Senos encarnados con prolijidad, glúteos cuyo contoneo casi parece percibirse a través del mármol y el lino, avizoradas miradas que se extravían en la defección del concurrente con la escena, tejidos que se deslizan por la suave piel de sus efigies femeninas… La ilustración de la sensualidad y el erotismo a través de la silueta helicoidal de la Venus ha resultado inherente a todas las generaciones y épocas de nuestra historia que, con mayor o menor profusión o incluso bajo otra designación, han subrayado su conceptualización desde preceptos cercanos o bien a la carnalidad autónoma o a la lascivia heterónoma.
Aventajada por el aspecto de fuerza bélica subrogada a la virginidad de Minerva y Diana (las Atenea y Artemisa griegas), la Venus Victrix (o Venus victoriosa cuyo culto sobrevino de la Ishtar babilónica, que aunaba su carácter guerrero con su autodeterminación sexual) es relegada de adalid de perseverancia a simple cosificación libidinosa con el paso de los siglos, en una vorágine de vértices, descensos y subidas que aún se acometen hoy día.
A medida que la sociedad imbricó la libertad sexual de la mujer en el apetito hetero-patriarcal, el albedrío de la Venus se evaporó dando paso a la monitorización de la lujuria desde un precepto claramente masculino deducido en una necesidad de poder y autosatisfacción; precisamente Hubert Damisch (gran historiador y profesional de la estética del arte) expone claramente esta implicación subvertida del paradigma heurístico:
«La sensualidad nos rodea como individuos, el deseo nos acecha como un reflejo de nuestro carácter generativo, y nuestra reacción habitual ante esa ansia es la búsqueda del objeto que nos hace sentir satisfechos; si no lo encontramos empleamos los mecanismos sociales de poder para crearlo, suscitando muy a menudo una represión contradictoria que provoca la implicación forzosa del arte como suplente de aquellas disposiciones que nosotros mismos anulamos en la vehemencia por el control de la hembra […] se crea entonces la figura del voyeur, subyugador que pretende cultivar su dominio sin acogerse a las restricciones que él mismo crea.»
A partir de estas líneas podemos dilucidar que la gravitación de la fémina infra-evolucionó de un perfil expedito y propio a un proyecto de placer, un mero instrumento de goce que engendró la representación voluptuosa de la masa corporal por parte de autores varones, ejecutores de la presión o distensión plástica según el contexto histórico (circunscribiéndose muy de cuando en cuando a una diversificación del paradigma).
Para empezar, comparemos las Venus prehistóricas con las figuras de la Grecia antigua: las primeras son ídolos del Paleolítico (probablemente dedicados al culto de la fertilidad) en los que se muestran sin censura alguna las amplias caderas, las exacerbadas nalgas, y los notoriamente remarcados busto y pubis. El rostro en el caso de la Venus de Willendorf o la Venus de Lespugne parece carecer de importancia en comparación al de la Dama de Brassempouy, pero la redondez de sus cráneos y el tallado minucioso de la primera dan cuenta de lo contrario; muy probablemente, esta desestimación pormenorizada se deba únicamente a la progresiva pericia técnica alcanzada en el Gravetiense (perteneciente al Paleolítico Superior y que data del 22.000 a.C.) en contraposición con la de los años comprendidos entre el 28.000 a.C. y 26.000 a.C., considerablemente inferior.
El coloquio mudo del ídolo con su espectador, que se configura en un objeto (es decir, en un ente que pierde su potestad de observador para convertirse en observado, igual que el colono pasa a ser colonizado según los preceptos de otredad de Bhabha) frente a la mirada inquisitiva de la Venus caracterizará la mayor parte del debate de períodos posteriores, puesto que aquí aún no se había hecho patente el concepto que yo he acuñado como supra (la necesidad de superar al prójimo, en este caso al género opuesto), ya que el hombre primitivo se encuentra demasiado afanado en su propia supervivencia como para eximir a la mujer de su idiosincrasia y su autodeterminación sexual y social.
Pero será aproximadamente a partir del 570 a.C. (periodo propio de la Grecia Arcaica) que este paradigma se romperá para dar paso al supra y al consiguiente juego de rol entre el hombre firme y la mujer díscola; una brecha en la igualdad con la que se establece la ideología y los roles de género, encontrándonos con una nueva estructura que denomino idiosis (o lo que es lo mismo, la necesidad de particularizar para despuntar; en este caso, el imperativo de realzar al hombre como un ente diverso y superior a la mujer, que queda desterrada a un segundo plano). Se pretende que ella deambule entre la cubrición total de su cuerpo y la exhibición con mero fin provocador, acompañada por un aire risueño y lícito desde su gineceo, pero que no muestre connivencia; claros ejemplos de ello son la Afrodita de Cnido (datada del 360 a.C.) y la Venus de Milo (del 100 a.C.) que comparten la particularidad de haber sido representadas con el sexo cubierto por una cuestión de «pudor» (un juicio que priva a la mujer de su original autarquía anacrónica).
Con una mirada vaída y un cono de visión de veinticinco grados, estas conocidas Venus mantienen una actitud de indefensión que se contrapone con el tropo prehistórico, pero que, sin embargo, conserva su equidistancia con las diosas de serpientes cretenses (también cubiertas de la cintura para abajo) y con las koré de la época arcaica (completamente abrigadas por largas túnicas y acompañadas por una sonrisa distintiva).
Frente a esta imposición de recato femenino, tropezamos con la versión masculina de la koré (el kuros), el Doríforo (450 a.C.), el Heracles Farnesio (segunda mitad del siglo IV a.C.), el boxeador de las termas (siglo I a.C.) o la representación de Antinoos (130 d.C.) esculturas masculinas que lucen sus músculos desprovistos de ropa con la excusa de realizar una actividad física o de atletismo; curiosamente, las espartanas, uno de los pocos colectivos femeninos que tenía libertad para realizar estas mismas ocupaciones gimnásticas, sí debían mantener en todo momento el uso de una toga corta para no «enturbiar» a los otros atletas; de nuevo el supra y la idiosis aparecen aquí subrogados al machismo.
Repentinamente, el canon idealizado se centra en la complexión varonil y en la cubrición de la mujer, un mecanismo de control por medio de la castidad y la turbación que con la llegada de la fe cristiana sólo empeorará y que en muchos casos sigue vigente en la actualidad historiográfica.
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