«Y ese es el último juramento que jamás podré hacer -pensó-, en cuanto pise tierra inglesa. Y no podré partirle la cabeza a un hombre o decirle que miente con descaro, o desenvainar la espada y atravesarlo, o sentarme en el Parlamento, o usar corona, o figurar en una procesión, o firmar una sentencia de muerte, o mandar un ejército, o pavonearme por Whitehall sobre un corcel de guerra, o lucir en mi pecho sesenta y dos medallas distintas. Solo me será permitido, en cuanto haya pisado el suelo de Inglaterra, servir el té y preguntar a mis señores cómo les gusta. ¿Quiere azúcar?, ¿leche?» Y al forzar esas palabras, le horrorizó advertir la baja opinión que ya se había formado del sexo opuesto, al que había pertenecido con tanto orgullo. «Caerse de un mástil -pensó- por ver los tobillos de una mujer; disfrazarse de hidalgo y desfilar por la calle para que las mujeres lo admiren; negar instrucción a la mujer para que no se ría de uno; ser esclavo del menor atisbo de enagua, y, sin embargo, deambular como si uno fuera el rey de la Creación. ¡Cielos! -pensó-, ¡qué tontas nos hacen, qué tontas somos!»
«Orlando» (Lumen, 2018), Virginia Woolf