Para venir a lo que no eres,
has de ir por donde no eres.
San Juan de la Cruz (1542-1591)
El mismo año en que el cineasta Luis Buñuel se alzaba con la Palma de Oro del Festival de Cannes por su película Viridiana (1961), el también español José Val del Omar fue galardonado con la Mención Especial de la Comisión Técnica por el cortometraje Fuego en Castilla. El filme, que ya había sido proyectado en la I Semana de Cine Hispanofrancés de 1959 y en el Festival de Cine de San Sebastián, se hizo acreedor del premio en virtud de «la puesta en acción de efectos particulares de iluminación». Sin embargo, tras este prometedor triunfo y tal vez eclipsados por el éxito y el escándalo que acompañaron a la cinta de Buñuel, película y autor quedaron relegados al olvido.
UNA CINEGRAFÍA LIBRE
Inventor, fotógrafo, director, místico, poeta: el granadino José Val del Omar (1904-1982) constituye una de las personalidades más eclécticas y poliédricas de la historia del cine español. Según hizo constar por escrito:
«A los veinte años, sintiendo pavor ante la idea de la muerte, a mis espaldas oí gritar a alguien: ¡Alégrate si vas por el camino buscando a Dios! ¿Y qué era Dios? ¿El creador del Universo? ¿Mi asidero para no morir?»
Este acontecimiento, así como los interrogantes a los que dio origen, marcaron un antes y un después en la trayectoria del joven Val del Omar, que se retiró a La Alpujarra para meditar acerca de lo sucedido. Transcurrido un período de honda introspección, Val del Omar tomó la decisión de orientalizar su apellido -hasta ese momento «Valdelomar»- y asumió su compromiso irrevocable como cinemista. Su primera incursión en el cine, un largometraje titulado En un rincón de Andalucía (1925), había sido destruido por el propio autor, insatisfecho con su trabajo tras la cámara pero al mismo tiempo incapaz de claudicar en su empeño de hacer arte.
A comienzos de la década de 1930, Val del Omar se incorporó al proyecto de las Misiones Pedagógicas -auspiciado por el Gobierno de la Segunda República- en calidad de fotógrafo y documentalista. Como tal, rodó decenas de documentales de corte etnográfico -retrato de la España agraria-, hoy en su mayoría perdidos. Su labor en el marco de las Misiones Pedagógicas supuso una experiencia decisiva en el devenir de su accidentada carrera como artista audiovisual, pues le brindó la oportunidad de evaluar el potencial discursivo de la imagen cinematográfica sobre la población rural de entonces, víctima de un elevado índice de analfabetismo pero susceptible de una pedagogía kinestésica, es decir, de un aprendizaje fundado en el poder persuasivo de la imagen, localizado en el plano de lo sensorial.
Concluida la Guerra Civil y ante el desolador panorama de la posguerra, Val del Omar halló un precario acomodo como inventor al servicio de distintos organismos vinculados con la dictadura franquista, como Radio Nacional, el Servicio Audiovisual del Instituto de Cultura Hispánica o la Escuela Oficial de Cine. Sus investigaciones, circunscritas a los ámbitos del sonido y la imagen, tuvieron un eco indiscutible en su filmografía, pero carecieron del respaldo de las autoridades, con cuya burocracia se mantuvo en un constante enfrentamiento.
ALÉGRATE DE PODER SER DIOS
Técnica y poética son indisociables en la obra de Val del Omar, premisa para el desarrollo de un lenguaje nuevo, capaz de trascender los límites del mero espectáculo. Así pues, no era inusual que en su proceso creativo las ideas precedieran a los ingenios, concebidos con el objeto de dotarse de mecanismos para la expresión plástica de aquéllas. Fruto de estos esfuerzos, Val del Omar crearía su casa-laboratorio PLAT (Picto-Lumínica-Audio-Táctil) en 1976, un taller para la experimentación cinematográfica que Rafael R. Tranche compara con el estudiolo renacentista, pues también contaba con un espacio para la lectura y la escritura.
El pensamiento y la estética de Val del Omar hunden sus raíces en la mística española de San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, pero se alejan de la ortodoxia en su propósito de superar una visión excluyente de Dios. En lugar de ello, el granadino identifica a Dios con la Unidad, un aspecto en el que se percibe su deuda no ya sólo con el misticismo cristiano, sino con el sufismo y el taoísmo. Este Dios es la expresión absoluta del Amor, un punto hacia el que es preciso tender, con el que es perentorio fundirse, un estadio indispensable para que el individuo pueda reconocerse en el otro como una extensión de sí mismo y acceder así a una armonía profunda -inmaterial- con la realidad última, aquel vórtice fuera del tiempo en el que los contrarios se reconcilian para ser uno solo.
Su vía es la mecamística que, en palabras de Val del Omar, convierte al cine en «el gran instrumento revelador», la clave para aprehender «aquella mecánica invisible donde nos encontramos sumergidos». Se trata de un cine que aspira a conmocionar al espectador, presa de una alienación que le impide tomar conciencia de sí mismo, pero que no obstante conserva una intuición de trascendencia que lo predispone a lo inefable.
Estas perspectivas tuvieron su plasmación en su Tríptico Elemental de España, conformado por los cortometrajes Aguaespejo granadino (1953-1955), Fuego en Castilla (1958-1960) y Acariño galaico (De barro) (1961, 1981-1982). Estos tres elementales, según manifestó el propio Val del Omar, debían ser visionados en orden inverso a su momento de realización. Agua, fuego y barro cobijan tres culturas que se superponen -musulmana, católica y celta- y que atraviesan la geografía española de Oriente a Occidente, en abierta contradicción con la ficticia uniformidad histórica y de destino propugnada por el régimen franquista.
EL QUE AMA, ARDE
Fuego en Castilla se ubica en el corazón mismo de esta trilogía. Producida por Hermic Films y con un metraje de poco menos de 18 minutos, la película, tiene por epicentro el Museo Nacional de Escultura de Valladolid y la obra de los artistas Alonso Berruguete, Juan de Juni, Gregorio Fernández y Gil de Ronza. Su banda sonora, a cargo del bailaor Vicente Escudero, registra un claro predominio de la percusión de raigambre flamenca. Para la creación de la película, Val del Omar se inspiró en la prosa temprana de su ilustre paisano y amigo, el poeta Federico García Lorca, quien en su libro Impresiones y Paisajes (1918) clama contra el hieratismo de la estatuaria religiosa para sentenciar: «El Museo de Valladolid causa horror».
Cada primavera, con ocasión de la Semana Santa, algunas de estas tallas adquieren movimiento a hombros de los costaleros, responsables de su tránsito por las calles de la capital castellana. Val del Omar ilustra esta circunstancia con una serie de contrapicados de los pasos de la cofradía de Nuestra Señora de la Piedad, que se desplazan de un lado a otro del plano al compás de una marcha procesional. La solemnidad del ritual es un paréntesis en el común ajetreo de la vida urbana -remarcado por el uso de música electrónica sincopada-, máximo exponente de un progreso material evidenciado por el frenesí de los transportes y el brillo flamante de rótulos y escaparates con sus promesas de ocio y consumo. Esta breve secuencia, de escasos treinta segundos, ofrece el contrapunto irónico en una pieza que rezuma espiritualidad.
De forma paulatina, el imaginario religioso regresa al centro de la escena, pero esta vez con un cariz distinto. Val del Omar filma el fuego, los cielos, el agua y las arquitecturas de la Iglesia de San Pablo y del Museo Nacional de Escultura, que preludian el inminente acceso a sus entrañas. Allí aguardan las figuras de santos, vírgenes y mesías, sobre los que aplica una nueva luz estroboscópica. La Tactilvisión, una de las invenciones más icónicas de Val del Omar, confiere nuevos volúmenes a las esculturas a través de un «lenguaje pulsatorio elevador de la sensación palpitante de todo lo que vive y vibra».
Por efecto de la luz, el espectador se adentra en una nueva dimensión en la que lo visual se confunde con lo tangible. Los rostros de los santos ven acentuados sus rasgos que, a merced de los relámpagos, oscilan entre el terror y la agonía de existir. Sus cuerpos, animados por stop-motion, experimentan un sutil desplazamiento secundado por el empleo de lentes deformantes, que inciden en la vertiente espectral del cortometraje. Una voz masculina proclama:
«La muerte es sólo una palabra, que se queda atrás cuando se ama. El que ama, arde. Y el que arde, vuela a la velocidad de la luz. Porque amar es ser lo que se ama».
Con el color, llega el éxtasis, y con él, la purgación del alma, que anticipa la suprema aspiración del hombre y de su obra: el infinito.