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Kintsugi, la estética de la imperfección

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Allá por el siglo XV, en plena era Muromachi, el sogún Ashikaga Yoshimasa (1436-1490) presenció con horror la fractura en pedazos de su taza de té predilecta. Desconsolado, el augusto señor de la guerra ordenó la recogida de los fragmentos y su envío a la vecina China con la esperanza de que el buen hacer de sus afamados artesanos bastara para enmendar el desastre. Pero a su regreso, el sogún quedó consternado: sus trozos habían sido remachados con unas grapas metálicas de tosca apariencia. Así pues, no le quedó otra alternativa que depositar su confianza en la pericia de artesanos autóctonos, los mismos a quienes previamente había menospreciado y de cuya mano nacería el arte de reparación cerámica conocido como kintsugi.

Realidad o leyenda, lo cierto es que los testimonios materiales más tempranos del uso del kintsugi proceden ya de finales del siglo XVI, y no sería sino a comienzos del siglo XVII cuando este arte habría alcanzado un cierto grado de sofisticación, a juzgar por las piezas conservadas. Por otro lado, el empleo de la savia adhesiva conocida como urushi data del período Jōmon (c. 14500-300 a.n.e.), en que la cerámica experimentó su primer espaldarazo en el archipiélago japonés, mientras que su realce con metales preciosos tuvo su desarrollo inicial en la Edad Media, aunque no se popularizaría hasta la época Edo (1603-1868).

Por aquel entonces, Japón se encontraba inmerso en las doctrinas del budismo zen, asentado en los parámetros de lo trascendente, lo real y lo efímero y promotor de valores estéticos como el wabi-sabi, un doble concepto que alude a la pobreza, la transitoriedad, el desapego y la soledad como principios rectores de la expresión. De algún modo, el wabi-sabi encapsula una noción de melancólica serenidad, de belleza en la imperfección y lo evanescente. Cualquier objeto del universo puede ser partícipe de esta belleza, pues como proclama el sintoísmo, religión ancestral del país, todo ente posee un espíritu propio, desde la más insignificante de las piedras hasta el más poderoso de los dioses (kami).

El término kintsugi -también conocido como kintsukoroi– se compone de los vocablos kin, «oro», y tsugi, «ensamblaje» o «transmisión», entendida ésta como legado. En lugar de ocultar sus fallas, el kintsugi aspira a resaltar las cicatrices presentes en la cerámica, que adquiere así una segunda vida, una historia. No existe un instrumental prefijado para la ejecución de esta tarea: su hallazgo corresponde al artesano.

El primer paso consiste en reunir y hacer inventario de los fragmentos dispersos de la pieza a remendar; su elección no es aleatoria, pues obedece a un vínculo íntimo entre sujeto y objeto enmarcado en el ámbito de la emotividad. A continuación, se procede al pulido de sus bordes, antaño realizado con espinas de pescado. Sobre una base de barro, agua y tierra arada se añade la savia urushi -de inestimable valor dada su relativa escasez- para la fabricación de una pasta adhesiva con la que unir los pedazos. Dicha pasta se aplica sobre los bordes con unos pinceles de excepcional finura. Transcurridas tres semanas de secado, las grietas son bañadas en oro, con lo que no se persigue la ostentación, sino la iluminación del objeto desde un nuevo enfoque que pone el énfasis en la percepción sensorial y los afectos.

En cierto sentido, el kintsugi puede ser interpretado como una metáfora de la propia existencia, llena de imperfecciones que, desde la humildad y la compasión -por uno mismo y por los demás-, pueden ser reparadas, así como una revalorización de los objetos dañados, a los que tan a la ligera se renuncia cuando tienen fácil reemplazo.

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