De entre las innumerables innovaciones técnicas que jalonaron el implacable avance de la industrialización a lo largo del siglo XIX, la invención del daguerrotipo por el polifacético Louis J.M. Daguerre (1787-1851) en la década de 1830 ocupa un lugar de especial relevancia dadas sus aplicaciones en ámbitos tan dispares como el documentalismo, el arte o el entretenimiento. Ahora bien, no menos importantes fueron las repercusiones que éste y otros inventos sin precedentes tuvieron sobre la mentalidad decimonónica.
En palabras de los investigadores Jordi Ardanuy y Martí Flò Csefkó, se entiende por fotografía espiritista «un tipo de fotografía en el cual además de la impresión de los personajes retratados se obtiene la de uno o más supuestos espíritus de fallecidos, a menudo con una textura translúcida». En este sentido, es posible que las limitaciones inherentes al daguerrotipo propiciaran la ulterior convergencia entre fotografía y espiritismo. Un buen exponente de ello sería la célebre vista del Boulevard du Temple tomada por el mismísimo Daguerre, en donde las figuras de un limpiabotas y su cliente adquieren una inusitada cualidad espectral como resultado del prolongado tiempo de exposición. Esta circunstancia obligaba a los sujetos retratados a permanecer inmóviles por espacio de varios minutos a fin de obtener una imagen nítida de los mismos.
Los orígenes del espiritismo se remontan al 31 de marzo de 1848, fecha en la que las hermanas Kate y Margaretta Fox, residentes en Hydesville (Nueva York, EE.UU.), llamaron la atención de su familia sobre una serie de ruidos domésticos de procedencia desconocida. Para asombro de sus vecinos, quienes los interpretaron como un intento sobrenatural de comunicarse con las adolescentes, los ruidos -consistentes sobre todo en golpes- persistieron durante días, lo que sin duda afianzó la fama de encantada de la que ya por aquel tiempo gozaba la vivienda. La noticia causó tal sensación que las Fox comenzaron a ofrecer espectáculos en los que hacían alarde de sus presuntas facultades como médiums capaces de invocar los espíritus de los difuntos.
A este respecto, son varios los autores que han apuntado hacia un probable vínculo entre la emergencia del espiritismo y la invención -tan sólo cuatro años antes- del telégrafo, con la que se inauguró una nueva era marcada por la comunicación instantánea a larga distancia. Su hipótesis sostiene que este adelanto tecnológico revolucionario, en el que la intervención de energías invisibles -y por ende inobservables- desempeñaba un rol clave, habría contribuido a una renovada fe en la inmortalidad del alma. El espiritismo predicaba su convicción -dentro de un marco teológico cristiano- de que las almas de los fallecidos poseían la capacidad de contactar con los vivos a través de unos intermediarios conocidos como médiums, individuos dotados de una singular sensibilidad para el desarrollo de este cometido.
En un contexto cultural en el que la propia noción de hecho estaba en entredicho, distintas creencias -entre las que se hallaba el espiritismo- perseguían con avidez el respaldo de la ciencia como instrumento supremo de legitimación. El prestigio de la fotografía como medio en apariencia objetivo -es decir, no sujeto a mediación alguna- para el registro de la realidad hizo de ella una herramienta de verificación y propaganda indispensable en sus argumentarios, aun cuando dicha realidad perteneciera a un orden inmaterial.
Lo cierto es que las primeras fotografías de espíritus no fueron otra cosa que meros accidentes, anomalías y defectos, a menudo provocados por un uso negligente del instrumental e interpretados en consonancia por profesionales y aficionados, una parte de los cuales empezó a producirlas de forma deliberada. Así pues, a partir de la década de 1850, se comercializaron fotografías e incluso series fotográficas protagonizadas por espíritus, ángeles, hadas y fantasmas con un propósito recreativo. Con ellas no se pretendía persuadir al público de la autenticidad de los fenómenos sobrenaturales allí representados, sino cautivarlo por medio de imágenes sorprendentes que estimularan su imaginación. Sin embargo, ello no impidió que hubiera quienes contemplaran esta clase de fotografías como un testimonio inapelable de la existencia de vida después de la muerte.
Esta ambivalencia hacia el fenómeno alcanzó al movimiento espiritista, que acogió en su seno dos posturas antagónicas: por un lado, la de aquellos que confiaron en la viabilidad de retratar los espíritus de personas fallecidas; por el otro, la de quienes mantuvieron una actitud de escepticismo, cuando no de sardónico rechazo. No en vano, algunos de los ataques más hostiles dirigidos contra la fotografía espectral y sus embajadores provendrían de las propias filas del movimiento.
Al igual que sucede con el espiritismo, existe un amplio consenso en torno al momento de génesis de la fotografía espiritista: marzo de 1861. Fue por aquel entonces cuando William H. Mumler (1832-1884), un grabador de joyas afincado en Boston (Massachussets, EE.UU.), acudió al estudio de un amigo para iniciarse en la técnica fotográfica, por la que había manifestado un reiterado interés. El primero de sus ejercicios habría consistido en la ejecución de un sencillo autorretrato. Para su sorpresa, al revelar la imagen, comprobó que ésta mostraba la figura de una mujer joven junto a la suya. Según su propia confesión, lo ocurrido le evocó cuanto había escuchado acerca de la todavía novedosa corriente espiritista, de modo que decidió invitar a un conocido suyo, asiduo de séances y promotor entusiasta del movimiento, al que convenció de que se trataba de su prima -ya fallecida- sin otra aspiración que la de gastarle una broma.
Apenas una semana más tarde, Mumler recibió un ejemplar del Herald and Progress, un periódico neoyorquino de filiación espiritista. El número en cuestión contenía una minuciosa descripción de la fotografía y de las circunstancias en las que se había tomado, así como la identidad de su autor: William Mumler. Al día siguiente, una pequeña multitud se agolpaba ya a su puerta requiriéndole retratos semejantes, por lo que Mumler no tuvo demasiados escrúpulos en abrazar una nueva y lucrativa profesión como fotógrafo de espíritus.
La coyuntura política estadounidense ofrecía un escenario particularmente fértil para tan cínica propuesta, que a su vez se benefició de la popularización de las tarjetas de visita. Con ocasión de su inminente partida al frente durante la Guerra Civil (1861-1865), miles de soldados fueron retratados en estudio conforme a las exigencias de este formato fotográfico. Para muchas familias, aquellas imágenes constituirían el último recuerdo material de sus seres queridos, cuyos cadáveres insepultos copaban los campos de batalla y las portadas de los principales diarios.
Aunque Mumler fue acusado de fraude en 1869, el escándalo mediático generado, sumado a su absolución por falta de pruebas -la acusación fue incapaz de reproducir el procedimiento seguido en la obtención de las fotografías-, favoreció la causa de la fotografía espectral y, por extensión, la del espiritismo en su conjunto, que cosecharía un significativo éxito al otro lado del Atlántico, sobre todo en Reino Unido y Francia.
El fotógrafo espiritista se elevaba así a la categoría de médium merced a su extraordinaria capacidad para captar lo invisible, lo etéreo. Por si ello no fuera suficiente, con frecuencia oficiaba un ceremonial solemne y rebosante de misterio en el que los episodios de trance, la recitación de plegarias e himnos o la circulación de Biblias entre su audiencia eran elementos recurrentes. La realidad, no obstante, resultaba bastante más prosaica. Tal y como señala Ferrer Ventosa, estos fotógrafos empleaban «técnicas como el positivado combinado o doble, el negativo compuesto o el retrato compuesto obtenido mediante exposiciones múltiples» en el proceso de elaboración de sus creaciones. Lo habitual era que los fallecidos se presentaran «como aparecidos translúcidos […], en otras ocasiones como formas antropomórficas de luz, o en un tercer tipo como vaga forma de vapor ectoplasmático».
Un caso paradigmático fue el personificado por Édouard Isidore Buguet (1840-1901), fotógrafo francés que simulaba ser controlado por espíritus durante la exposición de las placas. Buguet sugestionaba a sus clientes con una espera prolongada e incluso los despachaba sin recibirlos siquiera, so pretexto de que la sesión anterior lo había dejado demasiado exhausto para desplegar sus excepcionales poderes psíquicos. Su modus operandi constaba de varias etapas: primero, su ayudante sonsacaba información de utilidad al cliente -si es que no la había proporcionado él antes- mientras éste aguardaba su turno; acto seguido, Buguet realizaba la primera fase de la doble exposición, para la que se valía de un maniquí cubierto con un velo de gasa y de un rostro ampliado -procedente de una vasta colección privada que rondaba los 250 retratos- que se adecuara a la descripción obtenida; por último, ya dentro del estudio, el cliente asistía atónito a la aparente posesión del alma de Buguet por fuerzas ignotas al tiempo que éste ponía en práctica un extravagante repertorio de aspavientos alrededor de su cámara.
La ignorancia imperante acerca de los resortes y el funcionamiento del prodigioso artefacto jugaría un papel determinante en la percepción y, en su caso, posterior aceptación de estas fotografías por parte de los espectadores más crédulos o, como mínimo, más vulnerables desde el punto de vista emocional. El nexo entre muerte y fotografía, lejos de configurar una novedad, contaba con un antecedente insoslayable en la fotografía post-mortem, que retrataba -por encargo de sus allegados- a personas muertas en las horas previas a su funeral. Estas imágenes, conservadas en álbumes o dispuestas en marcos a la vista, operaban como una fuente de consuelo desde la que encarar el luto y conmemorar la vida de los difuntos, además de revigorizar las esperanzas en una existencia que trascendía lo terrenal.
La fotografía espiritista tuvo por referentes estéticos fundamentales la iconografía cristiana y las convenciones artísticas contemporáneas en lo tocante a la representación de espectros, que guardaban una inestimable deuda con el Romanticismo. Estos rasgos de continuidad con el arte cristiano originaron una relativa coherencia en la plasmación de los fallecidos que coadyuvaría a su verosimilitud. Los espíritus eran concebidos aquí como una suerte de entes liminares, guías o guardianes que velaban por el bienestar de sus seres queridos desde la otra vida. El uso de halos, auras, rayos de luz y otros recursos análogos subrayaba la otredad de los espectros capturados en relación con los vivos. Su naturaleza paradójica conciliaba el pasado y el presente, lo palpable y lo intangible, lo efímero y lo eterno, la vida y la muerte.
La fotografía espiritista experimentaría un tardío período de esplendor con motivo de uno de los conflictos bélicos más sangrientos y traumáticos del siglo XX, la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y su posterior posguerra. Para la década de 1930, la creciente alfabetización fotográfica, la apabullante acumulación de evidencias de estafa y la decadencia del espiritismo como doctrina abocaron a la fotografía espiritista a un olvido parcial del que sería rescatada de manera esporádica -y desprovista de todo trasfondo maravilloso- por disciplinas como el ilusionismo, el cine, las artes plásticas o la propia fotografía.