Las ucronías tienen una de sus principales fuentes argumentales en los conflictos bélicos; y el más explorado de todos, por la combinación de su cercanía temporal y de su impacto, quizá sea la Segunda Guerra Mundial (qué habría sucedido si los nazis hubieran invadido Inglaterra, o si las potencias del Eje hubieran vencido, etc.). Como es sabido, uno de sus capítulos finales tuvo lugar los días 6 y 9 de agosto de 1945 con el ataque nuclear a las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Esos bombardeos y sus consecuencias han servido de argumento a numerosas películas [1]. El pánico al holocausto nuclear que se originó tras esos ataques, y que contribuyó decisivamente a dar forma a la Guerra Fría, también ha sido llevado al cine en múltiples ocasiones [2]; y es a este subgénero –cuyos planteamientos pueden acercarse más al género de la ucronía– al que pertenece La hora incógnita, dirigida por Mariano Ozores en 1963.
Cualquier espectador tiene en mente el cine de Ozores, así que no me detendré en comentar sus valores artísticos o comerciales. Pero sí me parece necesario señalar dos cosas. Primero, que creo que su cine captó de alguna manera el espíritu de su tiempo (el tardofranquismo y la Transición), seguramente a su pesar, y desde luego al nuestro también. Y segundo, que La hora incógnita no tiene nada que ver con toda su filmografía posterior: por lo que narra, por cómo lo narra, y porque no fue un encargo (como sí lo fueron la mayoría de sus películas), sino un proyecto personal, un intento de hacer algo serio e importante. La hora incógnita es una de las rarezas más notables de la historia del cine español y, aunque está lejos de ser una obra maestra, merece ser reivindicada y rescatada de un olvido injustificable.
El argumento de La hora incógnita es sencillo: ante el anuncio del impacto de una bomba nuclear, toda una ciudad española de provincias es evacuada, a excepción de trece personas que, por distintos motivos, no la abandonan. El pánico al holocausto nuclear era algo tan presente y tangible desde Hiroshima y Nagasaki, y tan atractivo desde un punto de vista narrativo, que era imposible que el cine –desde muy distintas e incluso antagónicas perspectivas– no le prestara atención. Lo sorprendente fue que alguien se atreviera a abordar el tema de forma más o menos crítica en la España de principios de los 60, más teniendo en cuenta el contexto sociopolítico del momento. En su política exterior el régimen franquista pasó de alinearse con las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial, a mostrar, a partir de su finalización, una actitud lacayuna con Estados Unidos, lo que le haría entrar directamente en la Guerra Fría en el bando anti-soviético, como comentaré más adelante. Por eso resulta llamativo que en una película comercial, en plena dictadura, se planteara la pregunta de qué habría pasado si una bomba nuclear hubiera explotado en España. A esa pregunta –tan potencialmente ucrónica como el mismo título de la película– es a la que La hora incógnita intenta dar respuesta (al menos parcialmente), desde un cierto tono costumbrista, pero no por ello exento de seriedad, y desde la perspectiva de la gente común que protagoniza la película.
Aunque sí obtuvo buenas críticas, comercialmente la película fue un fracaso absoluto, hasta el punto de que Ozores dijo que «desde entonces me prometí a mí mismo que sólo haría la película que quisiera ver el público y que le gustara»; promesa que parece que cumplió. Respecto a la envergadura del proyecto, el propio Ozores señaló que «en una época en que una película costaba un millón, la nuestra costó cuatro». Y se nota. La fotografía de Godofredo Pacheco es magnífica: el contrastado blanco y negro aprovecha al máximo la acertadísima decisión de que toda la película se desarrolle por la noche. El trabajo de sonido recoge, de manera absolutamente coherente, el silencio estremecedor que se percibe en esas calles desérticas y en los lugares en que se mueven los personajes; el empleo de la música de aire jazzístico de Adolfo Waitzman se reduce a momentos muy puntuales, lo que supone otra acertada decisión que incluso hoy sería inusual (parece que la música debe llenarlo todo y decirle continuamente al espectador lo que debe sentir). El diseño de producción también es notable: los coches abandonados y volcados en la calle, los bares y los locales comerciales vacíos y con los restos inequívocos del abandono precipitado… La factura técnica de la película es impecable y la dota de una verosimilitud indiscutible.
Los personajes, casi siempre en parejas, van apareciendo poco a poco en diferentes lugares, y van explicando los motivos que les han llevado a quedarse en una ciudad desahuciada. Casi ninguno de ellos tiene nombre, lo que refuerza su naturaleza arquetípica: el borracho y el ladrón, la prostituta, el fugitivo y el policía, las cotillas, la pareja de amantes, el sacerdote, etc. Como se puede deducir inmediatamente, casi ninguno es precisamente un ejemplo de virtud. Y quizá ese moralismo rancio pueda jugar hoy en contra de la película. Sin embargo, no debemos olvidar la ubicuidad y eficacia del nacional-catolicismo como herramienta de control moral e ideológico en la España franquista. Tener en cuenta esa clave nos puede permitir ver la película no tanto como un retrato de –y un juicio a– individuos «defectuosos», como del resto de una sociedad que, aunque moralmente represiva e inmovilista, ha apostado por la movilidad física para huir del apocalipsis, rechazando así asumir cristianamente su destino.
Respecto a los intérpretes creo que, ya sea por errores de casting o de dirección, hay algunos que deslucen la película; pienso en Emma Penella (muy sobreactuada en su papel de prostituta irritantemente moralista) y Antonio Ozores (el ladrón que compone es inadecuado por su humor fuera de lugar en el tono grave de la película). Eso sí, hay actores que están soberbios, como José Luis Ozores en su papel de borracho. También es cierto que algunos diálogos suenan –al menos hoy– acartonados y no todos los personajes están bien perfilados ni resultan igualmente interesantes (algo casi inevitable). Sin embargo, el guión tiene numerosos aciertos, y algunos son cruciales, como que la acción se desarrolle por la noche (como ya resalté antes) y casi en tiempo real, algo que se pone especialmente de manifiesto en el último tercio de la película. En ese tramo final todos los personajes se encuentran en una iglesia, donde el sacerdote les ofrece una motocicleta para que dos de ellos puedan huir de la ciudad, lo que plantea interesantes dilemas morales. A partir de ese momento, y sin necesidad de que los personajes enloquezcan, aunque desde luego tendrían motivos para ello (y ahí la dirección de actores sí funciona, porque todos los actores se muestran bastante sobrios y contenidos, lo que, aunque pueda no parecerlo, dota de mayor dramatismo a los últimos minutos), el ritmo de la película es imparable hasta el sobrecogedor final.
ESPAÑA, LA GUERRA FRÍA Y LA AMENAZA NUCLEAR
La hora incógnita es un producto inequívoco del contexto bipolar de la Guerra Fría y los peligros de la amenaza nuclear a ella asociados. En ese contexto España se presentó como aliado de Estados Unidos, asociación que permitiría que la dictadura franquista «lavara sus pecados» de cara a la comunidad internacional.
La posición de la dictadura en el contexto de la Segunda Guerra Mundial fue inequívoca: desde 1939 se alineó claramente con las potencias del Eje, y sólo a partir de 1944, cuando ya se vislumbraba su derrota, comenzó una tímida reorientación pro-aliada. Finalizada la guerra, el aislamiento de España fue casi total. Las resoluciones condenatorias son buena prueba de ello; y el mejor ejemplo es la Resolución 39 (I) del 12 de diciembre de 1946 que aprobó la Asamblea General de la ONU, donde se señalaba que «por su origen, naturaleza, estructura y comportamiento general, el régimen de Franco es un régimen fascista, organizado e implantado en gran parte merced a la ayuda de la Alemania nazi y la Italia fascista de Mussolini».
Esa unanimidad contra Franco –que nunca fue total pues contó, en mayor o menor medida, con el apoyo de la Santa Sede, Portugal o Argentina– se fue diluyendo desde 1947 con el estallido de la Guerra Fría. El lugar del fascismo como enemigo de Occidente comenzó a ser ocupado por el comunismo. Y cualquier país que quisiera contribuir a la causa anti-soviética diseñada y dirigida por Estados Unidos era bienvenido. Fue entonces cuando Franco presentó sus credenciales como «centinela de Occidente». Frente a los recelos de casi toda Europa (España era un régimen fascista según la ONU), el apoyo de Estados Unidos fue decisivo tanto para la supervivencia de la dictadura como para su progresiva integración en la sociedad internacional, proceso que culminó en diciembre de 1955 con el ingreso de España en la ONU.
Pero la ayuda norteamericana –concretada esencialmente en la firma de los Pactos económico-militares en septiembre de 1953–, sólo fue bilateral y llevó aparejadas serias contrapartidas, siendo quizá la más grave una cesión de soberanía sin precedentes. Consecuencia directa de esos Pactos fueron el almacenamiento de unas 200 bombas atómicas en las bases españolas entre 1958 y 1976 y el incidente atómico de Palomares en 1966. Como obra de ficción, La hora incógnita no sólo se integra plenamente en este contexto, sino que incluso anticipa de alguna manera el incidente de Palomares.
UNA REFLEXIÓN FILOSÓFICA
La aparición de la bomba atómica supuso un cambio radical en la conciencia del hombre. Tal como señaló el filósofo alemán Günther Anders en su gran obra La obsolescencia del hombre (1956), con la bomba atómica lo absoluto o lo infinito dejó de estar en manos de Dios o la naturaleza, y mucho menos de la moral o la cultura: ahora estaba en manos del hombre. Pero esa potencia es una potencia negativa: «en lugar de la creatio ex nihilo, que manifiesta omnipotencia, ha aparecido su contrapoder: la potestas annihilationis, la reductio ad nihil; un poder que está en nuestra propia mano» [3]. No tenemos la capacidad de crear desde la nada, pero sí de reducirlo todo a la nada.
La tesis de que todos los hombres son eliminables, propia de los campos de exterminio, dejó paso a la tesis de que toda la humanidad es eliminable. Ese es precisamente el poder absoluto que está en manos del hombre gracias a la bomba atómica. Y según Anders es la bomba, su amenaza de destrucción total, lo único que ha conseguido convertirnos en una humanidad, algo que no han conseguido ni las religiones ni la filosofía, ni los imperios ni las revoluciones: «lo que puede alcanzar a todos, nos atañe a todos». Si la utopía retrata un lugar que, para bien o para mal, no existe, la ucronía dibuja un tiempo que no existe. Por eso se podría decir que la bomba atómica es el límite de la ucronía, porque potencialmente puede eliminar el tiempo de la humanidad.
La amenaza nuclear no está de actualidad, ha perdido protagonismo frente a otras amenazas globales –lo que no implica que haya desaparecido–como pueden ser el cambio climático, la desigualdad, el hambre o el terrorismo. Y aunque es evidente que ninguna de ellas posee la capacidad de destrucción total e inminente que tiene la bomba atómica, eso no debería hacernos olvidar que, aunque de manera más lenta y apenas perceptible, varias de ellas tienen la potencialidad para hacer realidad la tesis de que toda la humanidad es eliminable. Por eso, aunque referidas a la bomba atómica, las palabras de Anders siguen siendo exactamente igual de vigentes hoy si las extendemos también a otras amenazas: «La bomba no pende sólo sobre nosotros; no sólo sobre los que vivimos hoy. La amenaza nunca cesa; únicamente queda aplazada. Lo que hoy tal vez se evite puede suceder mañana. Mañana penderá sobre nuestros hijos y pasado mañana igualmente sobre sus hijos. Y ya nadie quedará libre». Palabras que resuenan en un inquietante cartel que se puede ver en La hora incógnita: «Esto puede suceder en cualquier lugar… en cualquier momento… ahora mismo».
[1] Por citar sólo cuatro que me parecen imprescindibles: Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1959), Lluvia negra (Shohei Imamura, 1989), y dos durísimas películas de animación: Hiroshima (Mori Masaki, 1983) y La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1988).
[2] Varios ejemplos: el clásico ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick, 1957), la innovadora fotonovela La Jetée (Chris Marker, 1962), el inquietante falso documental The War Game (Peter Watkins, 1966), el estupendo documental sobre la delirante propaganda pro-nuclear americana The Atomic Cafe (Jayne Loader, Kevin Rafferty & Pierce Rafferty, 1982), o la película de animación Cuando el viento sopla (Jimmy Murakami, 1986).
[3] Günther Anders, La obsolescencia del hombre, Pre-Textos, Valencia, 2011.
Un texto de Jorge Villasol, profesor de Filosofía.