El rostro de Amr era lo más cerca que había estado de El Cairo. Le envié una carta. «Aquí las cartas no llegan» me dijo por teléfono, riéndose en bajo, como abrazando los contratiempos de su país. Aquí nada significa lo mismo: un semáforo en rojo o ser mujer en un autobús abarrotado. Amr intentó venir a España pero la Embajada rechazó su visado. Este año, después de graduarse, tiene que alistarse en el servicio militar. Amr es un retrato de su ciudad y su voz el único mapa que poseo hasta ella.
Aire
El sol se está poniendo y el avión desciende ligero, casi vacío. René duerme a mi lado y yo me sumo en el estado nervioso habitual que me provocan los desplazamientos aéreos. Un miembro de la tripulación, sentado detrás de mí, empieza a rezar. Entona oraciones repetidas que empiezan a distraerme de mis pensamientos. Pienso en nuestra espiritualidad machacada. No sé a quién rezar. Miro por la ventana: más abajo de la neblina se ven cientos de bloques de edificios extendidos por todo el territorio arenoso. Adivino la silueta de un río: –¿Estaré viendo con mis propios ojos el río Nilo?– me estiro para seguir con la mirada la silueta sibilante hasta que la voz del azafato cantor se quiebra: parece que encomienda su alma al cielo.
Tras unos minutos largos tocamos tierra.
Polvo
Cuando llegamos al barrio de Mokkatan, Amr nos lleva al piso de sus abuelos habitado por el polvo acumulado en el último año sin huéspedes; no hay nadie en casa pero la radio está encendida. Busco el botón para apagarla pero Amr se interpone y me pide que la deje sonando. Me advierte de que si la apago volverá su tío a ponerla en marcha, y me explica que la oración ha de salir sin interrupciones hasta el final del Ramadán en recuerdo de su abuela. Mientras Amr habla, la ilusión me recorre de pies a cabeza y tengo que abrazarle una y otra vez; no puedo creer que estemos en la misma habitación después de tanto tiempo. La primera noche en Egipto me duermo entre rezos interminables retransmitidos con el dramatismo de quien se dirige a quien vela por él.
Asfalto
La ciudad es un vivero de coches pitando jeroglíficos. Los cairotas se dicen cosas con el claxon, breves sintonías molestas que componen mensajes para los vecinos de carretera, los más comunes son: «hijo de puta» o «te quiero». Mientras paseo tengo sensaciones tan contradictorias como estos dos mensajes, la devoción emana aquí hasta del asfalto. Nos acercamos al museo nacional, somos los únicos turistas europeos, hace diez días hubo un atentado en un autobús de turistas que dejó varios heridos. Una vez dentro, sorteamos cajas de cartón, empleados desorientados, plumeros, vitrinas sucias y vacías y, entre el desorden, contemplamos frescos milenarios, esculturas de familias de faraones y salas con sus joyas y pinturas. A las tres menos cuarto nos avisan de que tenemos que salir, el museo cierra pronto durante el Ramadán.
Los militares están por todas partes y desempeñan tareas tediosas: pasan el día de pie en la entrada de alguna carretera secundaria o ayudan a aparcar a los conductores en el centro, aunque estos indiquen con aspavientos que no necesitan sus indicaciones. Amr nos cuenta que a los oficiales con contactos les tocará servir en la ciudad y su labor puede consistir en renovar despachos de oficiales, demoler barrios o colaborar con proyectos de viviendas para el ejército. En un mes mi amigo estará embutido en un traje caqui soportando más de cuarenta grados. Le han destinado al desierto.
El rezo previo a la ruptura del ayuno inunda la ciudad con la fuerza de una vendaval, deben de ser las siete de la tarde. Nos subimos al coche y emprendemos ruta para ir a “desayunar” o a hacer el Iftar a casa de los amigos de Amr; nunca había pensado en la palabra desayuno como des-ayuno (deshacer el ayuno). Avanzamos por autopistas urbanas llenas de baches y a medio asfaltar, con giros inesperados que parecen llevarnos directos al desierto. Por fin llegamos a una urbanización alejada y nos reciben con una mesa repleta de comida y zumos naturales: pera, melón, fresas… Nos invitan a probar todo tipo de manjares preparados por las amigas egipcias y sus madres. Les pregunto por el nombre de cada plato que pruebo con la idea de retenerlo hasta volver a casa y poder apuntarlo en mi cuaderno. Después del viaje solo conseguía recordar el mashi: verduras asadas rellenas de arroz con hierbas aromáticas. Aquella fue una noche que siempre conservaré en mi memoria; conocimos a gente maravillosa, un amigo de Amr que era acordeonista empezó a tocar canciones populares egipcias y todos las cantaban con ojos vivaces, a pleno pulmón.
Arena
Las dunas son la fortaleza del desierto; pacientes, esperan a que el viento les traiga arena nueva para mantenerse onduladas y fuertes, alterando suavemente su silueta a lo largo de los siglos. Es la primera vez que veo el desierto. El Fayum se compone de sedimentos milenarios, restos fósiles, esqueletos de ballena, dunas, montañas rocosas y un oasis en forma de inmenso lago salado, llamado, no en vano, el lago mágico. Cuentan los locales que algunas noches desaparece y que vuelve a aparecer por el día. La región, con el mismo nombre, es una de las más fértiles de Egipto. Escribo sentada en la alfombra del campamento beduino, después de zambullirme en el lago salado. La luz del desierto tiene unos pigmentos danzantes que no acierto a atrapar en papel; me envuelven en una amplitud inmensa minutos antes de caer el sol.
Caliza, arenisca, sienita
Son tres, de diferentes tamaños, han visto pasar cientos de civilizaciones y tienen más de
cuatro mil años. No hay turistas visitándolas. Gracias a Amr solo nos han intentado cobrar la entrada tres veces, si hubiera venido sola habría tenido que pagar muchas veces más, incluyendo a los policías que trabajan para la “seguridad” de los visitantes. Miraba las pirámides y no sabía qué decir, me dediqué a admirar la construcción mientras dábamos vueltas a su alrededor –no sé durante cuánto tiempo– y pensaba en la cantidad de esclavos que habrían empleado para alzarlas. El calor ralentizaba mis pasos. La visión de la esfinge, majestuosa y enigmática, me dejó unas horas sin habla.
Estaba tan muda que acabé cediendo al vendedor ambulante que nos esperaba a la salida del recinto. Presa de una especia de síndrome de Estocolmo arenoso y pesado, acabé comprando tres imanes.
Agua
Alejandría se parece a La Habana en el tiempo acumulado en las fachadas y en los coches invadiendo el silencio nocturno del paseo marítimo. Nos hospedamos una noche en un hotel antiguo casi vacío. Por la noche subimos a la azotea a tomar un zumo de limón al que ya soy adicta, tiene menta fresca y el toque de acidez justa, lo tomaría a todas horas. Desde aquí veo la biblioteca iluminada –impresiona pensar que algún día fue la más grande del mundo– y al otro lado del malecón, en la antigua isla de Pharos, está la ciudadela donde se alzaba el mítico faro de Alejandría, el primer edificio con esta función en el mundo.
Nos despertamos pronto, visitamos la biblioteca moderna y una chica nos habla a un grupo de cuatro personas de su organización y catálogo riquísimo. Nos cuenta que se desconoce dónde estaba ubicada la biblioteca original, y que tampoco se sabe si fue destruida por el incendio del año 47 a.C., durante el sitio de Alejandría, en el marco de la guerra entre Cleopatra y su hermano, aunque así se representó en muchos grabados del siglo XIX. También nos explica que el lugar en el que nos encontramos es donde se halló el único documento que se considera evidencia arqueológica de la existencia de la antigua biblioteca.
Después de esta visita, vamos a la ciudadela y nos acercamos a los cimientos del faro, es lo único que queda. Un empleado está fumando y echando la ceniza de su cigarro ahí mismo. Miro hacia arriba e intento trepar con la vista hasta donde imagino que estaría el enorme espejo que devolvía la luz a los barcos en las horas de sol; por la noche eran las llamas de un fuego prendido en la parte alta de la torre las que daban luz y orientaban. Es difícil imaginar la enormidad de lo que fue y lo que supuso para el mediterráneo del siglo III a.C. esta guía parpadeante. El faro se derrumbó tras una serie de terremotos en el s. XIV y se han hallado restos bajo el mar; algunos se han reflotado y otros siguen reposando bajo el Delta del Nilo.
Ya estamos en la estación y hemos perdido el tren de vuelta a El Cairo porque la cola era una vorágine de personas colándose y encargando billetes a los que estaban cerca de la taquilla. Cuando por fin conseguimos acercarnos y pedir dos billetes, dan las tres en punto y el tren está saliendo. Me giro y veo que arranca muy despacio, con las puertas abiertas, un hombre, un señor mayor y una mujer corren detrás y consiguen saltar dentro del último vagón en movimiento. Es como si por mis ojos pasaran imágenes de una época anterior a la mía.
Hacemos tiempo hasta el próximo tren en la cafetería, donde pedimos dos zumos de mango. Varios clientes rompen el ayuno bebiendo y fumando en las mesas. El Corán exime de ayunar a los viajeros y también a las mujeres que están con el periodo, pero una vez terminado el Ramadán, tienen que recuperar los días de ayuno perdidos. La madre de Amr me contó que era una mala idea, porque después tenía que ayunar sola y era difícil hacerlo cuando todo el mundo comía y bebía a su alrededor.
Células
Son las cuatro y media de la tarde, es nuestro último día. Estamos en un café en el centro de la ciudad, huyendo del calor y algunas miradas incómodas. Amr lleva cuatro horas en una oficina, esperando a hablar con alguien que le diga cuándo empieza el servicio militar. Pienso en las escenas que he presenciado durante el viaje y me devuelven con firmeza la sensación de que hemos creado una sociedad feroz: las ciudades que hemos construido destrozando relieves, los coches caprichosos por todas partes, a todas horas, en todos los sentidos, a cualquier volumen; por la contaminación que come la ciudad, el difícil aroma de las flores de los patios entre el humo de los coches o la paz rota del paseo marítimo de Alejandría.
Durante el día en Ramadán reina la espera, tranquila, para hacer cualquier cosa: llegar a un destino, ver a un amigo, comer, trabajar, llegar a casa… y los gatos desplomados en las sombras dan una sensación bien distinta a la marcha nocturna. Con la llegada de la noche el bullicio de los vendedores se mezcla con la voz del cantautor Amr Diab saliendo de radios, cafés, casas con ventanas abiertas y coches; se mezcla con el delicioso olor a Shackshuka preparada con gusto, telefonía frenética, comercio nocturno en calles antiquísimas que ya hace más de quinientos años servían para lo mismo.
El Cairo nunca descansa; aquí viven más de dieciséis millones de personas, dieciséis millones de poros por los que la ciudad respira; es la urbe más grande del mundo árabe. Los egipcios son gente alegre y hospitalaria, aunque a los jóvenes les encanta la abundancia, no son avariciosos. Muestran con orgullo lo que tienen pero no dudan en compartirlo y en regalarte su tiempo. Dicen que Nueva York es la ciudad que nunca duerme. Allí conocí a Amr, reencontrarle años después y conocer su tierra, a su familia y amigos ha sido como enhebrar pasado y presente y recuperar una dicha que no podía dejar atrás. De las ciudades que he visitado la verdadera insomne es El Cairo. Despierta y eterna.
Gracias por todo, amigo. Nos vemos pronto, In šāʾ Allāh.
Ilustración de Carmen Gutiérrez Somavilla