Un finísimo cristal nos separa
y queda empañado al hablar.
Un cristal
separa tu cuerpo y el mío
y acaba fundido a tu contacto:
apenas una
pátina de aceite sobre la piel.
Abres los ojos, los labios, abres
la posibilidad de no pensar por un momento –
la posibilidad de no pensar en el error.
Somos dos niños que se miran en silencio,
dos niños muy serios que se miran sin hablar.
(No, no. Yo no nací para quererte.
Yo no he nacido para nada;
tratar de distraerme,
dejar la hierba crecer).
La tarde se detiene
tras un lento parpadeo.
Un cristal
como de acrílico prendido
separa mi cabeza de tu cuerpo.
Hoy estoy contento
porque no recuerdo:
he olvidado lo que es vocalizar;
las llaves, con las prisas,
y toda circunstancia.
He olvidado que el amor es una lenta despedida –
tal vez, una manera de decir.
Tal vez, una manera de esconderse.
Como dos niños que se miran seriamente
debajo de la mesa interminable de una boda.
(Pero yo no nací para quererte.
Yo he nacido para poco más que estar;
mirarte es una forma razonable
de pasar el tiempo).
… Yo no nací para quererte.
Quererte tendría contenido
y yo solo te miro
con la amnesia de los santos,
ajeno al movimiento de esa ola
que no rompe,
del vaho que exhalamos al hablar:
un cristal
que nos separa momentáneamente,
hasta que vuelves a tocarme y lo olvido.