Instantes

Llueve y hace frío

Hoy es el primer día de lluvia y frío, de esos que decían que serían los únicos aquí en Irlanda. Hace tan malo que no me voy a acercar ni al Mother O’Reilly’s (la taberna más cercana), a ver qué suena, hoy es domingo y hacen jam sessions: cualquiera puede ponerse delante del micro, tocar y cantar, covers o canciones propias. Eso, en Dublín, puede convertirse en un verdadero festival de música improvisada: los irlandeses tienen una facilidad asombrosa para tocar instrumentos. Un mismo músico domina varios instrumentos y además les encanta contar historias. Suelen hacerlo a ritmo de folk.

Hoy, sin embargo, no hay concierto que me saque de casa. Me quedo con las francesas en la cocina que van a hacer manzanas asadas. Apenas tengo clases, pero tenemos mucho trabajo que hacer por nuestra cuenta. Cada semana hay una nueva lectura y paso mucho tiempo sola, leyendo o buscando libros; la atmósfera vibrante de Trinity College me causa cierto rechazo esta semana. Será la lluvia y el frío.

Patria

Existe en Irlanda una gran pasión nacionalista que se refleja en sus monumentos grisáceos, cargados de dolor y de muerte. Solo me gusta pasear acompañada desde Parnell hasta O’Connell -donde pueden encontrarse numerosos monumentos escultóricos que recuerdan la hambruna-, si estoy sola me pesan los siglos de humillación sobre Irlanda, el abuso de los británicos y el hambre de los niños.

Hoy me he acercado a Correos, pero he querido ir hasta la oficina de O’Connell: el edificio es precioso, blanco y firme, majestuoso. Antes de entrar recordé lo que había leído en una guía antes de venir: aquí se leyó la proclamación de independencia y se libraron los primeros y combates más duros con los ingleses. Aquí se alzaron los rebeldes irlandeses en abril de 1916, que en apenas cinco días se vieron obligados a rendirse. El interior está lleno de placas; mientras hacía cola me fijé en la estatua de Cúchulainn, debajo ponía que era un héroe de la mitología gaélica. Me pareció bonita y pensé en todas las estatuas marmóreas que podrían decorar edificios administrativos para entretener a los que esperan su turno. Envié mi paquete, salí de correos y crucé a la calle de enfrente. Me quedé mirando a Atenea alzada en el centro del edificio, con su casco y su lanza; en la mano izquierda sostenía, también, un arpa gaélica. Curiosa combinación de dones -pensé-.

La ciudad literaria

“Es posible que la Pascua irlandesa del 16 haya sido la revolución más literaria que ha visto el mundo, y una de las más románticas”. Eso dice Javier Reverte en su homenaje a “la isla esmeralda”: Canta Irlanda. De los siete signatarios de la Proclamación de la Independencia del Estado Soberano de Irlanda, tres -Pearse, McDonagh y Plunkett- eran poetas; Ceannt era investigador de música irlandesa antigua y tocaba la gaita, y Connolly era periodista y compositor.

La esencia, la personalidad de todo irlandés, es muy artística: son hijos de una ciudad escéptica y ambigua, entonan baladas populares en la que aún se oyen los ecos de la gran hambruna, cantan a Molly Malone, la vendedora de pescado que murió de fiebres altas: miles de turistas se hacen fotografías con su estatua, en una de las calles traseras de College Green. Dublín es una ciudad cambiante, modernista: los dublineses parecen sombras de Leopold Bloom, el protagonista del Ulysses; alimentan su mundo leyendo en el tranvía, conversando, cantando, riendo alto.

De vuelta a casa, esta vez caminando, veo en la esquina de mi calle a dos chicos esperando (quizá a un tercero) y me pregunto si sus vidas estarán tan condicionadas como las de Estragon y Vladimir en Esperando a Godot. Uno de ellos lleva sombrero, el otro mira el reloj. Los personajes de esta obra tenían ideas y opiniones, pero estaban aprisionados en el escenario aquella noche, elegida por Beckett, con la única compañía de un árbol seco. Me pregunto si vistos desde fuera, no seremos nosotros tan ridículos como estos dos personajes, intercambiándose gorros e intentando quitarse zapatos que no salen del pie, ¿serán nuestros intentos tan fallidos?

Al fin y al cabo, solo una pequeña fracción de la humanidad ha experimentado la ocupación de los alemanes (se cree que Beckett se inspiró en este acontecimiento histórico), y sólo una pequeña fracción de esta fracción ha esperado a algún Godot, luchando y resistiendo, pero todos en algún momento, en cualquier parte del mundo, hemos esperado y nos hemos preguntado por qué o para qué.

Dingle peninsula

Con la luz que deja la lluvia tras de sí, veintitrés de mayo, con esta vista que quita el aliento, o lo acelera… Un soplo del Atlántico, una ola rápida, espuma suave, los pies en la tierra mojada, porque aquí no hay arena suave y dorada, como en las playas del cantábrico. Estoy en Dingle peninsula.

Nos tumbamos en la colina mullida de orquídeas moradas, que solo crecen en esta zona rocosa de la costa. Su tacto es curioso: los pétalos densos y brillantes. Me quedé embobada mirando las montañas, de al menos dos niveles, abiertas, sin acorralar al mar cubierto de nubes grises, con los barquitos anclados. Paseamos por la playa, pisando conchas, y después llenamos el salón de la pequeña casa del acantilado con percusión improvisada. Cenamos más tarde en el pueblo de Dingle, ahora que es primavera anochece más tarde. Después de unos cuantos meses en Irlanda y muchos domingos en Howth (el pueblo pesquero más cercano a Dublín), me había acostumbrado por fin al sabor del Irish Chowder, aunque se me seguía haciendo raro que una sopa de pescado llevara crema.

Antes de pedalear de vuelta al cottage, pasamos por la bahía del pueblo, la vista de noche me dejó muda: las altas verdes montañas ya oscuras parecían collados de arena, tan onduladas como grandes dunas. Los barquitos descansaban y los pescadores ya se habían retirado porque tendrían que madrugar.

Empezó a llover y unos niños que corrían por el paseo marítimo nos dijeron algo, con tono burlón, no entendí su inglés cantarín, pero me hicieron gracia, así que les pregunté con mi mejor acento irlandés:

–Isn’t it late for you to be playing out?

­

Desaparecieron como un rayo. Aquello era la buena vida –pensé mientras miraba a mis amigos parados también con sus bicis–, dejar atrás todo lo que nos limita día a día, despojarnos de la opresión, olvidar el niño que éramos cuando le decían cómo ser y quedarnos solo con la raíz, desde la que se puede crecer.

Un soplo del Atlántico, una ola rápida, espuma suave, los pies en la tierra mojada. ¿Lo llevas?, ¿lo dejas?

Farewell

Hoy camino más despacio que el resto de los dublineses. Me estoy despidiendo de cada esquina. Hace nada caminaba despacio porque aún no me adaptaba al ritmo urbanita de desayuno volado y atasco en las aceras. Aquel último paseo por Dawson hasta Harcourt me hizo recordar todo lo vivido en aquellas calles y tanta pena me daba la despedida que me pregunté si la ciudad no sentiría, también, un poco de congoja por los que nos vamos.

Dublín, Dublín, ¿cómo retratarte? Voy a echar de menos a tus lectores ávidos, el teatro de tus rincones, las ardillas de Dartry Road, tu percusión y tus tejados reposados. Extrañaré el acento del norte, con las haches sonoras, las ganas de compartir historias, más o menos divertidas, con el resto de la mesa.

Dublín, como un pedazo de canción recién compuesta, una muffin esponjosa, un festival continuo, la música folk en Mother O’Reilly’s, Christchurch en la lluvia, el arte que contagia, tus flores por el suelo.

Un texto de Ángela Arambarri Ateca

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