Elephant: matar a un hombre

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En Castellio contra Calvino, vibrante alegato en defensa de la libertad de conciencia, Stefan Zweig narra el enfrentamiento entre el humanista Sebastian Castellio y el fanático y todopoderoso Juan Calvino (uno de los padres de la Reforma protestante). En uno de sus momentos más emocionantes, Zweig recuerda la inmortal frase de Castellio: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre». Inmediatamente después, el gran escritor austríaco afirma que «sea del tipo que sea -lógico, ético, nacional o religioso- el subterfugio que se simule o pretexte para justificar el hecho de quitar de en medio a un hombre, ninguno de esos motivos exime al hombre que ha cometido u ordenado el crimen de su responsabilidad personal. De un homicidio siempre es culpable su autor, y jamás se puede justificar un asesinato por medio de una ideología».

En muy pocas ocasiones el cine ha conseguido mostrar la verdad imperecedera de la frase de Castellio como en Elephant, el turbador cortometraje dirigido por el cineasta británico Alan Clarke, y producido por Danny Boyle para la BBC en 1989. Un hombre camina, un hombre dispara a otro hombre, un hombre muere. Y nada más. ¿Quién es el asesino? ¿Y la víctima? ¿Por qué la violencia? El sonido de los pasos, el estruendo de los disparos, el silencio de la muerte. La causalidad comienza y se detiene ahí. Sin explicación, sin justificación.

Treinta años de violencia -desde finales de los 60 a finales de los 90- entre la comunidad nacionalista y la unionista en Irlanda del Norte. The Troubles. Así llaman a ese período en las islas británicas. Es el contexto sociopolítico en el que se inserta Elephant, aunque en ningún momento se haga mención a ello. El depresivo entorno industrial dibujado por el thatcherismo dota de una magnética fealdad a los espacios en que se desarrolla la acción.

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Escena de la película.

La férrea y repetitiva estructura de la película parece empujarnos a pensar que los asesinatos que se producen en las 18 escenas son iguales (las variaciones son mínimas: una veces seguimos los pasos del asesino y otras los de la víctima, a priori indistinguibles). De hecho, tras el brutal primer asesinato, el impacto del film parece diluirse poco a poco, como si fuera un bucle que cansa y aburre. Y precisamente en el cansancio y el aburrimiento que produce la repetición está la clave.

Los británicos emplean la expresión elephant in the room para referirse a algo evidente que no se quiere ver. Si en tu habitación hay un elefante y no lo ves, sin duda es porque no quieres verlo. De alguna manera te vas acostumbrando a su presencia hasta que se vuelve invisible. Por el motivo que sea, haces una elección y aprendes a convivir con ella. Bernard MacLaverty, guionista de la película, empleaba la expresión elephant in the room para referirse a The Troubles, a la negación de los problemas sociales que latían bajo esa violencia que lo estaba arrasando todo y que nadie parecía querer ver. ¿Algo que se deja de ver, deja de existir? ¿La negación de la imagen conduce a la negación del hecho? Pero este no es únicamente un problema sobre hechos, sino también sobre valores: si es un problema tan descomunal, ¿qué principios morales empujan a ignorarlo? ¿Cómo justificar éticamente esa negación?

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Escena de la película.

Elephant es una obra radical porque es extrema en forma y contenido, y porque va a la raíz de un hecho. El dispositivo formal que crea Clarke es de una austeridad y frialdad que asusta: planos secuencia con steadycam, sin música, sin diálogos. Y como descripción de un hecho es imposible imaginar algo más alejado del maniqueísmo: no hay caracterización de personajes, ni explicación o justificación de su comportamiento; sólo violencia desnuda e imparable, sólo hombres matando a otros hombres sin que sepamos por qué unos matan y otros son matados. Al igual que afirmó Castellio, Elephant nos está diciendo que no hay ningún motivo que pueda justificar un asesinato, que la causa es irrelevante.

Elephant triunfa cuando, en algún momento de sus 37 minutos de metraje, cansa y aburre al espectador. Un cansancio y un aburrimiento que son a la vez el indicio del fracaso de la sociedad, insensibilizada ante los asesinatos que se cometen a diario, independientemente de la causa por la que se cometen. Por eso nuestro deber moral como espectadores -pero sobre todo como ciudadanos- comienza con no cerrar los ojos. Pero también con tener presente que «matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre».

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