A la puerta, una esfinge: forma horrible
y bella a la par; amable y pavorosa:
el cuerpo y garras de león temible,
el busto y seno, de mujer hermosa
Libro de Canciones (1839), Heinrich Heine
Los monstruos femeninos han poblado mitos milenarios y envejecido con el Hombre, conservando el enigma que en ellos habitaba, estimulando el pensamiento de artistas y escritores que, seducidos por su hermosa bestialidad, acariciaron a estas atroces y hermosas criaturas con sus pinceles y las dejaron poblar las páginas de sus libros.
El corpus de imágenes referentes a la asociación entre la mujer y el animal es extensísimo en la cultura finisecular, y simbolistas y decadentes recurrirán a esta analogía mujer-animal para delatar la familiaridad existente entre ambos.
El binomio bestia-mujer ha generado imágenes de extraordinaria fuerza y lirismo a través de los siglos como metáfora del deseo y el temor, componentes igual de importantes en la imaginación y los anhelos humanos, que se debaten entre el Eros y el Tánatos revelándose integradores de un mismo placer.
Las Bellas Atroces, bautizadas así por la autora Pilar Pedraza, componen un variopinto muestrario de la fusión entre mujer y bestia que alimentó la iconografía femenina a finales del siglo XIX. Esfinges, sirenas y vampiras, todas metaforizan la fascinación por el peligro que genera tal placer al hombre, que incluso pierde la noción de los riesgos que entraña, aunque conlleven la misma muerte.
La caricia de la Esfinge
La criatura mitológica que mayores atenciones atrapó con sus afiladas garras fue sin duda la Esfinge, cuya leyenda la hace acreedora de los mayores misterios y, como ya comprendieron los Prerrafaelitas, nada mas sensual hay que la mujer que encierra un enigma, pues ella en sí misma es un misterio.
La esfinge tuvo sus orígenes en el antiguo Egipto, donde era masculina. Su iconografía primitiva como león androcéfalo fue reinterpretada en la Grecia arcaica donde la esfinge alcanzó su tipo femenino y más refinado, respetando el cuerpo de león, pero añadiendo el pecho de una mujer y las alas de un ave rapaz. A modo de genio funerario, custodiando templos y tumbas, la ogresa de Tebas tuvo una existencia discreta, casi olvidada, hasta alcanzar su fama definitiva como «violadora y asesina de jóvenes varones» en el mito de Edipo. En esta historia, la monstruosa Esfinge aterrorizaba a la población de Tebas con sus enigmas imposibles, cobrándose las vidas de aquellos que eran incapaces de resolverlos, hasta que llegó Edipo.
El enfrentamiento entre el héroe de Tebas y la Esfinge será acogido primero por el Romanticismo, donde la esfinge-guardiana de archivos y bibliotecas evoluciona hacia la esfinge-húmeda, diosa histérica y quintaesencia de la fatalidad. El Simbolismo recogerá este careo entre el tebano y la Esfinge como paradigma de la guerra de sexos que acababa de estallar en Europa.
Para su conversión en icono sexual será decisiva la aportación del poeta Heinrich Heine quien, en 1839, dedica un poema a la ogresa tebana en su Libro de canciones. Un poeta errante se topa con una esfinge marmórea de sonrisa incitante. Al ser besada por el joven, animado por el canto de un ruiseñor, la estatua cobra vida bebiendo el aliento de vida del joven y hundiendo sus garras en su cuerpo.
Los simbolistas, seducidos por el exotismo y la naturaleza arcaica de semejante criatura, acomodaron su estética a ella, identificándola con el lado oculto que estos artistas invocan constantemente en sus pinturas como refugio a la aséptica realidad de la época.
Transformada en quintaesencia de la feminidad fatal, la Esfinge protagonizó uno de los lienzos más aplaudidos de Gustave Moreau en el Salón de 1864. En Edipo y la Esfinge, Moreau se aproxima al mito de Edipo de forma radicalmente opuesta a como lo hizo Jean-Auguste-Dominique Ingres, quien firmó un cuadro del mismo título en el que se inspiró Moreau.
El Edipo ingresco es poderoso, iluminado por la razón, que saldrá vencedora en su combate contra la ignorancia de la bestia, que oculta su faz entre las tinieblas de la ignorancia. No parece una esfinge muy feroz, aunque sí se adivina su severidad, cual ídolo pétreo.
La ogresa de Moreau, más que imponente, es provocadora, incluso frívola, como una fierecilla saltando sobre su Edipo adolescente, obligándole a retroceder. Ella tiene el poder sobre el muchacho. Mientras Ingres dispone a su Edipo, firme y sereno, en el centro de la composición a una distancia prudencial de la Esfinge, que ocupa una posición marginal en el cuadro, Moreau la saca de los márgenes para ocupar el centro de la obra. Moreau está anunciando la emancipación de la Esfinge de la historia de Edipo, para adquirir identidad propia.
Entre 1890 y 1896 se produjeron las obras pictóricas con más fuerza sobre la Esfinge de Tebas. Fueron cinco las ocasiones en las que el simbolista alemán Franz von Stuck la representó. A destacar La Esfinge (1904) fusión entre la ogresa y la mujer, que desprovista de cualquier parte animal, supone una oda a la sensualidad femenina, sin abandonar la actitud orgullosa de las esfinges faraónicas. Existe en ella un cierto primitivismo y animalidad contenida. ¿Acaso esta omnipotente criatura necesita del disfraz perverso de la esfinge para infundir admiración e inquietud a su contemplador? La mujer es la Esfinge, la mujer es el Enigma.
Jan Toorop, el simbolista holandés más importante de su país, contrapone a la Mujer y a la Esfinge en La Esfinge y Psiqué. La figura femenina, frágil y etérea, simboliza el alma y recuerda al ángel del hogar (esposa y madre abnegada), frente a la Esfinge, cuya imponente presencia subyuga a la leve silueta femenina. Esta extraña asimilación es poco habitual, pero ilustra muy bien la dualidad de significado que encierra la figura femenina, que tan pronto simboliza la seducción como el espíritu etéreo y frágil.
El belga Fernand Khnopff hizo lo propio en dos obras llenas de simbolismo. En Encuentro del ángel con la animalidad (1889), Knopff recurre a la iconografía tradicional de la Esfinge que parece un manso animal como bajo la presencia de un caballero con armadura, un cruzado del Espíritu que ha sometido a la Bestialidad. Es el triunfo del espíritu sobre la carne. El hombre regido por la razón domina a la mujer regida por sus instintos encarnada en la Esfinge.
La obra más famosa de Khnopff, con la que conquistó el éxito en la primera Secesión vienesa, fue La Caricia (1896). Si la iconografía poco ortodoxa de esta esfinge-leopardo resulta cuanto menos curiosa, la complicidad entre la bestia y Edipo es definitivamente sorprendente. ¿Dónde ha quedado la mítica y ancestral batalla entre el héroe y la Esfinge?
La Esfinge ronroneante reposa su mejilla sobre el rostro de un Edipo adolescente. Ambas figuras responden a un sexo incierto e intercambiable. Sería quizás muy aventurado pensar que en esta imagen la Esfinge es en realidad un desdoblamiento de Edipo y sus anhelos y, en última instancia, de las contradicciones de una época marcada por la voluntad de vivir y, al tiempo, la represión del impulso vital. Edipo efebo, héroe sometido y replegado a la mujer-bestia, manifiesta un anhelo masoquista y sumiso.
El siempre sarcástico Felicien Rops hizo su contribución al tema con una ogresa pétrea entre cuyas alas se asoma un grotesco demonio vestido de frac y con el miembro viril acentuado en extremo, que se deleita observando a la mujer desnuda que abraza a la Esfinge.
La presencia de este particular Satán satisfecho por la complicidad entre la mujer y la bestia, se adivina premonitoria de la estrecha relación entre mujer y demonio. Recordemos la conversión de Lilith en demonio tentador en forma de serpiente, la misma que luego susurrará a Eva, condenada madre de la humanidad.
La esfinjomanía finisecular alcanzó a simbolistas literatos como Joseph Péladan, que consagró a la Esfinge una tragedia en tres actos en 1903. Su Esfinge toma el cuerpo y las garras de una pantera, y presenta ojos de diamante, labios bermejos y sedientos de besos y es «compendio y suma de las insidias de la materia».
La Esfinge se coronó reina de las Bellas Atroces como receptáculo de los más ricos significados. Portadora de enigmas, gobernó con garras de acero los universos oníricos y del subconsciente. Si se sabía perdedora ante el heroico Edipo, la Esfinge se alzó victoriosa en el recuerdo, y su imagen, más viva que nunca, fue celebrada por los decadentistas y artistas finiseculares como quintaesencia de la fatalidad femenina y del Enigma insondable que era La Mujer.