Se suele afirmar que Lenin manifestaba que la mentira es el arma más revolucionaria. No le faltaba razón: utilizar la mentira como instrumento de manipulación es tan antiguo como efectivo. En nuestra sociedad, por desgracia, el engaño y la tergiversación de la realidad se han convertido en un valor añadido y, en ocasiones, en el arma más letal.
Esta capacidad de amoldar la percepción de los demás mediante falacias para utilizarlo en beneficio propio o en perjuicio ajeno se ha reflejado de manera muy diversa en las obras de ficción a lo largo de los años.
El genial director neoyorquino Woody Allen sorprendió al mundo en 1983 con un extraño y denso falso documental. En Zelig -así se titulaba esta comedia-, homenaje a los años 20 y retrato audaz de una crisis de identidad, se llevaba la farsa al extremo de lo absurdo. El protagonista, Leonard Zelig, contaba con una actitud tan a la defensiva hacia el exterior que su organismo, con el fin de evitar ser rechazado, había logrado adquirir la capacidad de transformarse físicamente en las personas que lo rodeaban. Esta capacidad de falsear su apariencia le hacían ser un fenómeno mediático, pero su singular habilidad conllevaba a su vez una absoluta crisis identitaria y le despojaban de los rasgos que le caracterizaban como ser.
En Nightcrawler (Dan Gilroy, 2014) Jake Gyllenhaal interpreta notablemente a Lou Bloom, un joven sin rumbo en la vida que, tras presenciar un accidente y la locura mediática que lo envuelve, decide hacerse freelance y establecerse como cazador de contenidos jugosos para los canales sedientos de carnaza. Para ello emula a James McGill (Saul Goodman), el carismático abogado creado por Vince Gilligan, y no duda en obviar cualquier tipo de ética y formalismo para que su trabajo sea lo más fructífero posible.
En el caso de Lou Bloom, no obstante, sus prácticas resultan incluso mucho menos ortodoxas. La cinta nos acaba mostrando cómo su afán por obtener imágenes que vendan más y más hace que sustente sus aportaciones en una pura invención, en una mentira enfermiza que termina siendo trágica y mediática, desencadenando desgracias ajenas. La película acaba siendo un cúmulo de situaciones inverosímiles, pero el mensaje que subyace tras ella cala y satiriza con atrocidad nuestra «sociedad de la información».
Por desgracia los ejemplos de la vida real van más allá: la realidad por supuesto que supera a la ficción. Claro ejemplo es la serie-documental de Netflix Making a Murderer (Moira Demos y Laura Ricciardi, 2015), donde se desarrolla el caso de Steven Avery, un hombre condenado por agresión sexual y exonerado 18 años después gracias a las pruebas de ADN. Su liberación no sólo revela una decisión errónea que condena una vida durante años, sino que descubre una trama en la que diversos personajes inculparon intencionadamente a Avery aun sabiendo de su inocencia.
El miembro del jurado que encarnaba Henry Fonda en Doce hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957) creaba con sus intensos alegatos al resto de la mesa un clima en el que imperaba una crítica voraz a la pena de muerte. Más allá de la imposibilitación de la reinserción del reo, la probabilidad de error de la judicatura o del jurado popular es suficientemente alarmante como para no considerar la reciprocidad de la ley del Talión, ese «ojo por ojo, diente por diente» que ciertos sectores propugnan. Saber que existe la posibilidad de equivocación y de cometer una injusticia con tal decisión, condenando y fulminando la vida de un inocente, no debe de resultar nada agradable.

No cabe seguir teniendo mucha fe en el ser humano: somos, mal que nos pese, más bien miserables. Si en El banquero anarquista (Fernando Pessoa, 1922) el protagonista del relato asumía la ficción del dinero de tal manera que dejara de tener efecto sobre él, en la vida real podríamos decir eso de que una mentira, por mil veces repetida, no se convierte en verdad, aunque determinados intereses puedan hacer que la falacia se nos torne veraz.
Uno de esos intereses a lo largo de la historia ha sido la lucha por el poder. En siglos pasados esa lucha se veía reflejada en intrincados planes urdidos para hacer caer imperios y dinastías. En la actualidad su uso es mucho más vulgar y se basa en desmoronar las carreras políticas y los discursos del otro mediante meras imposturas.
Este extremo quizá merezca una profunda reflexión de todos nosotros como consumidores de la información, y de nuestro rol crítico dentro de la sociedad. Internet y otros avances tecnológicos nos han posibilitado una infinidad de contenidos y de información al alcance de la mano, minuto a minuto y segundo a segundo. Por desgracia este avance ha hecho a su vez que sea mucho más difícil corroborar la fiabilidad de esos contenidos, ya que la onda expansiva que las redes sociales imprime facilita que bulos y falacias se difundan sin control alguno al instante. Con ello no es extraño ver en Facebook u otros medios cómo se hacen virales noticias de hace varios años o fakes cutres que dan que pensar en cómo es posible que miles y miles de personas den por hecho algo tan fácilmente, sin comprobación alguna.
La rapidez con que recibimos una información no debería ser la misma que con la que la asumimos. Nuestro deber como receptores críticos es alejarnos de la condena mediática e ir más allá de lo que uno u otro, con vete tú a saber qué interés, quiere que pensemos. Pederastia, maltrato, corrupción, homofobia o xenofobia son temas suficientemente delicados como para que nuestro juicio no dependa de un rumor o de un infundio que coge fuerza, sino de una absoluta y clara evidencia o de un sosegado juicio con toda la información encima sobre la mesa.
Hace unas semanas vio la luz una noticia en la edición digital del diario El Mundo en la que se informaba sobre los últimos escritos de la Fiscalía de Forlí que habían trascendido a la opinión pública. En dichas investigaciones se consideraba que la salida del Giro’99 de Marco Pantani tras su positivo por dopaje estuvo vinculada a las apuestas clandestinas y al fraude deportivo gestionado por la Camorra, la mafia napolitana. Según sus pesquisas, la Camorra, con el mafioso Rento Vallanzasca a la cabeza, organizó un plan para alterar los controles sanguíneos.
El 5 de junio de 1999, Marco Pantani fue expulsado del Giro de Italia tras haber dado un 52 % de hematócritos en sangre, por encima del 50 % permitido. Vallanzasca había conseguido que «El Pirata» y todo su equipo -el Mercatone Uno- abandonaran la carrera y, con ello, que no se repitiera la victoria del italiano en la meta de Milán. El interés no era otro que enriquecerse, ya que diferentes clanes mafiosos italianos habían apostado ingentes cantidades de dinero contra la victoria final de Pantani.
Esa acusación por dopaje fue el principio del fin del ciclista italiano. Su presencia en las grandes vueltas fue diluyéndose lejos de los grupos de cabeza y, pese a seguir generando espectáculo con sus contundentes ataques en la montaña, la sombra de la sospecha le persiguió en cada etapa el resto de su vida profesional.
El cuerpo inerte del escalador fue encontrado en la habitación de su hotel en Rímini el 14 de febrero de 2004. La autopsia a Pantani determinó que el italiano sufría una crisis depresiva y que había muerto por sobredosis de cocaína. La hipótesis del suicidio se mantiene todavía hoy en día en el aire.
Tonina, madre del ciclista, siempre negó la posibilidad del suicidio y concluyó que su hijo había muerto asesinado por la propia Camorra. En la actualidad el caso se ha reabierto y su familia espera ansiosa a que por fin se pueda dilucidar la verdad sobre el final del «Pirata». En todo caso, ocurriera lo que ocurriese la mañana de su fallecimiento, las investigaciones de la fiscalía dejan patente que el final del genial deportista tuvo lugar en realidad mucho antes de ese fatídico día: concretamente, aquella mañana de junio de 1999 en la que comenzaba la penúltima etapa de un Giro que ya tenía prácticamente sentenciado.
Hacia el final del falso documental de Woody Allen, Leonard Zelig, ya curado de su trastorno, comienza a vivir una vida normal con la doctora Eudora Fletcher, la psiquiatra que había conseguido revertir su anómalo trastorno de la personalidad. Entre ambos había surgido una relación del más sincero amor fruto de la terapia de hipnosis que la doctora aplicó a su paciente. Sin embargo, a continuación comienzan a surgir diferentes testimonios que responsabilizan a Zelig de las consecuencias que sus acciones habían acarreado durante sus transformaciones camaleónicas. El parapeto mimético que le había servido de refugio para ser aceptado se convertía ahora en su condena, justo cuando por fin empezaba a disfrutar de su propia identidad.

Leonard decide refugiarse entonces en la Alemania nazi: su curación queda atrás y vuelve a esconderse pasando desapercibido. En esta ocasión lo hace en el sitio más indicado posible: en la masa a la que Hannah Arendt daría una entidad propia en sus reflexiones sobre el movimiento totalitario. Sólo la llegada de la doctora al país hace que Zelig salga de su letargo acorazado y vuelva a usar su capacidad de mímesis para escapar de los nazis. Su heroica huida le sirve esta vez para que la opinión pública estadounidense olvide los pormenores de su pasado y le trate como a un héroe, permitiéndole por fin disfrutar de una nueva vida como un ser respetado y feliz.