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El origen del amor (y algo en el camino): Hedwig and the Angry Inch

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A través de su inestable corazón y distintos ritmos contradictorios, Hedwig and the Angry Inch (2001) busca encontrar el origen del amor, pero se queda atollada en la mitad. Aun así, y sin querer, el film de John Cameron Mitchell parece haber encontrado algo diferente: una confrontación activa con la identidad sexual y su constante resignificado; un testimonio frontal, atrevido y siempre alborotador; una película sobre la soledad y la posibilidad de subsanarla mediante el arte, especialmente el cine. Digna sucesora -en carne y espíritu- de Rocky Horror Picture Show (1975) este melodrama musical conjuga astutamente el glam rock, la contracultura estadounidense, la sátira sexual, la teoría queer y la estética camp, todo salpicado de un humor negrísimo y números musicales quizás sacados de un sueño alienígena profundo. Más de veinte años después, el show parece no haber perdido la energía.

Vamos por partes. La historia de Hedwig, a pesar de tanto embrollo, puede resumirse brevemente. Criado como hombre, Hedwig experimenta un tempranero despertar sexual y se identifica como mujer. Enamorada de un policía a un lado del muro de Berlín, Hedwig se convence en hacerse una operación de cambio de sexo para casarse con su galán y escapar a EE.UU. en búsqueda de una mejor vida. Por supuesto, este no es un cuento de hadas, como bien reconoce Hedwig, ya que, una vez en EE.UU., su amante le deja por alguien más, una mujer cis, ni menos. Hedwig, enamorada de un joven rockero cristiano, encuentra breve felicidad, la cual dura poco, ya que su nuevo amante, poco convencido de su sexualidad, le deja y le roba todas sus canciones. A modo de venganza -y también de expiación- Hedwig se embarca en un tour por EE.UU. siguiendo la gira de su ex, cantando en pequeños bares y cafetines, a fin de hallar la consagración que tanto le había sido prometida en el pasado.

Pensémoslo bien. En Rocky Horror… el doctor Frank-N-Further, histérico y bastante seguro de sí mismo, una vez satisfechos sus deseos, grita en el escenario vacío: Don’t dream it, be it (No lo sueñes; selo). Hedwig, a su modo, también es. A su modo, con su propio lenguaje, con sus excesos y manías, es. Es ella misma en el escenario, espacio sin ataduras, en el que pueda mandar al público y no al revés. Es a través de sus canciones, escritas con una extraña combinación de cinismo y ternura. Es a través de su pasado, marcado por un dolor incontenible, y la ira que brota en el presente. Es de forma caótica e incipiente, con emociones descontroladas, pero verdaderas, casi como una bomba de tiempo a punto de explotar. A partir de esta caracterización, el film justifica una vez más el peculiar lazo que ata al cine y a la música cómo a ningún otro conjunto de manifestaciones artísticas, como si la conjugación entre imagen y sonido, -abstracta y sensorial, basada en pulsiones espontáneas y difíciles de comprender- fuese vital para la expresión del dolor, la identidad y el miedo. A fin de cuentas, la tragedia de Hedwig y las violentas transiciones en su vida persisten (y cobran valor) gracias al filtro audiovisual, como si las canciones y puesta en escena ayudaran a la cantante a hallarse a sí misma en medio de un mundo aterrador y desconocido.

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Hedwig and the Angry Inch (John Cameron Mitchell, 2001) | New Line Cinema / Killer Films

Esta simbiosis entre melodía e imagen es explotada constantemente por el film, lo que le permite a Mitchell apartarse de musicales convencionales -que separan de forma arbitraria los números musicales de la trama principal- y filmar el espectáculo de forma cohesionada con la vida de Hedwig, a fin de tener un producto más compacto en sus emociones. Por supuesto, este enfoque no implica un musical cinema verité en el estilo del cine de John Carney -donde las canciones son parte del hábitat natural de los personajes- sino una propuesta híbrida, en la que la realidad es filtrada por la estética musical. La puesta en escena -definida por colores brillantes, primeros planos, planos secuencias filmados cámara en mano- nos somete a un estado de “realidad imaginada”, en la que el escenario y los conflictos se sienten muy reales, mientras que los números musicales parecen desprenderse de una retorcida fantasía, que confronta a la audiencia con la tragedia de la protagonista.

De todas formas, y a pesar de tanto espectáculo, lo que termina por convencernos de Hedwig… es su honestidad, con todo lo que ello implica. Tanto por su franqueza testimonial, como por la convincente interpretación de Mitchell, Hedwig… se alza como una propuesta frontal y poco apologética, siempre cercana a la audiencia, orgullosa de su narrativa visceral e incómoda, que mantiene al espectador como una suerte de invitado en primera fila. El trabajo confesional del film prioriza la primera persona de forma casi permanente, ajustando las memorias y los flashbacks a la bizarra percepción de la protagonista, dejando atrás las perspectivas hegemónicas -y problemáticas- sobre la identidad trans. La historia se pasa bastante rato enfocando la exploración de Hedwig, los dilemas con su cuerpo, la tensión con la audiencia y la necesidad de performar activamente contra la corriente. Cuenta la historia desde el lenguaje de la protagonista, su ironía, los slurs de los que busca reapropiarse, la referencia a ídolos musicales y todos los detalles que constituyen una identidad fragmentada por el tiempo y la incertidumbre. Por supuesto, escuchar a Hedwig desde su voz implica adentrarse de lleno en su música, con sus repeticiones, dudas y su colección de géneros: glam rock a la cabeza, pop, balada, hard rock y todo lo que está en el medio.

Las canciones de Hedwig…, más allá de unos cuantos excesos, parecen curadas con delicadeza, dotadas de cierta coherencia conceptual y espíritu propio, y que, además, suelen reemplazar casi naturalmente la presencia de diálogos en el film, que más funcionan como excusa para que la historia continúe. Las canciones propician la verdadera revelación.

Origin of Love (“Origen del amor”), balada experimental, es la que abre el espectáculo. En sus casi 6 minutos, con la voz dolida de Hedwig, cuestiona las jerarquías impuestas alrededor del concepto del amor. Si el amor proviene de una función casi bioquímica, producto de algún Dios darwiniano con ganas de experimentar un poco, entonces toda forma de amor libre y más o menos pura, -como la de Hedwig-, parece venir con el sello de aprobación necesario para que el resto lo acepte. Y si es cierto que provenimos de un dualismo forzado -ya que los dioses nos partieron en dos, como dice la canción- entonces la dicotomía masculino-femenino sería poco más que una patraña totalmente arbitraria, que no debería determinar nuestra identidad -o dejarnos en un estado de constante soledad- y no debería evitar que exploremos nuestra sexualidad sin tapujos. Hasta cierto punto, parece ser la intro precisa, adentrando a la audiencia en la filosofía del protagonista.

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Hedwig and the Angry Inch (John Cameron Mitchell, 2001) | New Line Cinema / Killer Films

Angry Inch (“Molesta pulgada”) llega como transición entre una secuencia narrativa y otra. A pesar de su empaque en forma de rock ruidoso, esconde un concepto particularmente transgresor -e inquietante-. Hedwig, al parecer, no se siente lo suficientemente identificada como mujer debido al error en su operación. Tal opinión no es exclusivamente suya, ya que parece ser la misma exigencia compartida por su ex amante, su nuevo amante y hasta buena parte de la audiencia. ¿Acaso la feminidad está delimitada exclusivamente -o en gran parte- por unos pocos centímetros de piel? ¿Ser mujer -o “enteramente mujer”- es dependiente de un proceso biológico? ¿Es este el rito de pasaje obligatorio para toda persona que quiera afianzarse a un género y para garantizar la validación del resto? Ese es parece ser el conflicto central de Hedwig, astutamente enmarcado en su Angry Inch. Así lo canta: Where my penis used to be; well my vagina never was (Donde mi pene solía estar; donde mi vagina nunca estuvo). Esa especie de limbo permanente de Hedwig parece ser el origen de su dolor, el cual solo puede ser expiado mediante la voz violenta e iracunda.

Midnight Radio (“Radio de medianoche”) por otro lado, funciona como la balada predilecta para cerrar el espectáculo -o llevarlo a su clímax-, posicionando al protagonista en un estado pleno de euforia. En el caso de Hedwig, la euforia parece estar compartida: Here’s to Patti, And Tina, And Yoko, Aretha… el brindis de Hedwig incluye a aquellas artistas que, al construir elementos performativos ajenos a la masculinidad hegemónica, han abierto camino para su propio espectáculo. Hasta cierto punto, este brindis también parece invitar a la audiencia -sobre todo a los marginados y solitarios- a reconocerse juntos en el espectáculo.

Por supuesto, las canciones se interrelacionan con la estética camp, los colores fosforito y los filtros colorinche que delinean intensamente las imágenes y nos dejan satisfechos. Hedwig abre otras tantas parábolas, discusiones sobre el valor de arte, las representaciones performativas, la identidad sexual y tantos otros temas que trae el cine. Seguir hablando de Hedwig (y, por tanto, ir revelando sus secretos) podría implicar un riesgo notable, ya que conviene que el espectador comprenda su impacto por su cuenta, sin intermediarios. Así como una buena canción, que va directo al sistema nervioso central, que encuentra valor en su constante ambigüedad y abstracción, es mejor que cada quien encuentre el sentido en la relación íntima e irremplazable con la melodía. Sin darnos cuenta, puede que sigamos regresando a Hedwig… una y otra vez. El show lo vale.

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