi forma de percibir el mundo. A fin de cuentas, era de todos menos amazigh: magrebí, marroquí, árabe, musulmana. Lo de ser amazigh se dibuja de una forma difuminada, sin la fuerza y la claridad de todas esas identidades adquiridas a base de insistencia y de superglue discursivo.
Pero en ese momento, a los diecinueve, al igual que mi llave, me sentía desnuda de identidad. Nada era para mí vestido suficiente. Podría ser magrebí o marroquí, aunque es complejo si la primera vez que hablas de amor es en catalán. Era difícil admitir esa identidad cuando mi vida había tomado forma, a una edad casi imperceptible para la consciencia, en un territorio y en un código (moral y lingüístico, fundamentalmente), que no era Marruecos. Este país entraba de puntillas en mi casa, y de una forma brutal cuando pasábamos el eterno agosto dentro de sus fronteras. Y una vez ahí, la asunción de una identidad marroquí me resultaba sencillamente absurda. Podría ser árabe, a fin de cuentas, mi nombre lo es. No hablo el idioma, ni siquiera circulaba en casa, solo se dejó caer por el hogar a través de una televisión cada vez más asidua a los imanes televisivos y menos a Los Simpson.
A los dieciocho sentía la abrumadora necesidad de ponerme una indumentaria identitaria, un abrigo que me protegiera de todas las preguntas acerca de mí que yo era incapaz de responder. Podría ser catalana. No niego que en ese momento era la mejor opción, pero era incapaz de verbalizarlo sin sentir todo el peso de la duda, tanto mía como externa. ¿Cómo ser catalana con este nombre, con este pelo, con esta piel? Seguía expuesta a la intemperie de un espacio deshabitado de identidad. Sentía la premura de decirme algo sobre quién era. Con el coche recién adquirido hacía varios viajes al día y el llavero me llamaba de manera oscilante. Algo iba tomando sentido, como el barro uniforme que va recobrando vida en forma de tinaja.
Entonces fue cuando empecé a bucear en el océano amazigh. Entendí que la palabra “amazigh” circulaba bajo la premisa del término “bereber”, al que quedaba supeditado como si no pudiera emanciparse de ese término que los romanos reservaban para los poblaciones que no hablaban latín. Bereber, entendido como bárbaro, era el otro del legítimo mundo creado por el Imperio Romano. Hoy sigue operativo. En la RAE consta «bereber», no «amazigh». En los textos se escribe en cursiva, por no ser un término reconocido por la santa entidad de la lengua castellana.
Lo amazigh transformaba mi posición respecto a mi identidad. Dudo mucho de las identidades fijas, que jerarquizan el mundo a partir de una diferencia reivindicada por el yo: Yo soy, Tú eres diferente a Yo, entonces no eres. Ese sería el argumento de la identidad inmutable. Por eso ser amazigh, tomó forma no de esencia, no de algo naturalizado, sino de proceso vivo. En ese momento, amazigh se convirtió en un lugar a transitar para saber quién era. Me rehice como amazigh y empezó a circular en mi discurso. Me defendía usándolo como escudo cuando se dirigían a mí en árabe. Lo usaba como arma cuando alguien atacaba a una supuesta comunidad que hacía mía, solo por sentir una punzada en el estómago cuando se hablaba mal de Nasira o de Khalid, o de cualquiera que tuviera un nombre impronunciable para las lenguas latinas. Recurría a ella para diferenciarme de lo árabe, de lo islámico, de un patriarcado asentado sobre una religión que la población amazigh tuvo que aceptar, a veces por acuerdos entre líderes, a veces por las derrotas sufridas en batallas históricas y silenciadas en la Historia.
Pero ser amazigh también me confrontaba con los míos. Lo amazigh era inculto, pobre, campesino; la viva imagen de aquello que precisamente trataron de dejar atrás mis padres cuando se fueron del Rif. Y yo lo volvía a traer a casa, trataba de reconvertirlo en algo noble, de hacerlo válido para ellos tanto como lo era para mí. Fue un fracaso. Nunca olvidaré cuando mi abuela nos acompañó a Nador a mi padre y a mí. Nunca salía de su querida casa de Beni Sidel, de su perímetro de conocimiento firme. Estacionamos justo delante de un organismo oficial. Las letras en tifinagh parecían figuras talladas más por la fuerza de la cooficialidad del tamazight que por el reconocimiento de sus hablantes. Mira, le dije, esas son las letras del tamazight. Mi abuela viró los ojos, solo supo reírse. ¿Esas letras son tamazight? Me sentí infantil, tenía veinte años y mi fantasía con la identidad amazigh se había desmontado con la risa honesta de mi abuela Tlaithmas. Al menos ella sí tenía un nombre amazigh.
Mi burbuja amazigh se fue deshinchando. Entendí que lo que para mí era un juego identitario, para la historia del Rif había sido una brutalidad. Los imazighen habían querido ser una República, su líder, Abd el-Krim empuñó las armas hasta el exilio. Detrás dejó un protectorado y hectáreas de tierras contaminadas por el arrhash (veneno), que cayó del vientre de los aviones españoles. El gas mostaza, la piel quemada, las generaciones con una tierra yerma. Las responsabilidades se evaporaron, los galones y las estrellas siguen en su sitio. Y luego el hambre de los cuarenta, el trigo abortado, las bocas agrietadas. Mis abuelos vienen de este mundo y yo podía decir que era amazigh con el estómago lleno.
¿Cómo abrir la boca para gritar, cuando lo único que hay es una piedra plana atada sobre la tripa para no escuchar sus rugidos? En el momento en el que hubo algo de fuerza para protestar contra el olvido y el desprecio del majzén, el puño de plomo de Hassan II caía sin tregua, sin vacilar. El Rif era una piedra en la babucha del emir; tal vez por ambas cosas, por ser emir y usar babuchas, la piedra era más fácil de expulsar. En las décadas de los setenta hasta bien entrados los noventa, los imazighen se iban en masa, se fugaban a una Europa que los miraba de reojo: los colonizados entendieron que, si los europeos habían venido a su tierra, por la misma regla de tres, debían de ir ellos también. Pero a Europa, aunque carezca de emir y de babuchas, también le molestan las piedras bajo los pies.
Siempre me dijeron que éramos inmigrantes económicos. Yo siempre entendí dos cosas: que yo no era inmigrante y que el eufemismo escondía la palabra exiliado. Además, por mucho tiempo que pasara y por muchas promesas de modernización, el Rif seguía hambriento de colegios, de servicios básicos para la salud, de oportunidades para la gente joven, de posibilidades que estallaban por los aires por la falta de reconocimiento. El Hirak, el movimiento popular iniciado por la brutal muerte del pescador Mouhcine Fikri en Alhucemas en 2016, fue el estallido de un nudo en el estómago de una población siempre en el punto de mira de la corona Alauí.
Entonces, desde mi privilegio de amazigh-catalana-española (el orden no altera el producto), reafirmarme en una identidad tan castigada está lejos del mundo herido de mi abuela. Entendí que debía desplazar la identidad como lugar central de mi existencia. Desde aquella risa de mi abuela entendí lo amazigh como un lugar desde el que relacionarse con el mundo, desde el que hablar y también poder decir tayri (amor).