Nuestras conductas ordinarias rebosan de nociones asociadas a enjundias que se desligan y entrelazan en forma de vocablo verbal: revolución, camino, llave, independencia, copa, fuente, mirada, pecho… a menudo estos conceptos (que en primera instancia podrían no encontrar una relación directa) entrañan una circunstancia histórica transgresora en materia de sentido, existencia o relevancia; con ellas no se gestiona únicamente el ingrediente físico como portador de significado, sino que se destaca la propia imbricación del concepto como un ente mutable.
Para nuestra línea historiográfica, el único exordio capaz de soslayar la naturaleza metempsicosíaca de la agrupación de términos antes mencionados será la represión, ya sea ésta más pareja al modo de Vigilar y castigar de Foucault o un segmento del «estado del alma» como señalaba Addison. Debemos considerar que la amonestación es y ha sido siempre el paladín del control, capaz de afectar al complejo entramado social y al individuo moderno, quien halla en su recién adquirido antropocentrismo un fortuito hándicap: ahora, en la carrera por el supra, ya no existe el enfrentamiento contra un ser beatificado sino hacia sus propios semejantes; un pensamiento que, por desalentador que pueda resultarnos, suscita un ansia de libertad espontánea y original potenciada con la venida del Siglo de las Luces.
Precisamente será el avance y afianzamiento de la razón ilustrada, unida al contexto de la Revolución francesa de 1789 y la revolución industrial del XIX, lo que propiciará el cambio de mentalidad en una sociedad que comenzaba a avivar la emancipación intelectual del sujeto. «¿Por qué debo acatar esta norma? ¿Es siquiera correcta según mis preceptos morales? ¿Estratifica y por tanto ratifica los trastornos supratorios del entorno? O lo que es lo mismo, ¿este patrón legal imbuye a una diferenciación social entre los miembros de nuestra comunidad, derivando en la discriminación de sus derechos o deberes?» Son algunos de los interrogantes que rondarán por la cabeza del proletariado, la acomodada burguesía y, especialmente, de las mujeres hasta entonces glosadas como meros mecanismos de erotismo al servicio de un «gentilhombre» que desease sus favores (reproductores o licenciosos).
Resignadas durante siglos a la dinámica afrodisíaca y a la divulgación de sus curvas bajo la apariencia de musas helénicas, el género femenino se convirtió en proscrito del genio expresivo, suspendido como imagen de un condominio adherido a las virtudes cardinales. La llegada del siglo XIX conformará un giro de 180 grados en la cláusula receptora, equiparando (por fin) a la mujer con la fuerza, la libertad y la determinación que los prehistóricos ya nos habían exaltado miles de años atrás.
Aunque el camino para el empoderamiento femenino aún era largo y hostil, sin duda alcanzó un alto valor gracias al trabajo de Francisco de Goya en La maja desnuda (año 1800); este emblema venusiano retoma el principio de lo sensual y lo directo, ofreciéndonos una nueva apariencia a través del cómputo de la postura (ya empleada en la Bacanal de los Andrios y La Venus dormida) y la mirada provocadora a la que se añade un componente de picardía y autosuficiencia. Su mirada ha mutado la clara turbación mientras su cuerpo arriba de una rotunda pasividad a una palpable seguridad (destello de su empoderamiento, idiosincrasia y autoridad); el mito ya no es necesario para mostrar el desnudo y cualquier mujer (incluso una duquesa como la de Alba) puede hacer uso de su lubricidad a voluntad, invitándonos a ser cómplices de su deleite.
Como concurrentes de tal exhibición, es nuestra decisión acudir llamados por su canto de sirena o permanecer en el anonimato como meros espectadores del lienzo, voyeurs sumisos relegados a la eterna espera de un impulso mudo, mirones a los que se les ha arrebatado su capacidad idiosíaca sobre la dama que pregona su recién recuperada autarquía con orgullo. Aquí no hay lugar para el rubor o la vergüenza, tan solo el júbilo en forma de un reto burlesco por el que (desafiados ante un ser superior al más puro estilo del esperpento valleinclanesco) nos descubrimos inauditamente enredados. De algún modo y sin darnos cuenta nos hemos convertido en predecesores de una performance quimérica capaz de obstruir el litigio contra la voluptuosidad de la pupila femenina; a partir de este instante, será ella la encargada de increparnos, sentenciarnos o arengarnos… igual que hará en 1830 La Libertad guiando al pueblo de Eugène Delacroix.
El 28 de julio del citado año, la población de París levanta barricadas tras la aprobación del decreto de Carlos X de Francia, quien decide suprimir el Parlamento y restringir la libertad de prensa. Se producen disturbios tildados de revolución por la vehemente carga que implicó a todos los estratos sociales; hombres, mujeres y niños se alzan como una sola voz ausente de clase, edad o género izando la bandera de la manumisión, un estandarte que para Delacroix no podría ser representado sin la inherente ruptura del canon venusiano.
A través de una figura sensual y realista, nos anuncia a una Venus que (cual Victoria de Samotracia) no vacila en blandir su discurso genesíaco mientras, centrada en el fragor del levantamiento, se lanza hacia nosotros eludiendo su busto descubierto (que muda como mero referente anecdótico). Sus atributos ya no son símbolo de disfrute itifálico, si no demostración de su implicación en la tarea que realmente le importa: guiar a sus numerosos seguidores hacia la victoria e invitarnos a consensuar la carga. La bandera tricolor secunda cada uno de sus movimientos mientras, coronada con el gorro frigio (símbolos revolucionarios por excelencia) y armada con la bayoneta (casi irrisoria, pues no la necesita para la culminación de sus ideales) se postula hacia la lidia sin ápice de vacilación. De nuevo nuestras opciones son claras: o aceptamos su convocatoria o seremos arrasados por el impulso que encabeza.
A sus pies un personaje arrodillado la observa embriagado por la desaprensión de tamaña convicción; ya no se trata de una reminiscencia al imperecedero e insistente Peeping Tom, sino una efigie del antiguo régimen patriarcal que se somete a la novicia voluntad de esta energía de la naturaleza, esta mujer a la que idolatra cual virgen renacentista. La figura femenina ha olvidado su antigua conmiseración sicalíptica para convertirse simplemente en símbolo de aliento y nervio, reverenciado e imitado por todas las clases sociales y sexos; la Venus Victrix (a menudo traducida erróneamente como «Venus Victoriana»), enérgica y beligerante, ha resurgido de sus cenizas cual ave Fénix y recupera su libre albedrío triunfante. A partir de ahora escogerá el camino del aparato político, intelectual y sexual, desembarazada al fin del cascarón en el que se encontraba prisionera como una Helena de Troya bajo el plumaje de su níveo y profanador padre Zeus; ha comenzado la restitución de ente pasivo a plenamente activo.
La consecución de este constante resquebrajado de la costra paternalista lo conformarán La gran odalisca de Ingres, la Olimpia de Manet o el Desnudo acostado de Modigliani, todas ellas representaciones de jóvenes (a menudo consideradas como «señoritas de la calle» por la pretérita crónica histórica) que muestran su rebeldía ante el sistema empleando su atrevida postura, sus líneas helicoidales y su anuencia sexual; su cuerpo es su templo, su propiedad, y a partir de él obtienen la satisfacción cómo y cuándo quieren, sin sumisión ni humillación. Son símbolos de libertad que nos invitan a acompañarlas en esa carrera sin freno hacia la destrucción de la idiosis (o lo que es lo mismo, la necesidad de particularizarse para despuntar). Ya no tienen que cubrirse o desviar la mirada, pueden escoger y deciden romper el rol de género, restableciendo su personalidad individual al margen del precepto masculino. Así, el arte inspirará a las mujeres a revelarse y rebelarse: revelarse a sí mismas hasta encontrar su reflejo concordante y verídico, y a rebelarse contra las pautas sociales adquiridas por años y años de dominación. Se inicia el camino hacia el desenmascaramiento de las tramas opresivas y la adquisición de aquel subrepticio sueño basado en el desarrollo independiente de la anticuada idea de «lo correcto»; Paulina Bonaparte, Cristina de Suecia, Flora Tristán, Sarah Hale, Margaret Cavendish, Judith Leyster o Isabel Carlota del Palatinado serán grandes ejemplos de ello.
Artísticamente hablando, no cabe duda de que el culmen de esta emancipación lo marcará Courbet con su El origen del mundo, una crítica mordaz a aquellos «visionarios» que resolvieron deleitarse con el pecaminoso fruto de Eva mientras escribían acerca de condenación y fuego eterno. Casi como una contestación al edénico El Jardín de las delicias de El Bosco (1500-1505), que pretendía destacar los peligros del paladar lascivo, Courbet expone aquí la dualidad del sexo femenino: evocador del placer pero también del nacimiento, génesis de la vida y de nuestras más inconfesables fantasías. La pieza manifiesta con todo detalle y sin filtros el inicio de toda civilización a través de unos simples genitales que, como una copa eterna, son capaces de recoger las gotas del lábil rocío cultural hasta crear un nuevo sistema.
«¿No resulta ridículo pensar -quisiera decirnos Courbet- que hayamos censurado a la creadora del universo durante tantos siglos? ¿A esta Diosa que es a la vez caterva de placer, felicidad y vida? ¿No vemos el absurdo de reprobar a la matriz primigenia y renegar de nuestra cercana madre Gea?» Con esa apertura en sus extremidades inferiores, este icono nos exhorta a conocer la fuente de la que manan el alfa y omega del lenguaje y a explorar sin miedo los recovecos de su estructura; no nos desafía, no nos hostiga con acritud, tan sólo nos convoca con afabilidad estoica bajo la firme creencia de que la erudición es la mejor inmunización para un obscurantismo sacralizado durante siglos. Al fin y al cabo, si las Venus pudieron conformar el camarín de tantos fetichistas, los miramientos de tantos detractores… ¿por qué habríamos de buscar un discurso que justificase el anonimato del espectador? ¿Qué argumento debería impedir la vislumbre de ese vigilante Zoilo que nos escudriña tras la ínfima cerradura de una manufactura hermenéutica?
Esta consideración, de hecho, se completará con Étant donnés de Duchamp, en la que (fuera de intentar recrear el carácter sexual que siempre se le ha otorgado al aparato reproductor, o su asociada imagen de abyecta pleitesía femenina) se intensifica el poder de la fémina, incendiaria de un juego que desea convenir bajo sus propias reglas. Con esta ficha como parte del tablero, el artista aprovecha para burlarse del mirón que se ha convertido inexorablemente en espécimen del pathos griego, en un objeto sin remisión obligado a curiosear desde una lejana puerta; el detonante de su apetencia ya no responde complaciente a sus ansias o necesidades, tan sólo le interesa continuar su descanso sobre la plácida hierba, rodeada por el eterno paisaje de su Edén subjetivo (una plácida región a la que tan sólo ella, y sus esporádicos invitados, tendrán acceso).
Por si fuera poco, Duchamp expulsa toda posibilidad de retornar a la antigua pauta por medio de una puerta y de un interesante elemento iconográfico: la lámpara de gas. Este símbolo (deudor de la vela, icono de esa devoción conyugal impuesta a la mujer por los recursos eclesiásticos) aparece sobre la mano de la modelo absolutamente modernizada; esto indica que la evolución temporal y circunstancial ha dado de lleno con el progreso reflexivo, por lo que ya no existe obligación moral tras la sexualidad. Se han fracturado los cuños enraizados y ya no existe un revulsivo catequizador, tan sólo la dogmática libertad que sirve como guía exclusiva y absoluta de la mujer.
Clausurará el círculo la magnífica obra de Picasso Las señoritas de Avignon (1907) que, favorecida sin duda por la perspicaz apertura de las vanguardias, fuerza las posturas populares de las Venus a una verticalidad imposible, a un arbitrio inusitado y a una reorganización que convierte la esencia del eros en una compleja superposición de planos; por momentos parece casi un ejercicio de ironía hacia el voyeur, quien es despreciado mientras procura una interpretación de la obra que le provoque placer. Ya ni siquiera puede ignorar el verdadero sentimiento de estas Venus, desdeñosas de su mutable comisión temporal; desde su postura, el espectador-degustador no puede más que caer exhausto frente al nuevo orden, condenado a reconocer que la situación se le ha escapado de las manos hasta el punto de haber traspapelado la comprensión de la misma. Su única posibilidad (y con ella la de cientos de artistas contemporáneos) será renovarse y adaptarse al nuevo sistema o sucumbir entre las fronteras de un discurso disconforme y añejo.
Con esto podríamos pensar que nuevamente la Venus, la mujer ardiente y empoderada que no renuncia a su auto-delectación, vuelve a gozar de una libertad y autonomía icónica en el mundo del arte, pero por desgracia la construcción historiográfica tradicional mantiene aún la ignominia de este aspecto, empleando el tabú y la censura para redundar en la creencia de que la representación femínea únicamente debe transmitir valores de docilidad y erotismo. Poco a poco y gracias al trabajo de especialistas como Gayatri Chakravorty Spivack, Mieke Bal, Laura Mulvey o Griselda Pollock, esta situación inconexa comienza a restituir el espacio expoliado, enfocándose hacia una actitud presentista, real y equitativa. Ya sólo es cuestión de un par de años que la musa quede en el olvido y la manumisión venusiana se convierta en un consensuado paradigma de empoderamiento femenino.
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