Los vientos ululaban en medio de la noche,
y los pinos rugían en la cima.
El fuego era rojo, y llameaba extendiéndose,
los árboles como antorchas de luz resplandecían.
El Hobbit, J.R.R. Tolkien
Los dragones, junto con las sirenas, los licántropos o los vampiros, se encuentran entre las criaturas mitológicas más populares, extendidas y fascinantes de todos los tiempos. Sus características difieren de unos lugares a otros, pero su sangre o sus escamas eran productos codiciados por reyes, sabios, hechiceros y alquimistas hasta no hace mucho; pues mucha gente estaba convencida de su existencia. La cultura popular afirma que se extinguieron durante la Edad Media y, debido a dicha teoría, aún hay quien intenta hallar pruebas de su supervivencia en lugares remotos e inaccesibles… con escasos resultados.
Sin embargo, ¿cuál es la realidad que se oculta detrás del mito? ¿Por qué hay leyendas sobre dragones en casi todas las culturas? ¿A qué se debe la concepción negativa de occidente y la benefactora de oriente?
La palabra «dragón» procede del griego «drakontos», cuyo significado es dragón o serpiente, y está asociado a la vigilancia o la protección, ya que los reptiles no poseen párpados y antes se pensaba que nunca apartaban la mirada. Los dragones griegos eran reptiles de gran tamaño que protegían tesoros o guaridas y que en la mayoría de los casos obedecían las órdenes de un mago, un hechicero o un dios. Esta idea la popularizó Artemidoro en el siglo II d.C., pero ya existían precedentes.
Para construir esta idea clásica confluyeron dos vías: las historias heredadas de civilizaciones más antiguas y el interés por los fósiles de dinosaurios, jirafas, mamuts y otras criaturas de gran tamaño. Muchos de ellos se convirtieron en la confirmación de las viejas leyendas y contribuyeron a su proliferación. En El secreto de las ánforas, Adrienne Mayor estudia en profundidad numerosas referencias textuales sobre estos descubrimientos, que no solo afectaron a la imagen de los dragones, sino también a la de los gigantes, los grifos, las sirenas, las quimeras o los centauros.
Pero no fueron los griegos los primeros en mencionar a estas criaturas míticas, sino que ya existían relatos primigenios de Mesopotamia o Egipto, y estos monstruos divinos fueron una pieza de importancia capital en los relatos fundacionales. Los primeros dragones eran similares a aves divinas —lo que resulta interesante, puesto que los dinosaurios también se parecían más a gallinas que a reptiles—. La primera fue Anzu, dragón que le robó a Enlil las tablas del destino y que fue aniquilado por Ninurta. Y en el poema asiro-babilónico Enuma Elish, se cuenta la historia de Tiamat, dragona o serpiente alada del caos primordial y madre de los dioses. Una referencia que, sin duda, inspiró a los egipcios y su concepción de Apep, serpiente que personifica el caos, y a la vez establece un curioso paralelismo con el dios Quetzalcóatl.

En las historias posteriores se combinan facetas positivas y negativas y a estas criaturas se les suponen características variadas: múltiples cabezas (lo que los sitúa como antecesoras de la Hidra), lenguas bífidas o partes del cuerpo de otros animales. Se pueden encontrar dragones marinos, aéreos y terrestres relacionados con los dioses y sus trifulcas, o como guardianes de portales dimensionales. Lahamu, Yam-nahar, Sirrush, Mushhushshu, Kur… Se cuenta que Nabucodonosor adoraba a un dragón en un templo dedicado a Bel o Baal —nombre del que procede Belcebú— y el profeta hebreo Daniel, que consideraba al dragón como un ídolo pagano relacionado con el mal, asesinó a la bestia.
En la mitología persa, Ahriman, dios del mal que más tarde sería equiparado con Lucifer, también era representado por una serpiente, —a nadie se le escapa el parecido con el Génesis— y como parte de sus planes maléficos creó al dragón Azhi Dahak. En Egipto destacó la diosa serpiente Nehebkau, y se dice que un faraón, en el siglo III a.C. mató a la serpiente destructora Denwen. En esta región la figura del dragón se utilizó para representar a los guardianes del inframundo, algo que explica, a su vez, por qué la mayoría de los dragones míticos viven en cuevas, pues estas se consideraban accesos al submundo.

En Grecia, Tifón, dragón de cien cabezas enemigo de Zeus, es una representación zoomorfa del monte Etna, y los romanos aceptaron como parte de su propia mitología esta historia y otras invenciones griegas, como las presentes en la Odisea. De este sincretismo surgió la asociación entre la lava y el dragón, unida posteriormente a la idea cristiana del fuego del Infierno. En resumen, se creó una nueva criatura, aún más temible, que no solo podía volar o devorar a los incautos, sino que además escupía llamaradas por sus fauces. Estos reptiles alados también ganaron mucho protagonismo en los mitos fundacionales, como el de la ciudad de Tebas, donde Cadmo plantó los dientes de un dragón, de los que nacieron fieros guerreros.
Con el correr de los años se les añadieron aún más detalles espeluznantes y habilidades mágicas. Púas filosas, escamas indestructibles, ojos luminosos, varias cabezas, sangre venenosa, inteligencia portentosa… y según Plinio, usos medicinales. Pero no fue hasta la aparición de los grandes héroes, Belerofonte, Heracles, Perseo, Jasón o Ulises, que se estableció de forma definitiva el que sería el tema medieval por excelencia: la lucha de los héroes contra los dragones. El arquetipo que tiranizaría los cantares de gesta y dominaría la simbología de siglos posteriores: la eterna lucha entre el Bien y el Mal, la búsqueda divina del ser humano, la derrota del materialismo y el triunfo del espíritu sobre las pasiones mundanas y los instintos más básicos.
La Europa medieval, a partir del siglo V d.C. atravesaba una era convulsa, y las demarcaciones territoriales actuales surgieron a base de batallas e hibridaciones religiosas entre el cristianismo y las antiguas religiones politeístas. Los países se conformaron gracias a migraciones, conquistas, alianzas y matrimonios. En este contexto, los poemas épicos se convirtieron en un vehículo para elaborar una identidad, un pasado glorioso del que los reyes, sus descendientes y los pueblos que gobernaban podían alardear. Las hazañas de personajes famosos se entremezclaron con historias fantásticas y se aderezaron con la correspondiente aura cristiana de sus recopiladores, que si bien intentaron hacer desaparecer el pasado pagano, no pudieron —o no quisieron— borrar todas sus huellas. Así surgieron héroes como Beowulf o Sigfrido, que beben de tradiciones anglosajonas, germanas, nórdicas, relatos orales que serían recogidos en las famosas Eddas y leyendas populares centroeuropeas… todas ellas influenciadas por ideas clásicas. Beowulf muere envenenado por el mordisco del dragón, Sigfrido se baña en la sangre de Fafnir y se vuelve casi invulnerable, siendo posteriormente traicionado. En Polonia destacó el dragón de Wawel, derrotado por Krakus, un príncipe legendario.
Los dragones eran igual de importantes para los escandinavos, aunque a menudo se confundían con serpientes marinas, una de las pocas cosas que temían aquellos intrépidos navegantes. Destacaron Nidhogg o Jǫrmungandr, la serpiente de Midgard. Sus cabezas adornaban las velas de sus barcos, sus banderas, sus emblemas o los mascarones de proa de sus embarcaciones.
Poco a poco, los héroes superaron sus debilidades, propias de semidioses de carácter inestable, y se convirtieron en modelos a seguir, ejemplos de pureza, valentía, grandeza y honor. Sus faltas y sus pecados eran castigados con severidad, y se daba a entender que cualquiera, incluso el más grande de los hombres, debía luchar para no caer en tentaciones y actos viles. El poder, por aquel entonces, cambiaba de manos con asombrosa facilidad. Las luchas intestinas desagarraban a una sociedad ignorante y empobrecida que buscaba con desesperación una luz de esperanza y se aferraba a los mitos como única fuente de consuelo.
La asociación o el cliché de las doncellas secuestradas por dragones, si bien puede parecer una costumbre patriarcal más, se popularizó con la historia de San Jorge. Este héroe nació en Capadocia, Turquía, pero se enroló en el ejército romano y se convirtió al cristianismo en el siglo III. Derrotó al dragón de Silene, lugar situado en el norte de África, entre Libia y Cartago. Se decía que aquel animal era la encarnación del mal, que podía hipnotizar con la mirada y envenenar con su aliento a toda la población. San Jorge mató al monstruo de un lanzazo y rescató a la hija del monarca, que había sido ofrecida como sacrificio supremo para aplacar a la bestia y, en consecuencia, todo el reino se convirtió al cristianismo.
Hay que resaltar que la costumbre de los sacrificios humanos, sobre todo de infantes, fue habitual en estos lugares durante milenios y posiblemente no había sido erradicada del todo. Silene también se encuentra cerca del lugar donde se cree que Perseo rescató a Andrómeda.

Como colofón, San Jorge fue ejecutado por orden del emperador Diocleciano, que decretó una persecución contra los cristianos en torno al 303 d.C.
Si bien estas leyendas marcaron la mentalidad moderna, no fueron las únicas. Prácticamente todos los países europeos tienen un dragón célebre, y hasta se fundaron órdenes militares como la Orden del Dragón, a la que pertenecía Vlad Tepes.
Pero la mayoría proceden de las islas británicas. Tras la conquista danesa, las historias locales, sobre todo de la tradición galesa (los Mabinogion) y las nórdicas se fusionaron para crear un sinfín de referencias. Nos hablan de los Guivernos, seres que también habitaban Grecia y África, y que poseían solo dos patas, como los pterodáctilos. A sus ya de por sí temibles características añadieron una cola con aguijón ponzoñoso, escamas impenetrables y la capacidad de propagar plagas y pestes de toda índole. Devoraban ganado y asesinaban o raptaban a hombres, mujeres y niños, y hasta el siglo XVIII existen testimonios de gente que afirmaba haber visto, en el norte de Gales, unas hermosas serpientes aladas, que fueron exterminadas por los lugareños.
Los dragones que más fama alcanzaron (si obviamos los que el mago Merlín contempló en sus visiones) fueron el de Kingston, el de Lambton, el de Laidly, el del rey Lludd, el del reino de Pelle -cazado por Sir Lancelot-, el de Wantley y los de Kellington o Derbyshire, entre otros muchos. En Irlanda el más famoso es Ollipeist, y en Escocia el gusano o serpiente Stoor (allí también eran más comunes las serpientes lacustres). Por no mencionar a la famosa Nessie, que si bien no es un dragón en un sentido estricto, posee características similares.

Mención especial se merece Santa Margarita, una de las pocas mujeres que consiguió destruir a un dragón. El animal se la tragó y ella lo hizo explotar desde el interior de su estómago.
Esta concepción negativa, no obstante, no era habitual en regiones orientales. Allí los dragones mantenían su espíritu primigenio de entidades divinas o de emisarias de los dioses. Eran poderosos, inteligentes y temibles, pero también benignos. Su relación con la naturaleza estaba clara: podían provocar sequías o traer la lluvia, y los mortales procuraban no ofenderlos. La mayoría aparecía bajo la forma de serpientes voladoras con cuatro patas, carentes de alas, capaces de alzarse en el aire gracias a un bulto mágico denominado ch´ih-muh; aunque podían cambiar de aspecto a placer y así concebir hijos con mujeres humanas, aparecerse en sueños o hacerse invisibles. Esto fue aprovechado por emperadores de China, y por dirigentes de Japón, Corea, Vietnam y otras regiones de Asia para afianzar su poder, pues la mayoría de los gobernantes se presentaban como descendientes de dragones, y su figura se convirtió en un motivo recurrente en las ropas y los emblemas, algo que ha pervivido hasta la actualidad.
Estos seres semidivinos poseían una perla mágica que, a modo de Dracontia, mencionada por Plinio el Viejo, podía proveer de salud y buena fortuna a los mortales, razón por la que, para conseguirla, había que cortarles la cabeza. De esta idea proceden, probablemente, las famosas «bolas de dragón» que se hicieron tan populares en la serie Dragon Ball.
Lejos de la visión de invulnerabilidad que presenta Occidente, en lugares como China se creía que los dragones tenían algunos temores, —el hierro, por ejemplo, algo común entre las criaturas feéricas— que podían ser depuestos, como otros dioses, y que eran muy longevos. Los huevos tardaban un milenio en incubarse, y el dragón debía atravesar tres fases de desarrollo igualmente largas. Eran, a su vez, símbolos de protección o vigilancia, de elementos naturales y celestiales, ya fuera del agua, el aire o los puntos cardinales; poseían sus propios reinos y algunos se convirtieron en figuras míticas del taoísmo. Se pueden clasificar en nueve tipos diferentes y a la mujer-dragona Nü-Kua se le atribuía, incluso, la creación de la humanidad.
En Japón existen leyendas similares a las occidentales, en las que los dragones se alimentan de carne humana, principalmente de doncellas jóvenes. Destaca la historia de Susanowo, que fue desterrado a la tierra debido a sus constantes hostigamientos a otros dioses, y se adaptó la nueva identidad de Izumo. Durante uno de sus viajes, se enteró de que una familia había perdido a siete de sus hijas devoradas por un dragón, de modo que decidió darle muerte a cambio de desposar a la octava, la hermosa Kusa-nada-hime. Pero también hay figuras femeninas valientes, como Tokoyo, que vivía en una humilde aldea de la isla de Oki, y que consiguió derrotar a un dragón aficionado a la carne de niñas inocentes.
En Corea, el Rey Dragón se transformaba en una raya, y en Vietnam tiene tanto peso como los unicornios, el fénix o las tortugas —que allí se consideran también seres mágicos—. Y en la India están asociados a los nagas, y a distintos semidioses con rasgos de reptil.
Lejos de lo que cabría suponer, Asia no es el único continente donde la diversidad cultural desembocó en la creación de dragones. En África se puede advertir este mismo fenómeno. Muchas de las ideas que llegaron al imaginario griego, procedían de Egipto o de Medio Oriente, que a su vez recibían información de lugares más lejanos, como Nubia o incluso la misteriosa tierra de Punt.

Y es que durante mucho tiempo el continente africano fue un gran desconocido. Sin ir más lejos, durante el siglo XVI era habitual encontrar falsos dragones procedentes de este lugar, vendidos como crías, en los mercados europeos. Entre la fauna draconiana de África, destaca la hidra, un dragón de agua con múltiples cabezas. Ostenta poder sobre el caudal, por lo que debían ser veneradas por los nativos si no deseaban sufrir sequías, tal y como ocurría en China.
Algunos de los mitos más populares hablan de Isa Bere, dragón que se bebió el agua del río Níger, o del dragón Bida, en el África occidental, que también exigía sacrificios de vírgenes a cambio de proporcionar oro —las actuales Ghana, Mali o Burkina Faso son productoras de este metal y de piedras preciosas, y estos mitos explicaban por qué—. Otro mito conocido es el de una mujer llamada Jinde Sirinde, que le ofrece su primogénito a la hidra a cambio de que transforme el fango en agua potable, aunque luego la criatura fuera decapitada por su amante.
Es imposible no recordar, a este respecto, el cuento de la Hija del Molinero, popularizado por los hermanos Grimm, en el que la joven le ofrece su primer hijo a un duende, a cambio de que la ayude a transformar la paja en oro. En todos los casos son la pobreza, el hambre o la desesperación, las que empujan a los protagonistas a sacrificar lo más valioso a cambio de evitar la muerte. No debemos olvidar que, por mucho que pueda herir la sensibilidad moderna, antiguamente la necesidad de sobrevivir superaba al cariño por la descendencia.
De Oceanía, podemos destacar a Hoyoneta, que podía transformarse en un bello mozalbete. En Polinesia la madre de los dragones se llamaba Mo’O’Inanea, y se hablaba de Ala Muki, dragona de los ríos, o de Moko, el rey de los lagartos. Las islas cercanas comparten este tipo de mitología, incluida Australia. Allí prima la idea de fertilidad asociada al agua, y los dragones tienen características maternales.
Por último, me gustaría mencionar los mitos más relevantes de la América precolombina, que muestra claras concordancias con los dragones asiáticos. Quetzalcóatl era el dios creador del cielo y la tierra, y si bien era sabio, también era digno de temer, porque se le realizaban sacrificios de sangre, al igual que a otras deidades de estas regiones; la dragona Itzpapalotl era diosa de la agricultura. El dragón de los mayas, Hurakan, desencadenó un diluvio, enfurecido por los seres humanos. Cabe suponer que ya existiera en la memoria colectiva alguna inundación traumática, y las leyendas bíblicas, inspiradas a su vez en las mesopotámicas, se fusionaron con ellas, pero no es fácil establecer el nivel de influencia.
En resumen, los dragones y las serpientes míticas de América son creadores, otorgan fertilidad, pero también pueden ser destructores o devoradores de hombres. Una dualidad presente en muchas de las culturas mencionadas anteriormente.

Tras este análisis, a nadie le sorprenderá el hechizo que aún provocan los dragones en la actualidad y su insistente presencia tanto en el cine como en la literatura: El Hobbit, Dragonlance, Juego de Tronos, La Casa del Dragón, Raya y el último Dragón, Cuentos de Terramar, Harry Potter, On Drakon, Dragonheart, Cómo entrenar a tu dragón, Eragon, El Príncipe Dragón… y la lista podría continuar de forma indefinida.
El futuro, no obstante, es incierto. ¿Podría este amor histórico por los dragones convertirse en un problema? La ingeniería genética nos acerca más a los mitos de lo que podríamos suponer. ¿Existirá en el futuro un Parque Jurásico repleto de dragones de carne y hueso?
Aún es pronto para saberlo.
Por el momento, tendremos que conformarnos con las hermosas palabras de Dragonheart:
—Amigo Draco, ¿qué haremos sin ti? ¿Hacia dónde miraremos?
—Hacia las estrellas, Bowen. Hacia las estrellas.