«En febrero, el aire se volvía húmedo y blando. Por el cielo vagaban nubes grises y cargadas. Hubo un año en el que durante el deshielo se rompieron los canalones. Entonces empezó a llover en casa y las habitaciones eran verdaderos pantanos. Pero ocurrió lo mismo en todo el pueblo: ni una sola casa quedó seca. Las mujeres vaciaban los cubos por las ventanas y sacaban el agua por la puerta a golpe de escoba. Había quien se iba a la cama con el paraguas abierto. Domenico Orecchia decía que era el castigo por algún pecado. Esto duró más de una semana; después desapareció finalmente de los tejados todo rastro de nieve, y Aristide arregló los canalones.
El final del invierno despertaba en nosotros una especie de inquietud. Quizá alguien vendría a visitarnos: quizá por fin ocurriría algo. Nuestro exilio tenía que acabar alguna vez. Los caminos que nos separaban del mundo parecían más cortos. El correo llegaba con más frecuencia. Todos nuestros sabañones se curaban lentamente.
Existe una cierta uniformidad monótona en los destinos de los hombres. Nuestras existencias se desarrollan según leyes antiguas e inmutables, según una cadencia propia, uniforme y antigua. Los sueños no se hacen nunca realidad, y en cuanto los vemos rotos, comprendemos de repente que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad. En cuanto vemos rotos nuestros sueños, nos consume la nostalgia por el tiempo en que bullían dentro de nosotros. Nuestra suerte transcurre en ese alternarse de esperanzas y nostalgias.»
Natalia Ginzburg, Las pequeñas virtudes, trad. Celia Felipetto, Acantilado, 2002.