Islandia, la promesa

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Él era dentista. Ella bailarina. Él era francés. Ella española. Él era un niño que no quería crecer. Ella una mujer que no sabía cómo vivir.

Y se enamoraron. Se acariciaron, se celebraron, y cuando las murallas que habían construido para proteger su improbable historia de la realidad comenzaron a resquebrajarse, viajaron a Islandia para romperse el corazón.

Islandia es una promesa. Una isla con menos de 400.000 habitantes, donde más de un tercio vive en la capital, Reikiavik. Despoblados parajes y naturaleza sin fin donde puedes perderte una semana, un mes o una vida. Ellos optaron por la primera opción, aunque hubieran deseado la última. Con una furgoneta alquilada, donde cada mañana despertaban en un silencioso abrazo, recorrieron el llamado «Círculo Dorado», que les llevó a algunos de los rincones más bonitos de la Tierra.

La historia islandesa es una historia de vikingos, gente fuerte, rubia y de claros ojos azules. Aunque quizá no fuesen los primeros pobladores, llegaron a la isla en el año 860 d.C. encabezados por Naddoddr, permaneciendo en la isla tan sólo durante el invierno. Apenas una década después, el noruego Ingolfu Arnarson creó el primer asentamiento, al que siguieron otros establecimientos nórdicos durante los siguientes siglos, tal y como narra el manuscrito islandés Landnamabok. Cristianizada la isla a partir del año 1000, y viviendo de la pesca y la agricultura, Islandia perteneció al reino de Noruega y, posteriormente al de Dinamarca, con una trayectoria histórica relativamente pacífica hasta su independencia en el s.XX.

Sienten el frío viento en sus caras mientras caminan de la mano en el parque nacional Thingnellic. Allí visitan la falla que separa las placas tectónicas norteamericana y euroasiática, con una brecha que se hace más grande con cada año que pasa. Se abrazan estando en dos continentes a la vez, se besan en un momento presente alimentado por un amor del pasado que ya no será en el futuro.

Visitan las imponentes cascadas de Urridaffos, de cristalinas aguas, y Gullfoss, con una caída de doble altura de más de treinta metros de profundidad. Allí tienen la suerte de contemplar un doble arcoíris, muy común en la isla; es a sus pies donde se dicen «te quiero» por última vez. La despedida ha comenzado.

Sus últimas carcajadas compartidas se suceden cuando el «geysir» más alto de la isla explota y alcanza los casi veinte metros, pillándolos completamente desprevenidos. Estas fuentes geotermales intermitentes tienen eclosiones donde el agua caliente surge con fuerza de la tierra como un surtidor. Hasta hace unos años uno de ellos alcanzaba los ciento veintidós metros de altura, pero se bloqueó por las piedras que los turistas lanzaban.

Descendiendo el sendero que lleva al cráter Kerio y a su verdoso lago interior, intentan convencerse una última vez de que, quizá, hay una manera de poder funcionar en la vida real. Pero no importa que argumentos utilicen, la conclusión es siempre la misma: su relación como pareja podía ser un medio, pero no el fin.

En las fuentes termales de Rajkjadalur y Blue Lagoon se acarician por última vez. La piel tiene un diccionario propio y no entiende de probabilidades o imposibles. Es cruel y desoye a la cabeza; da igual que racionalmente estés despidiéndote, la piel siente como si fuese la primera vez. Ellos se sienten como esa primera vez.

Y es al final del viaje, tras caminar durante horas para observar el volcán en erupción, donde se dicen adiós. La negra piedra volcánica cubre la tierra como un manto de nieve negra, a lo lejos el volcán escupe rojo fuego sin cesar. Se besan, se dan las gracias, y se perdonan por lo que están a punto de hacer: romperse el corazón. Ella nunca será su prioridad. Él no puede volar con ella.

Islandia es como su relación, el plan perfecto que no acabas de ejecutar por temor. Es un lugar tan solitario y melancólico que te hace sentir paz, allí anhelas reencontrarte contigo mismo y apagar el ruido que ensordece tu rutina. Sin embargo, sabes que no puedes dejarlo todo; que tan sólo hay tres meses de relativamente buen tiempo; que a largo plazo puede que esa idea romántica se convierta en una pesadilla… Y es así como esa pasión inicial esperanzadora muere por abandono. Siempre escucharás a la gente decir que Islandia es uno de los lugares más hermosos que jamás hayan visitado, si no el que más; dudo que logres encontrar una sola persona que decidiese dejarlo todo y mudarse allí.

Él abandonó la isla resignado. Hacía muchos años que había forjado un camino que no permitía atajos ni rutas alternativas. Y ese deber a sus hijos era su prioridad, aun cuando significase renunciar a la posibilidad de experimentar el mundo desde una piel amada. Renunciar a esa preciosa posibilidad… Y así se alejó, con el alma pesada, para continuar siendo un niño al que sólo se le permite soñar con un mañana diferente.

Ella abandonó la isla furiosa. La faltaba el aire y creía estar al borde del colapso. Poco sabía ella que lo peor estaba aún por llegar. Pasarían semanas hasta que la ira diese paso a la pena. Una pena tan fría y vacía que lo impregnó todo. No hay otra manera de aprender que, a veces, el amor no es suficiente. Y así continuó, con el corazón fatigado, preguntándose cómo retomar las riendas de una vida a la que desearía no tener que regresar.

Y pasaron los años. La memoria del rostro del otro se volvió borrosa, el olor de sus noches cayó en el olvido. Pero cuando escuchaban alguna mención a Islandia, un torrente de recuerdos les inundaba; y, de repente, sus rostros parecían menos arrugados; su sonrisa se iluminaba tímidamente; un fulgor aparecía en sus ojos. Porque en sus corazones, esos corazones tan vejados y llenos de surcos, Islandia será siempre su tierra prometida. Será el roce que les hacía estremecer de la emoción. El lecho donde hablaron la verdad de sus almas. El abrazo donde, por última vez en sus vidas, se sintieron a salvo.

Licenciada en Historia por la Universidad de Cantabria. Viajera incansable, colabora en Revista Amberes con artículos en los que da su particular visión de las ciudades que visita.

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