«Me entregaré a la ciudad incoherente y fatal, que devoró mis esperanzas, mi vida, mis estúpidas ilusiones y que negará también el consuelo inútil de una sepultura para mi pobre cadáver, destinadas a las cuchillas impías del anfiteatro o a la voracidad de los perros en un recodo incógnito del Paseo Bolívar. Y de vez en cuando, como si invocara un nombre religioso, como si tornara al fervor de mis mejores tiempos, la llamaré a ella suavemente, mientras padezca hambre y frío, como si tuviese su cabecita reclinada sobre el pecho:
– ¡Juana! ¡Juanita! ¡Hija mía!»
«(…) la ciudad (…) que devoró mis esperanzas»: en esta frase está condensada la esencia de La casa de vecindad (ELibros Editorial, 2013). A saber: cómo se ve frustrado el optimismo que acompaña los procesos de urbanización, a la ciudad como símbolo del progreso y prosperidad, como, en definitiva, un campo abierto sembrado de infinitud de posibilidades de desarrollo personal y material termina por convertirse en “incoherente y fatal”, donde el individuo, arrojado al anonimato y la soledad, es engullido por fuerzas que es incapaz de controlar o aun barruntar.
Publicada en 1930, La casa de vecindad, del bogotano José Antonio Osorio Lizarazo (1900-1964), se nos presenta en su parquedad como una obra descarnada y sobrecogedora a partes iguales. Desarrollada desde el estilo literario más personal, se trata del diario de un tipógrafo que lucha con denuedo contra su progresivo empobrecimiento. Su avanzada edad, «cincuenta años bien cumplidos», unida a la obsolescencia de su profesión, torna en imposible su empeño en encontrar un trabajo que le permita al menos vivir con la mínima dignidad que se presupone a su estatus social. A través de su pluma nos llega la noticia de una ciudad, Bogotá, que encierra miseria y exclusión social a la vez que se erige en el modelo de ciudad floreciente y próspera de los años veinte: lo que conocemos mediante las impresiones de tipógrafo, cuyo nombre nunca se menciona, es, por decirlo de un modo gráfico, la cara B de la proclamada «Atenas de América del Sur». Esta ciudad dual es el marco en el que seguimos con sobrecogimiento el progresivo deterioro físico y mental de un hombre que trata de ser bueno o correcto en un entorno caracterizado por la hostilidad y un grado sumo de barbarie. Respecto a esto es ilustrativo el contraste que se da entre su modo de conducirse y, por ejemplo, la propietaria de la casa en la que se hospeda, Georgina, una mujer vocinglera, codiciosa y vulgar que abusa en toda ocasión de su posición preponderante en ese microcosmo que es la casa de vecindad.
La obra de Lizarazo, uno de los cronistas colombianos más sobresaliente de la primera mitad del pasado siglo, constituye en sí un panorama de la pobreza. Reflota de manera desnuda y con una naturalidad sin concesiones la Bogotá que habita la plebe, los miserables y el lumpen desclasado que, privado de oportunidades, sobrevive como puede. Es éste un ambiente en el que, lejos del civilismo que se presupone a la vida urbana, se reproducen prácticas y costumbres traídas desde los campos y la periferia. Es éste un ambiente óptimo para que germine la conflictividad, la prostitución, la explotación y la más absoluta desesperación, así como formas de relaciones sociales típicas de los espacios marginales.
Arranca la historia con la llegada del protagonista a Bogotá; busca de un nuevo empleo con el que paliar la carestía que lo acucia. Aún hay optimismo. Su sorpresa ante los cambios producidos por el crecimiento progresivo de la capital no se hace esperar: «¡Pero qué precios! La más modesta habitación vale un dineral. ¡Es imposible vivir!». En efecto, con la afluencia de población y la consiguiente demanda de viviendas, los precios se encarecen muy por encima de lo que cabría esperar de una modesta pieza de «(…) seis pasos de longitud y cinco de anchura. Apenas el sitio para colocar los muebles y para moverme un poco. Además no tiene ventana». Instalado ya, procede de inmediato a hacernos una descripción detallada de la vivienda (antigua mansión de dueños apoderados que se trasladan a áreas alejadas del centro, reconvertida en pensión), y los numerosos inquilinos. Poco halagüeño es el paisaje que se describe: comadres verduleras, jóvenes borrachos y de dudosa ocupación, situaciones de malos tratos, niños mal atendidos, trifulcas, inquinas, envidias y… Juanita.
Juanita es el pequeño remanso en el que descansa la cada vez más atormentada conciencia de nuestro protagonista (si bien es cierto que se siente atraído desde el primer instante, intrigado por el “misterio” de la muchacha). Se trata de «la vecinita» que ocupa la pieza contigua a la del tipógrafo; madre soltera del niño Pedrito y carcomida por la pobreza, su belleza y juventud son sus principales desgracias. Los modales correctos acompañados de un comportamiento mesurado muestran que ha recibido algún tipo de educación, lo cual contrasta enormemente con el talante general del resto de miembros de la colonia. En líneas generales se halla en situación de desamparo, está sola en el mundo y con un niño al que alimentar; conseguir un trabajo pasa de ser complicado a imposible, máxime cuando, por su condición de mujer joven y atractiva, además de soltera y pobre, tiende a ser el objeto de deseo de patrones aprovechados: «Como ven a una pobre, todo el mundo se imagina que el cuerpo es de cualquiera», le confiesa a nuestro protagonista en una de la conversaciones que mantienen. También refiere algunas expresiones ilustrativas, tales como «usted tan bonita, ¿buscando trabajo?». No obstante sus reticencias, la necesidad extrema la llevará a aceptar los favores de Francisco, hijo de la casera Georgina, un tipo despreciable. «Ahora no quiero cariños, ni afectos ni nada. Lo que quiero es comer», llega a decir.
La cuestión el lugar del género femenino en la novela merece algún apunte. A riesgo de ser injustos con Osorio Lizarazo, se puede inferir desde los retratos femeninos con los que nos encontramos una misoginia considerable. Apenas se puede decir algo positivo de las mujeres que habitan la casa, ni siquiera de Juanita, cuya imagen está tamizada por la idealización que el tipógrafo hace de su figura. Así, Georgina, además de su comportamiento mezquino, tiene un pasado oscuro; una joven, contrapunto de Juanita, se prostituye con el patrocinio de su madre y aspira a regentar una casa-prostíbulo; otra tiene el marido en presidio y, mientras tanto, recibe a su amante en la pieza que ocupa.
Será al poco tiempo de una de esas conversaciones cuando el tipógrafo tomará la determinación de ayudar a la muchacha. El curso de sus pensamientos pasan por la inhibición de cualquier tipo de pulsión erótica hasta el punto en que decide tomarla «como la hija que nunca tuvo», o que podría haber tenido con Carmen, su esposa. Curiosamente, llegando al final del libro nos enteramos, el protagonista y el lector, de que Juana es la huérfana precisamente de Carmen y el hombre por el que ésta abandonó al tipógrafo. Un giro de la trama un tanto rebuscado pero que, sin embargo, llega a ser casi un deseo realizado. Entonces, como decimos, nuestro protagonista decide hacerse cargo de la joven Juanita y su hijo. Comienza por ir pasándole algo del dinero que queda para que pueda buscarse otro lugar donde vivir; termina vendiendo hasta el último de sus muebles y evitando comer para poder continuar con la ayuda prometida.
Cuando esto ocurre, el grado de deterioro físico y mental del personaje es absoluto. Es feliz por el afecto con que la muchacha comienza a tratarlo, pero esto no es suficiente para encontrar un empleo o echar algo sólido al estómago. Este es otro ejemplo del crudo realismo con que Osorio Lizarazo nos cuenta la historia, la constatación de lo inane de una lucha no ya por vivir con dignidad, sino tan sólo por sobrevivir: «El cariño es para los ricos», dice Juanita en otro pasaje de la novela. En este tránsito a la miseria, esta suerte de viacrucis, lo único que queda indemne, igual que al principio, es la escritura. Es el único refugio que, hasta el momento de renuncia y arrojo al vacío con el que comenzamos este escrito, permanece; los papeles sobre una caja de cartón en una habitación vacía de muebles simbolizan precisamente esto que apuntamos. Quizá este punto sea el más claro trasunto de la vida del autor, de quien sabemos que padeció en sus carnes las calamidades de la pobreza, pero que ni aún en los infiernos dejó su pluma a un lado.
Con esta obra, tan breve como impactante, nos aproximamos a una realidad de cuyo conocimiento solemos hacernos inconscientes. Es, como decíamos, la cara B del ruido y la vitalidad que caracteriza a la vida urbana. Nos sumergimos en la mente de un hombre que lucha con ahínco contra la adversidad de su destino pero que, pese a su empeño, no consigue salir a flote, hasta que finalmente deja de nadar. A través de sus palabras podemos seguir el paulatino deterioro y las mellas que el hambre y la carestía dejan en su mente y cuerpo. Con una profundidad psicológica que lo aproxima a Dostoievski, de quien sabemos fue lector, y un grado de absurdo y patetismo cuasi kafkianos, Osorio Lizarazo da vida a un hombre que bien podría ser cualquier otro, cualquiera de nosotros que, en un sistema injusto y excluyente, trata de encontrar un espacio en el que dar satisfacción a la menos grande de nuestras ambiciones: vivir con dignidad.