Los guionistas y directores de Andor (2022) han asimilado las lecciones de Foucault, Jameson o Adorno y han tenido las manos libres para firmar una serie que habla, milagrosamente, sobre un tipo honesto de rebeldía. La realidad, siempre más compleja, palidece en comparación con la ficción.
No es nada nuevo que el necrocapitalismo en el que chapoteamos (en su sabor hard neoliberal y soft neokeynesiano) parasita las instituciones culturales y las subordina a sí mismo. Aún se ha venido a afirmar, con cierta rimbombancia, que antes se puede imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Garcés o Fisher lo dijeron primero, y lo dijeron mejor. Se nos privaría hasta del imaginario del futuro. No es cosa menor: imaginario del futuro es jerga académica para esperanza.
Pero ya dijo el sabio que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Tampoco nos dejemos llevar. Los académicos, ya se sabe, tienden a ser demasiado categóricos. Hay imaginarios positivos a futuro que no tienen que ver con mercado, crecimiento, reificación, publicidad y otras hierbas: el solarpunk es un ejemplo maravilloso, pero otros planteamientos bien distintos, como los de Olin Wright o los de la fe Bahá’i demuestran que de eso nada, limonada. El capitalismo won’t tear us apart.
Sí es cierto, sin embargo, que el bicho tiene una envidiable capacidad cucarachil para sobrevivir y adaptarse, seguramente porque se basa en un mecanismo de abstracción parecido al de algunos sistemas de creencias o al de los egregores. A esto hemos llegado. La religión capitalista. En un principio se usa el mecanismo retórico de la personificación para comprender las cosas. Les ponemos caritas a las nubes, imaginamos la personalidad del fuego y la muerte e insuflamos vida, a través de palabra y voluntad, a la naturaleza. Neil Gaiman, en su Sandman, demuestra estupendamente este proceso. ¿Qué mecanismo de abstracción usa el capitalismo? No podía ser otro: la fetichización de la mercancía. Las cosas tienen un valor asignado que se percibe esencial: un correlato abstracto que las compara, un dios furioso en competencia con otros. ¿Qué son las mercancías? ¡Todo, todos!
No describo, como es evidente, nada nuevo.
No obstante, merece la pena hablar, a la luz de estas ideas, del concepto de rebeldía. Gracias por la paciencia: casi hemos llegado. Rebelde es quien suda de la autoridad, del orden, de una obligación concreta. Rebeldes son Donald Trump, Lucifer, y Luke Skywalker. Fidel Castro y Hitler. Pedro Sánchez y la niña que pasa de estudiar hoy para fumar con los colegas. Rebeldes contra el sistema, contra imperios grandes y pequeños. Mavericks.
La rebeldía es una posición cómoda. Falta la mani en la que (parte de) sus integrantes no se identifiquen como «los rebeldes». Pasa en todas las casas y en todos los antros. La rebeldía es seductora y todos deseamos, colectiva e individualmente, parte de esa potencia persuasiva. Agrega, según el contexto, a nuestro valor en los campos sociales. Existen partidos políticos, y expolíticos de partido que hacen gala de esta condición desobediente. Encontramos ficciones que la idealizan (Star Wars original flavour, mismamente) o que la critican (Mr. Robot, Hannibal, El guardián entre el centeno), aunque sea difícil evitar la atracción estética de la insurgencia.
Al menos desde el Romanticismo (con el cruel Werther y el triunfante Espronceda) pero mucho antes, en rigor, la rebeldía y la lucha del individuo destacado contra su sociedad tienen un lugar particular en nuestras ficciones. ¿Hay algo más elitista, más individualista que un rebelde, que sabe más, que conoce mejor, que puede ver la verdad, que nada a contracorriente de la masa? ¿Hay mayor contradicción en los términos que ponerse ropa que declara que conjuntamente formamos parte de la rebelión? Ortega decía que masa es todo aquel que no se valora a sí mismo —para bien mal— por razones especiales, sino que se siente «como todo el mundo». En nosotros hay un ansia de desaparecer en la masa. Hay, también, un ansia de destacar sobre la masa.
Es, como podemos esperar de José Ortega y Gasset (de los tres), una definición elitista, que viene a justificar la existencia de minorías selectas sacadas de sus contextos sociales, culturales y económicos. Lo realmente curioso de una parte de esta rebeldía declarada contemporánea es que se afirma no en el individuo, sino en el grupo. Se combina la rebeldía individualísima, la vocación de enfant terrible, con una curiosa querencia por ser rebeldes en conjunto, como actividad social sin mayor consecuencia. Unos juegan a los bolos y otros a los rebeldes.
Uno piensa la rebeldía, más que como una realidad, como un fetiche, una bandera, un rallie identitario pensado para inflamar los ánimos de las respetables militancias con retazos fantasmagóricos de antiguas luchas. Por eso mientras se proclame la revolución no se llegará a nada que se parezca a la idea de revolución: se la vacía de contenido y se la convierte en una marca lingüística, identitaria, desnortada. No un lugar para resistir; un—terror—significante vacío. De las telas de los reyes se hacen sayos los arlequines.
Andor es una obra de arte por varios motivos que tienen que ver con el virtuosismo de su cinematografía, la precisión estructural de su guion multiaxial y la patente rebeldía que late en su planteamiento. Claro, lo produce la Disney. Claro, es una serie con un coste elevadísimo. Claro, es parte de un producto de la kulturindustrie explotado hasta la saciedad. Igual es una serie más y te estás flipando.
Calma.
¿Qué podemos esperar de una historia política? Quizá un relato que se enfrente al presente y le diga algo. Un relato en el que lata esperanza, en lugar de estar estéticamente fascinado por la marcha perezosa de algunas secciones del mundo hacia el abismo. Un relato que nos haga mirar a una rebelión, pero que no se preocupe demasiado por sus glorias, sino por sus tragedias. Una historia para el momento presente, para este eterno antes-de que vivimos. Y todo esto Andor lo entrega.
Es duro ver Andor porque su rebelión es costosa, dolorosa, incómoda, alienante. Porque habla de los lazos entre individuos como anestésico, del nacionalismo como consuelo, aunque reconozca su importancia y honre sus legados. Es una historia en la que los rebeldes han perdido cualquier esperanza de ver su tierra prometida y en la que el Imperio, penetrante, omnipresente, va apretando lentamente a los protagonistas. Es esta una historia en la que los buenos permiten asesinatos en masa porque la opresión genera rebelión, y porque es mejor morir de pie que vivir de rodillas. Este es, en fin, un cuento en el que los rebeldes, indecentes, amorales, usan las herramientas de la casa del amo para intentar acabar con el amo.
Es duro ver Andor porque nuestras rebeliones no cuestan, no duelen, nos traen comodidad, nos traen comunidad. Porque nos negamos a renunciar a la santidad de los lazos entre individuos y a los relatos nacionales. Porque hemos perdido cualquier esperanza de ver la tierra prometida, pero vamos hacia el abismo con inercia burocrática. Porque, en esta historia, un Imperio, muchos Imperios, penetrantes, omnipresentes, aniquiladores, van apretándonos lentamente y ni siquiera podemos generar una rebelión cohesiva porque la bota sobre nuestros cuellos está tan medida, su propaganda tan extendida, que ya hemos decidido morir de rodillas y achicharrados. En fin: dormimos plácidamente mientras la casa del amo se derrumba sobre nosotros.
En esta serie no sale el bebé Yoda, cosa que seguramente sea buena para el bebé Yoda.
Es notable que una serie produzca ese tipo de extrañamiento sobre la realidad, pero el gusto que deja es agridulce. Porque hay esperanza (la tiranía, al fin y al cabo, requiere un esfuerzo constante de implementación porque no es natural) pero el camino hacia ella es tortuoso.
Stefanoni, en su libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? (Siglo XXI, 2021), apoyándose en aquella idea de realismo capitalista de Fisher, dice que la izquierda, sobre todo en su versión «progresista», fue quedando dislocada de «la imagen histórica de la rebeldía, la desobediencia y la transgresión que expresaba. (…) hizo que el progresismo se volviera más y más defensor del statu quo. Si el futuro aparece como una amenaza, lo más seguro y más sensato parece ser defender lo que hay». El contrapeso es claro: lo que tenemos que perder, que no es poco, imposibilita una desobediencia no funcional.
En Andor los rebeldes las pasan moradas: el mal está normalizado, banalizado. Se ha escrito y se escribirá mucho sobre la relación que guarda con las ideas de Hannah Arendt. El statu quo en la galaxia es insostenible. El Imperio son personas haciendo su trabajo, más que caricaturas. Provoca la pregunta, siniestra, turbia, de si una reacción requiere opresión y desesperanza absolutas. Muy diferente de la rebeldía descafeinada, y muy diferente de la rebeldía aparente.
Una pregunta diferente, pertinente, es si conviene una rebeldía violenta y ascética como la que se encarna en Andor. Si debemos tocar instrumentos mientras avanzamos hacia la línea de antidisturbios. Calma. No volvamos todavía a los montes, no reunamos a los guerrilleros, no convoquemos las razias. Frente a los pregones accesorios e hiperneoliberales que nos vienen a explicar lo muy y mucho rebelde que uno o una es, podemos apostar, como en Andor, por pequeños actos de dignidad. Siguiendo las ideas de la serie, la frontera de la rebelión está en todas partes, desde el lumpen al Ibex: reside en actos aleatorios de insurrección que se acumulan hasta que la opresión, esa fachada del miedo, cae. Si el asalto es ético, material, relacional, institucional e íntimo, es desde todos esos frentes desde los que uno se debe rebelar, que es más que resistir porque tiene un destino. Busquemos un horizonte, que hacia allí irán los barcos.