Islamofobia, el Islam preso de sí mismo

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La magnitud pública que ha tomado la islamofobia en la última década ha sido de tal calibre que, en numerosas ocasiones, ha soterrado discursos y experiencias que también han tomado forma en el corazón de los contextos musulmanes. Este artículo es un relato de como la construcción de la identidad marroquí en suelo español dio paso a la musulmana. No olvidemos que un relato tiene poder, pero lo tiene porque juega al viejo juego de la fantasía. 

LA IDENTIDAD COMO FANTASÍA

Entre la década de los ochenta y los noventa España se convirtió en escenario de recepción de migrantes. Búscalo, léelo en cualquier libro de Historia. Piensa. Pienso que no hace mucho tiempo habría aceptado este relato como válido. Hoy creo que está tan deformado que, olvida el hecho de que la presencia marroquí nunca ha sido nueva en estas tierras. Yo diría que esta forma de narrar corta de forma tácita el vínculo hispano-marroquí y lo hace de una forma tan metódica que permite ignorar algo tan reciente como imborrable: los hombres que llegaron aquí en esas décadas ya tuvieron a sus padres aquí cincuenta años antes. Marruecos siempre ha sido una tierra desde la que mirar hacia España, y España una tierra que se siente interpelada por el tiempo marroquí. Claro que en esta diálogo, lo marroquí y lo español, se pierden en la Historia.

Durante la postguerra y hasta bien entrados los años sesenta, las dificultades que atravesó España no fueron favorables para que los marroquíes que se movían desde su país hasta el continente europeo escogieran este territorio como un lugar de asentamiento. Mi padre, que llegó en 1986 a Cataluña, nos cuenta una y otra vez cómo estuvo tentado de ir primero a Libia. Alguien le había contado que en un tal Gadafi recibía a los hermanos africanos que quisieran trabajar en su país con casa gratuita. Descartó este destino por un motivo que solo él conoce. Además, su hermano mayor se había instalado en una región de España con muchas posibilidades, “ven -le decía-, solo tienes que trabajar”. No obstante, cuando mi padre puso un pie en la espesa capa de niebla de la comarca de Osona, quiso seguir el camino de alguno de sus amigos e irse a Francia. Nunca lo hizo y decidió que allí traería tarde o temprano a su mujer, en aquél entonces embarazada de mí, su segunda hija. España atrapó burocráticamente a mi padre durante tres años. A su vuelta a Marruecos durante su primera visita, a mí me encontró con restos de comida en los morros frente a su casa de piedra y barro. Me reconoció por mis rizos rebeldes.

En el imaginario de mi padre, compartido por muchos rifeños, España se dibujaba como un país en el que la cantidad de amor vertido equivalía a otra cantidad de odio. Un equilibrio complejo para un hombre que pretendía vivir aquí con su familia. De España, además, guardaba en lo más hondo la pólvora que su padre se trajo en algún lugar de sus carnes. Pólvora y dolor. España era difícil de querer, pero Cataluña al fin y al cabo parecía compartir un similar rencor hacia los castellanos. Mi padre vivió durante su primer año de extranjero en un caseto junto a su hermano y un par de amigos más, en esa zona fría y húmeda del centro de Cataluña, donde tenían que descongelar cada mañana la tubería que les subministraba agua.

El tiempo es incapaz de expresarse en generaciones. Por eso, mi padre, su padre y yo somos lo mismo. En mi padre habitaba el marroquí que volvió de la Guerra Civil. En mi abuelo, la lejana certidumbre de una reconquista mora. En mí, cada promesa de un mundo mejor.  Por eso, los marroquíes nunca nos hemos ido del todo. Nuestra identidad es una permanencia en la historia, una fantasía que rehúye los límites categóricos.

Durante muchos años, España habló de marroquíes, de magrebíes. España, en los medios, en las escuelas, en las calles, en las instituciones, circulaba con identidades nacionales que habían tomado forma en la compleja relación hispano-marroquí. Pero ha desechado la idea de lo efímera que es esa fortaleza engarzada en tendencias nacionalistas. Yo creo que estos hombres que cimentaron un hogar en España durante las últimas décadas del siglo pasado todavía no se reconocían de forma clara como marroquíes. Recuerdo tener esta conversación con mi abuela, que se reía cada vez que le decía que ella era marroquí. Mi padre entendió que cuando le preguntaban de dónde era, no se referían a Nador o a una descripción de su pueblo, por muy emotiva o poética que pudiera ser su intervención. No. La gente que le interpelaba quería una nacionalidad definida. No creo que mi padre descubriera que era marroquí en España ni mucho menos, pero sí que fue interiorizando una marroquinidad que ni su madre era capaz de pronunciar, ni él capaz de vertebrar sin dudar.

SOMOS MUSULMANES

Recuerdo el 11-S y el 11-M y, más tarde, todas las fechas que se graban en la memoria como un puñal dentado. Creo que el que más daño me hizo fue el 13-N. Estaba en algún lugar del sur de Chile, en una fiesta con un grupo de franceses. La mitad tenía familia en París. La conmoción nos rompió tanto que me sumí en un duelo compartido, en apnea silenciosa, como si flotara en un líquido etéreo. Todavía recuerdo las lágrimas de un chico con el que estuve riéndome minutos antes porque bailaba fuera de compás. Su sufrimiento, es el mío.

Todo esto ocurrió en 2015, pero mucho antes, un septiembre de hacía catorce años y de forma cuasi unánime, todos los que un día en España habíamos sido marroquíes o magrebíes, empezamos a ser sospechosos de ser musulmanes. Europa necesitaba definir un perfil al que definir de forma más fehaciente, más tácita; necesitaba un consenso con el que identificar a un enemigo siempre latente, aunque llevara años contenido extramuros. El caso español, que es el que mejor conozco, inició un proceso de islamización de la población marroquí, en la medida que movilizó esta categoría como forma de identificar a esta población y que en muchas ocasiones ya era española (a través de las nacionalizaciones). Pero tampoco caigamos en la ingenuidad de pensar que desde fuera se impuso esta forma de nominar a los marroquíes, fue más bien un camino trazado a la par que el Islam iba entrando de forma cada vez más fuerte dentro de los hogares marroquíes, en la medida que los mismos marroquíes pedían todo aquello que les podía permitir tejer su abrigo de fe.

Allá por 1995 mi madre compraba pollo de cualquier carnicería y al llegar a casa, lo bendecía bajo el susurro de un fragmento de la Fatiha (la primera sura del Corán) y de esta forma, el pollo haram devenía halal. La apertura de la primera carnicería halal cambió nuestra forma de comer y mi madre ya no tenía que cargar con una bolsa de plástico llena de carne con la que no se sentía en paz, además de muy alejada del Paraíso. El sello halal circuló años más tarde de la mano de la Comisión Islámica. Hasta entonces nos conformamos con la confianza incuestionable del carnicero que venía a ser un líder legítimo a ojos de la incipiente y dispar comunidad. Ya se sabe, manejar la sangre y los cuchillos es tener la vida entre las manos.

Esta escena es un forma de entender cómo fue tomando forma la trama, cómo y por qué hoy lo más importante es si somos musulmanes y lo menos, de dónde venimos o cuál es nuestro origen. De hecho, transcurridos unos años de esa primera carnicería, la primera asociación religiosa que alquiló un espacio como oratorio (muchas veces llamado mezquita sin más), no tardó en hacer acto de aparición. Mi padre tardó casi diez años en dejarse caer por ahí de forma habitual. Mi madre, nunca la ha pisado, ya que sigue sin contar con un espacio para mujeres tal y como exige la segregación de sexos en la versión más tradicional sobre este principio.

En todo caso, el impulso para abrir esa primera mezquita vino promovido entre otras personas por un hermano de mi padre que se definía a sí mismo como devoto y partidario de los Hermanos Musulmanes. Siempre hay un tío especial en la familia. Mi padre miraba todo eso con distancia, e incluso a veces le tomaba el pelo a su hermano que parecía un barbudo iluminado. La necesidad de un espacio de oración abrió la veda a la necesidad de un imam que dirigiera las oraciones, de una escuela coránica para niños, de libros para los procesos de aprendizaje de árabe clásico y una larga lista de peticiones que transitaron por los derroteros civiles e institucionales y que en la mayoría de casos conllevaron un juego de concesiones y de tensiones, pero ya no solo con el resto de la sociedad española, también con aquellos hijos que nacían en el seno de estas familias musulmanas pero que no lograban encajar dentro de ellas. Un problema en mayúsculas, porque fuera de ellas tampoco era fácil llamarse con un nombre impronunciable.

La olla a presión estalla ese fatídico día de marzo en Madrid, un día brutal en el que estaba al final de mi licenciatura. Todo por los aires. Quien era musulmán ahora lo sería más que nunca, ya fuera para desmentir el Islam como sinónimo de violencia y terror, ya fuera desde ese sentir social que se impregnaba en la escalada de miedo consensuado hacia lo que pareciera o fuera musulmán. Creo que la islamofobia empezó a construirse en un momento en el que muchos marroquíes empezaron a tomar o se veían abocados a tomar lazos con el Islam de forma más activa y pública. Y ese momento atroz, aceleró estos procesos de la peor manera: ser musulmán se convirtió en un blindaje, en un mensaje antirracista y antixenófobo. Yo misma sentía hervir mi sangre ante los mensajes que leía, que escuchaba, que trataban de argumentar conmigo sobre la brutalidad de los musulmanes y su connatural sentido de la barbarie. Me defendía con Edward Said, pero la realidad era plomiza como ella sola, y Said al fin y al cabo era teórico literario. Mi padre por aquel entonces ya llevaba un par de años transitando la mezquita cada viernes a la misma hora.

ISLAMOFOBIA, EL ISLAM PRESO DE SÍ MISMO

Creo que a veces es impensable el Islam en España y en Europa sin la oposición de una categoría a la que necesita como el rey a su corona, la islamofobia. La islamofobia debe mantenerse viva, para que el Islam siga visible. Más allá de cuándo o como circuló por primera vez este concepto, creo que lo más relevante es que se ha convertido en un indispensable para hablar de Islam, especialmente cuando en lo que toca a su despliegue en la esfera pública. Pero la islamofobia no es únicamente una construcción institucional y, si ha devenido como tal, lo ha hecho en la medida que las personas que se han sentido interpeladas a ello la han exigido como protección indispensable y legítima.

Hablar de islamofobia supone hablar de miedo, de rechazo, de aborrecer, de atacar, agredir y dañar porque algo o alguien se presenta ante nosotros como islámico. Presuponía que la xenofobia ya abarcaba estos supuestos. Pero la necesidad de especificar una terminología concreta no es trivial, es decir, que hablar del concepto islamofobia nos obliga a hablar de Islam en clave defensiva y esto borra los matices de este discurso, elimina la posibilidad de dialogar, impide acercarse a una lectura que visibilice las problemáticas internas del Islam. Islamofobia sitúa a los musulmanes en un lugar de trinchera peligroso y desde el que es difícil salir indemne. Al Islam hay que cuestionarlo, hay que ubicarlo en el lugar histórico de los procesos humanos, pero contenerlo detrás del miedo debilita la oportunidad misma de confrontarlo. El profesor egipcio Nasr Hamid Abu Zeid (1943-2010), advirtió sobre la necesidad de llevar a cabo una crítica desde el interior de la esfera del Islam y trató de hacer una lectura histórica del Corán. Después de varias afrentas judiciales por parte de un sector radical, tuvo que dejar su país e instalarse en Holanda. Él mismo nunca quiso presentarse como un “huido del Islam” que bien sabía le valdría la admiración de muchos colegas europeos. Pero antes de Abu Zeid, mucho antes, encontramos propuestas en firme de separar Estado de Religión, Razón de Fe, Filosofía de Teología desde el corazón del Islam. Y creo que nadie sería capaz de tildar a estas personas ni a sus discursos de islamófobos.

Y no soy islamófoba porque no me da miedo el Islam. Tautología sí, pero la recito para que se entienda en sus totalidad. Pero, si ser islamófoba significa hacer un análisis contextualizado del Islam, una lectura crítica de sus discursos y cómo éstos se articulan y toman forma en las acciones individuales y colectivas; si islamófoba supone cuestionar el fundamentalismo inherente a la rigidez de algunos líderes religiosos, si además conlleva escuchar y atender a las tensiones que se ciernen sobre quienes buscan caminos de libertad, entonces solo me queda acudir a esta fiesta de la que no soy partícipe. Quizás al final no esté mal bailar fuera de compás.

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