Extranjero en tierra extraña: el caballero Pero Tafur y su peregrinación a Tierra Santa

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«Así habla el Señor: Esta es la ciudad de Jerusalén. Yo la había puesto

en medio de las naciones, con otros países a su alrededor.»

Ezequiel 5,5

En la Baja Edad Media, el espacio era concebido como un marco en el que se superponían tres realidades complementarias e indisociables: material, simbólica y espiritual. El universo, expresión última de la Creación, configuraba -a ojos de la cristiandad- un conjunto articulado de signos de procedencia divina dispuesto para su progresivo desciframiento por el ser humano. Esta percepción trascendente del cosmos se traduciría en una noción del hombre como sujeto en estado de errancia permanente, inmerso en un arduo peregrinaje hacia el conocimiento y la salvación de su propia alma.

La literatura de viajes medieval aglutina todos aquellos relatos -verídicos o ficticios- cuyos rasgos esenciales, identificados por Miguel Ángel Pérez Priego, consistirían en la subordinación a un itinerario geográfico determinado con arreglo a un orden diacrónico, el empleo de la primera persona en la narración y la recurrencia de mirabilia. Dichos relatos asumen una pluralidad de formas (memorias, cartas, guías, embajadas, informes, cuentos…), si bien esta heterogeneidad no es óbice para su agrupación dentro de un mismo género, acerca de cuyos parámetros no existe un consenso absoluto.

Su más célebre exponente es Il Milione (1298), conocido en castellano como El libro de las maravillas, que recoge las vivencias del mercader veneciano Marco Polo en sus viajes por Asia y gozó de una inmensa repercusión en el tránsito de la Edad Media al Renacimiento. Tales empresas recibieron un espaldarazo decisivo en los siglos XII y XIII a raíz de la expansión europea hacia Oriente, que tuvo por pretexto el dominio cruzado de Tierra Santa y amplió los horizontes del Occidente cristiano a una escala sin precedentes.

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Marco Polo en la corte de Kublai Khan (Le Devisement du monde, c. 1500) | Bibliothèque national de France (BnF) (París, Francia)

En el ámbito de la lengua castellana, esta trayectoria se inauguró con el Libro del conosçimiento (c. 1390), de autor desconocido, y la sobresaliente Embajada a Tamorlán (1406), atribuida a Ruy González de Clavijo, quien fuera uno de sus integrantes. Llegado el siglo XV, el género adopta una óptica cortesana, representativa de los usos observados por la aristocracia peninsular del momento. Se asiste con ello a una incipiente superación de la dicotomía entre el oficio de las armas y el de las letras, aun cuando estas aportaciones adolezcan, por norma general, de serias deficiencias en el plano estético.

Andanças e viajes (Tratado de las andanças e viajes por diversas partes del mundo) es un texto escrito a mediados del siglo XV por el caballero castellano Pero Tafur en el que éste narra sus periplos por Europa y Oriente Próximo entre los años 1436 y 1439. La obra nos es conocida gracias a una copia manuscrita (Ms. 1985, Biblioteca Universitaria de Salamanca) que data del siglo XVIII y presenta importantes lagunas y no pocos errores de transcripción. Este códice fue objeto de una primera edición en 1874 a cargo de Marcos Jiménez de la Espada, quien lo publicó bajo el título de Andanças é viajes de Pero Tafur por diversas partes del mundo avidos (1435-1439) dentro de la Colección de libros españoles raros ó curiosos. No obstante, el propio Jiménez de la Espada da cuenta del conocimiento de Andanças e viajes por autores del siglo XVI como Ambrosio de Morales o Gonzalo Argote de Molina, que aluden a él como Itinerario.

CABALLERO

Pero Tafur (c. 1410-c. 1480) fue un hidalgo natural de la ciudad de Sevilla, medida de cuantas urbes visitó a lo largo de su vida. Creció al servicio de Luis de Guzmán, Maestre de la Orden de Calatrava, y trabó amistad con Fernán Pérez de Guzmán, que a la postre se convertiría en comendador mayor de la misma y al que Tafur dedicó sus Andanças. Este Pérez de Guzmán pasaría la posteridad como el infame antagonista de Fuenteovejuna, el drama de Lope de Vega.

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Juan II de Castilla (Le Grand Armorial Équestre de la Toison d’or, c. 1430-1461) | Bibliothèque nationale de France (BnF) (París, Francia)

Tafur tomó parte activa en la contienda que enfrentó al rey Juan II de Castilla con el Reino de Granada: hacia 1430 se hallaba guerreando con los moros en la frontera de Jaén. Por aquellas fechas trasladó su residencia a Córdoba, donde aún vivía en la década de 1470. Contrajo matrimonio con Juana de Orozco, que le dio tres hijos, conocidos merced al testamento de la viuda. Todo apunta a que se trató de un enlace en segundas nupcias, pues se tiene noticia de la existencia de otros dos, una mujer y un varón, que se presume nacidos de un matrimonio anterior. En su vejez, Tafur alcanzó la dignidad de veinticuatro de la ciudad, magistratura que desempeñó hasta el 1480, año en que ya no figura en las actas capitulares cordobesas y en torno al cual se habría producido su muerte.

A juzgar por ciertas referencias contenidas en el texto -como la alusión al fallecimiento de Juan II-, Tafur hubo de componer su Andanças e viajes hacia el año 1454, es decir, transcurridos unos quince años desde el final de su aventura y quizá espoleado por la reciente caída de Constantinopla (1453) en manos de los otomanos, hito que señaló el ocaso definitivo del Imperio Romano de Oriente y causó una enorme conmoción en la Europa cristiana. Esta discrepancia entre el pasado del viaje y el presente de la redacción explicaría las reiteradas imprecisiones en materia geográfica y cronológica. Tampoco hay indicios de que Tafur albergara el propósito de escribir libro alguno con anterioridad a su partida, aunque parece verosímil que anotara cuanto estimaba digno de mención conforme se adentraba en nuevos territorios.

Las andanzas de Tafur -pertrechado de cartas de recomendación con el sello del rey a modo de salvoconducto- comenzaron en el puerto de Sanlúcar de Barrameda en el verano de 1436, cuando, en compañía de dos escuderos, se embarcó en una carraca con destino a Génova, por aquel entonces una de las grandes metrópolis comerciales del Mediterráneo. No regresaría a Castilla hasta la primavera de 1439. Así pues, cabe interrogarse por los motivos que indujeron a un aristócrata de la primera mitad del siglo XV a acometer tamaña odisea. Para ello, nada mejor que acudir a sus palabras. Como señala el mismo Tafur en el prólogo de su obra:

«El estado de cavallería ¡o muy virtuoso señor! ovo siempre comienzo, más cierto e más duradero que de otra cosa, de la virtud, porque el tal exercicio es más apropiado a los nobles, e la nobleza tiene a la mesma virtud por mayor e mejor fundamento.»

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Eugenio IV y prelados (Pinturicchio, 1507) | Libreria Piccolomini (Siena, Italia)

Y añade:

«…interviene es visitar tierras estrañas, porque de tal visitación razonablemente se pueden conseguir provechos cercanos a lo que proeza requiere, así engrandeciendo los fijosdalgo sus corazones donde sin ser primero conocidos los intervienen trabajos y priesas, como deseando mostrar por obras quién fueron sus antecesores, cuando solamente por propias façañas puede ser de ellos conocedora la gente estrangera. E no menos porque, si acaece fazer retorno después del trabajo de sus caminos a la provincia donde son naturales, puedan, por la diferencia de los governamientos e por las contrarias cualidades de una nación a otra, venir en conocimiento de lo más provechoso a la cosa pública e establecimiento de ella, en que principalmente se deven trabajar los que de nobleza no se querrán llamar enemigos.»

Como ponen de manifiesto estas líneas, el ideario caballeresco de Tafur, que impregna toda la obra, exige una práctica diligente de la virtud, que reivindica como enseña de la nobleza por excelencia. No conforme con el prestigio heredado por razón de su estirpe, un auténtico caballero ha de probar su valía y cosechar una fama y una gloria perdurables -tanto para su país como para sí mismo- que sirvan al interés público y permanezcan en la memoria colectiva. Por encima de todo, la identidad de Tafur se define por su adscripción a una clase social distinguida, encarnación de un conjunto de valores intrínsecos que trascienden lenguas y confines y atestigua el reconocimiento por sus pares allá donde va.

En su primer viaje, el intrépido caballero visitaría los enclaves de Pisa, Florencia, Bolonia -donde obtuvo licencia del papa Eugenio IV para peregrinar a Jerusalén-, Ferrara y Venecia, a la que llegó a principios de febrero de 1437. Allí fue informado de que la próxima travesía a Tierra Santa estaba prevista para el 9 de mayo, día de la Ascensión. Contrariado, Tafur siguió el consejo de sus amigos y se encaminó a Roma para pasar allí la Cuaresma.

Por fin, el día 9 de mayo, no sin antes escuchar misa y recibir la bendición de rigor, Tafur subió a bordo de una galera de peregrinos que zarpó de La Serenissima con rumbo a Tierra Santa. En su derrota, la nave recorrió el litoral de Dalmacia con escalas en Parenzo, Zaira, Ragusa, Valona y la isla de Corfú. A continuación, bordeó la península griega del Peloponeso hasta alcanzar Modona y Corone y continuó su periplo hacia las islas de Creta y Rodas, cuartel general de la Orden de San Juan. Desde Kastelórizo, el buque siguió la costa meridional de Anatolia para virar más tarde hacia el sur en dirección a Chipre y, tres días después de avistar Pafos, recalar en Jaffa, puerto de Jerusalén. Anclado el navío, los peregrinos fueron recibidos por dos monjes franciscanos que los pusieron bajo la custodia del adelantado del sultán en la provincia, quien a su vez los condujo hasta Jerusalén.

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Galera de peregrinos a Tierra Santa (Beschreibung der Reise von Konstanz nach Jerusalem, c. 1487) | Badische Landesbibliothek (BLB) (Karlsruhe, Alemania)

Tafur se hospedaría en el monasterio de Monte Sión, situado al sureste de Jerusalén y regentado por franciscanos, a quienes se había encomendado la supervisión de las peregrinaciones y que alojaban a los viajeros más prominentes; otros, menos afortunados, eran acogidos en el hospital de la cercana Ramá, administrado por la Orden de San Juan. No en vano, la ruta por los Santos Lugares arrancaba del Monte Sión -ya que allí era donde se localizaba el Cenáculo, la sala donde se habría celebrado la Última Cena- y se desarrollaba a lo largo de varias jornadas dentro y fuera de Jerusalén. Lo más probable es que Tafur se proveyera de alguna de las guías de peregrinación elaboradas al efecto por los frailes, las cuales contendrían datos de inestimable valor para el viajero y cronista. En síntesis, la orden proponía un recorrido por los principales escenarios de la vida de Cristo -con un especial énfasis en los de la Pasión-, que habían de inspirar un sincero ejercicio de introspección en el peregrino en la línea de la meditación metódica franciscana.

PEREGRINO

En el imaginario bajomedieval, la ciudad de Jerusalén constituía el corazón de una vasta geografía sagrada, núcleo de una intrincada red de espacios que guardaba una estrecha vinculación con el discurso cristiano, sus hechos y protagonistas. Estos ámbitos, en tanto irrupción extraordinaria de lo numinoso en la tierra, ofrecían un entorno a través del cual legitimar la doctrina de la Iglesia y envigorizar la fe de sus adeptos. Como indica Castro Hernández, los peregrinos «viajan a estos lugares con la finalidad de purificar su alma, obtener la sanación de alguna dolencia o malestar, realizar un viaje interno de penitencia, o bien buscar el origen cósmico que permita el ascenso espiritual hacia el reino de Dios». En esta coyuntura, el fiel transita por un pasado de hondas resonancias religiosas sobre el que se yuxtapone el presente de su experiencia individual.

De acuerdo con José A. Ochoa, la estancia de Tafur en Tierra Santa se prolongó durante diecisiete días, de los cuales habría consumido ocho en Jerusalén -donde sin embargo pernoctaría un total de diez noches- y empleado los nueve restantes en visitar emplazamientos tan significativos para la historia bíblica como Belén, Betania o Jericó. Por su parte, Pérez Priego, quien toma como punto de referencia la ciudad chipriota de Pafos -en lugar de Jaffa-, eleva esta cifra a veintitrés jornadas.

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Hallazgo de la Vera Cruz por Santa Helena (Les Très Belles Heures du Duc de Berry, c. 1410-1486) | Château de Chantilly (Chantilly, Francia)

La actividad de Tafur en Tierra Santa no se somete a un itinerario preestablecido, sino que comprende un factor de azar, tal y como evidencia su actitud ante las oportunidades y contratiempos surgidos a lo largo del camino. Su objetivo primordial es efectuar un registro pormenorizado de los lugares sagrados y ofrecer un testimonio vívido de sus hazañas y penalidades como peregrino abnegado, prescindiendo aquí del esquema retórico del laudibus urbium -extraído de los Excerpta rhetorica– que aplica al resto de la obra. Paradigma de esta conducta es su temeraria incursión -con el auxilio de un «moro renegado» de origen portugués- en la Cúpula de la Roca, una grave transgresión de la que se jacta, sabedor como era de que el acceso a la misma se hallaba vedado a los cristianos bajo pena de muerte -o inmediata conversión al islam- y que confunde con el Templo de Salomón; por no hablar de la disputa que enfrentó a su grupo -espada en mano- con el corrupto alcalde de Magdala y sus secuaces, lance que se saldó con la ejecución del oficial, decapitado por orden del adelantado.

Tafur se perfila como un católico devoto, cuasi modélico, pero su fe no está exenta de descreimiento. Bien es cierto que el caballero concede crédito a cuanto relatan las Escrituras, que no osa cuestionar. De hecho, es Tafur quien afirma que «Nuestro Señor fizo muchas maravillas» en Jerusalén; «resucitó a Lázaro» donde ahora se levanta «una notable iglesia»; «levó la cruz a cuestas» por la calle que llaman de la Amargura; y se apareció «como ortelano» a María Magdalena después de muerto. De igual manera, consigna «la bóveda de la cual, estando ayuntados todos los discípulos, les apareció Nuestro Señor en fuego»; refiere «el agujero de la peña donde fue puesta la cruz» de Jesús; ubica el lugar «donde es la sepultura de la Virgen María»; y asegura haber dormido en «una casa en un monte donde Nuestro Señor sanó muchos enfermos que le traían». Incluso se hace eco de toda una rica tradición que desborda las fronteras del texto bíblico, como cuando reseña el punto «donde Santa Elena falló la cruz de Jesucristo» o la casa-cueva en la que San Jerónimo «trasladó la Brivia» al latín. Con todo, esta postura ortodoxa convive con un saludable escepticismo que encuentra su máxima expresión en las observaciones realizadas con ocasión de su paso por la ciudad bávara de Núremberg en 1438:

«E fui allí con los cardenales a ver aquellas reliquias e mostráronnos muchas, entre las cuales nos mostraron una lança de fierro tan luenga como un codo e dezían que aquella era la que avía entrado en el costado de Nuestro Señor. E yo dixe cómo la avía visto en Constantinopla, e creo que, si los señores allí no estuvieran, que me viera en peligro con los alemanes por aquello que dixe.»

Allí donde el pensamiento de la Alta Edad Media había privilegiado el oído, los siglos XIV y XV trajeron consigo una revalorización del sentido de la vista. Tafur se apoya en la primera persona del singular -que funde en una sola las personalidades del narrador y del protagonista- para conferir veracidad a cuanto narra, aquello de lo que ha sido testigo presencial. Su deslizamiento esporádico hacia la primera persona del plural obedece a un interés en remarcar que forma parte de una comitiva de peregrinos más extensa, de ahí los «fuemos», «lleváronnos», «partimos», «reposamos» u «ordenamos», que no opacan su protagonismo. Por el contrario, cuando bebe del testimonio de terceros, elude el compromiso acudiendo al «dizen», al «yo no lo vi» o a fórmulas análogas, que operan en su descargo. Tafur no se toma la molestia de verificar o contrastar esas historias, pues se trata de tareas que competen al historiador, no al viajero.

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Iglesia del Santo Sepulcro (Peregrinatio in Terram Sanctam, 1486) | Christianeum (Hamburgo, Alemania)

El cuadro de las maravillas (mirabilia), una de las características inherentes a los libros de viajes en el medievo, abarca todos aquellos fenómenos prodigiosos -verdaderos o fantásticos- que sus autores transmiten en sus páginas. Estas singularidades constituían uno de los atractivos con los que cautivar a una audiencia ansiosa por descubrir los secretos que aguardaban en aquellos parajes exóticos y misteriosos tan fuera de su alcance. Por tanto, en nada sorprende que Tafur hable de unos saqueadores de tumbas que, ávidos de riquezas ilícitas, «diz que oyeron una boz, e los sacaron muertos de allí», o comente que su guía en el Mar Muerto «dixo una gran maravilla, que el río Jordán entra por el piélago e sale de la otra parte sin se mezclar con la otra agua, e dixe que en medio del piélago pueden bever agua dulce del río». Puede que él no lo haya visto, pero resulta lo bastante insólito como para ponerlo por escrito.

La naturaleza informativa del texto se funda en la descriptio, es decir, la descripción, que aspira a la objetividad y lo aproxima a la verdad, que no es otra que la realidad vivida por el peregrino. Esta pretensión de objetividad se refleja en una minuciosa atención al detalle, sobre todo en lo tocante a la toponimia y a la medición y cuantificación de distancias y desembolsos. Según el hidalgo, entre Jaffa y Ramá median unas «cinco leguas»; el Santo Sepulcro está a tan sólo «doze o quinze pasos» del Calvario; el de la Virgen tiene «quinze o veinte» escalones. Por lo que respecta a las finanzas, Tafur paga «dos ducados» por el alquiler de su montura, un asno que «los pelegrinos […] cavalgan todo el tiempo que están en la tierra de Jerusalén», del mismo modo que abona «ciertos gruesos» para visitar la tumba de la Virgen María y «dos ducados» adicionales como pago por los servicios de su cómplice en el Domo de la Roca, que sólo representan una fracción de sus gastos. Al fin y al cabo, por elevados que sean los anhelos del peregrino, las necesidades del espíritu coexisten con las del cuerpo -comidas, transportes, hospedajes…-, que aquél no puede ignorar.

Andanças e viajes es, en definitiva, un texto de relevancia insoslayable tanto para el estudioso de la literatura como para el historiador de la Edad Media y el Renacimiento. En este sentido, el valor documental de la obra aventaja con mucho al literario, al que se antepone el de la información recabada y la experiencia subjetiva. Por otro lado, su inserción en el género de viajes lo hace susceptible de un análisis intertextual -comparativo- con libros de la misma índole. Dentro de este fascinante entramado, el relato de la peregrinación de Tafur a Tierra Santa se erige en un testimonio muy revelador de las mentalidades aristocrática y religiosa en la Castilla del siglo XV y de su percepción del otro en la encrucijada geográfica, histórica y espiritual que era por entonces la Ciudad Santa de Jerusalén.

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