El viandante

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Primer día

Un hombre sale a la calle. No tiene grandes ideas ni ambiciones. No se cuestiona quién es ni por qué ha hecho cuanto le ha llevado a estar en la calle en este momento. No es atractivo, quizá lo fue en otro tiempo, pero tiene a alguien que desea su cuerpo y lo toca con amor cuando anochece. No es un santo, ni un mesías; encuentra placer en cometer pequeñas ruindades, también actos de bondad. Desprecia y teme a los mendigos, pero les da limosna a menudo. No podría ser malvado, aunque quisiera. ¿Es inteligente? Tal vez, mas no es un genio, ni posee ningún talento extraordinario.

Describir a una persona por eliminación, descartando las cosas que no es y enumerando las cualidades de que no goza, denota falta de ingenio en el observador, pero funciona. A menudo es la única forma de aprehender a un ser humano.

Se dirige a algún lugar, no importa cuál. Llega, entra en él, vuelve a salir. Puede tratarse de una iglesia, de una tienda, de una oficina, de un bar, de la casa de un amigo o de un pariente. Poco importa. El hombre entra y sale cada día sin que nada haga mella en su carácter.

Ahora se detiene. Ha pisado algo, un papel. Se agacha, lo toma, lee. Es un pedazo de carta, de una carta de amor. Frunce el ceño. Se incorpora y da repetidas vueltas a su hallazgo. Sonrisas de alborozo y desconcierto se alternan en su rostro. ¿Qué sucede? ¿Acaso ha reconocido su propia letra?

Se lo guarda en el bolsillo y camina hasta el portal del que vi salir hace unas horas.

***

Segundo día

Sale de nuevo a la misma hora. Mientras pasea se lleva la mano al bolsillo y se entretiene en él. Sus dedos rozan, quizá, el papelito encontrado ayer. Se pregunta por el resto de la carta: si realmente la escribió él, a quién iba dirigida en ese caso, si llegó a enviarla, cómo fue a parar, rota, abandonada y sucia, a la suela de su zapato. ¿Sería una carta feliz, triste, desmesurada? ¿Sería la declaración de un amorío primerizo, la renuncia a toda esperanza de un iluso? ¿La habría hecho trizas él, por vergüenza o pudor, antes de enviarla? ¿La habría arrojado por la ventana hace muchos años y había circulado, azotada por el viento, hasta volver a sus manos? ¿Se le habría caído del macuto al mensajero? ¿La habría rechazado, sin leerla siquiera, la persona a quien iba dirigida?

Tal vez el hombre cruce la calle con estas ideas u otras semejantes resonando en su cabeza. Desaparece, como ayer, tras una puerta, la misma. Es posible que las preguntas que hace un segundo lo asediaban lo hayan abandonado ahora, y que mientras hace lo que tenga que hacer en ese lugar, tenga la cabeza despejada y se dedique con diligencia a sus quehaceres.

Pronto sale y echa a andar. Vuelve a llevarse la mano al bolsillo, mas no es el frío quien mueve su brazo, sino los enigmas de antes, que lo acechan nuevamente.

Tal vez la carta, cuyo pedazo sus dedos acarician, es la confesión de un idilio largamente postergado, o la rendición de una disculpa, o la revelación inconsciente de un enamoramiento no percibido aún. Quizá es una misiva dirigida a su propio corazón, una promesa de ambición romántica, o un compromiso con la sinceridad, o el testimonio de un adolescente que creía en el amor sin conocerlo, o la relación de un primer desengaño. Se cerciora, sí, de que la letra es suya y el papel antiguo, y sufre porque no logra recordar cuándo escribió esa carta. ¿Llegó a enviarla? ¿Por qué no iba a hacerlo? Celos, pudor… la conjura de un mundo siempre dispuesto a quebrar las voluntades nobles.

Al hombre parece embargarle un aire triste: su rostro decae, sus pasos se alargan y enlentecen. ¿Qué nuevos pensamientos le perturban? Recuerda, quizá, los tiempos en que pudo escribir cartas de amor, cartas felices, tristes, de triunfo y de venganza. Recuerda, y al hacerlo descubre que esos tiempos ya han pasado, que no hay cartas ni romances en sus días, aunque haya amor. Se detiene. No se reconoce en el hombre que hacía esas cosas, pero era él. ¿Era él? Tampoco se reconoce en el hombre que no las hace.

Las hacía, sí. Era él quien sentía pasiones grandes y quien trataba de escribirlas con idéntica grandeza. ¿Qué le movía entonces? ¿El ímpetu? ¿La necedad? Fuera lo que fuese, ya no lo posee.

Entra en el portal de ayer y lo engullen las tinieblas. Un último atisbo de su rostro sugiere un nuevo interrogante: ¿cuándo perdió lo que fuera que tenía?

***

Tercer día

De nuevo en la calle, el hombre parece libre de las cuitas de ayer. Camina con brío, decidido, pisando con fuerza las baldosas como quien espanta fantasmas viperinos. No deja lugar a la especulación. Penetra en un edificio sin detenerse apenas.

Abandona el lugar tiempo después. Parece agotado. Sus andares son grises de tan lánguidos ahora. Se acerca a una papelera. Del bolsillo extrae el trocito de carta. Lo escruta con la pena inundando sus ojos y lo deja caer como si se tratase de un pedazo de basura. Camina. Sus manos buscan refugio en los bolsillos. Ya no hay nada que rozar.

Largas se hacen las horas tristes. ¿Son las preguntas de ayer la razón de su cansancio? ¿Intentaba huir de ellas antes, cuando se apresuraba? ¿Sigue buscando en su memoria o en su corazón el momento en que perdió… qué? ¿Qué echa en falta este hombre?

Pasa de largo frente a su portal. Deambula hasta la esquina. Da la vuelta. Abre la puerta. Se detiene un instante, mira al cielo, entra. La puerta se cierra tras él.

***

Cuarto día

Nuevo día. El hombre pisa la calle. Hoy ya viene deshecho de casa. Aminora la marcha al acercarse a la papelera donde arrojó el pedazo de carta. La basura ya no está. Sigue despacio su camino.

Tarda más de lo habitual en salir. Cuando lo hace está acompañado, pero se despide apresuradamente y emprende una ruta distinta de la habitual para estar solo. Su paso es errático, como si pretendiera extraviar su pena en el nuevo rumbo. No lo consigue. Pronto da media vuelta. ¿Teme encontrarse con alguien? ¿Por eso disimula?

Ya no se pregunta por aquello que perdió, ni por el momento de su pérdida, sino por sí mismo. Pero ¿no ha quedado escrito que no se cuestiona quién es? Eso parecía entonces, pocos días atrás.

Al llegar a su portal echa mano de las llaves, pero se detiene en mitad del movimiento. Suspira. Se deja caer pesadamente en el único escalón que lo separa de la puerta. Junta las manos y mira hacia arriba. ¿Qué se pregunta ahora? Probablemente nada, solo se lamenta. ¿Por qué se lamenta, entonces? Quizá porque lo único que sabe de sí mismo es cuanto no le importa; porque siente que, año tras año, no ha hecho más que eliminarse, ir descartando, sin orden ni propósito reales, partes de sí y de los demás; porque teme haber perdido la oportunidad de conocerse, de comprenderse, perdonarse y sobreponerse a las fuerzas indiferentes y exteriores que lo zarandean allende la vida. Quizá se lamenta, sobre todo, porque sabe que muy pronto superará esta crisis, dejará de recordar y volverá a sumergirse en la corriente que los días imponen, a salir y entrar en los lugares, a perder partes de sí sin darse cuenta, hasta que sea demasiado tarde para echarlas en falta o para reconocer cuanto quede de él y rescatarse del olvido, y seguirá diluyéndose en su propio nombre, en su propio cuerpo, en su propia historia, hasta que llegue el día en que no conservará la conciencia necesaria de sí mismo para llorar cuanto ha perdido, o para que le importe siquiera.

Se pone en pie. Entra en el portal.

***

Quinto día

El hombre camina abatido al salir de casa. A la vuelta, su estado es el mismo.

***

Sexto día

El hombre llega tarde a su destino. A la carrera, no da tiempo a que la tristeza le dé alcance.

Vuelve a salir. Las huellas que el agotamiento imprime en su figura son tales que no se ve capaz de emitir un único suspiro. La fatiga es un descanso en los momentos de dolor.

***

Séptimo día

Hace buen tiempo. El hombre descansa. Sale cogido del brazo de una mujer. Ella apoya la cabeza en su hombro y mueve los labios. ¿Qué le dice? No logro escucharlo. Ambos sonríen y toman una calle inexplorada hasta ahora. Imagino que ella disculpa su reciente melancolía, achacándola a una pena ocasional, y que él le da la razón. Se mezclan con la gente y los pierdo de vista. Ahí están de nuevo. Voy tras ellos. ¿Me descubrirá si me ve? Aprieto el paso. No, para él soy un viandante, nada más. Llevo la mano al bolsillo y me saluda el tacto tranquilizador de la navaja.

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