La naturalización de las Ciencias Sociales: un debate abierto

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De un tiempo a esta parte, los anaqueles de librerías y bibliotecas están poblados por obras científicas que discuten la idea de la tabula rasa. Esta idea considera que nacemos con una mente vacía como una página en blanco, por lo que todo nuestro conocimiento procede del exterior fruto de la cultura. Además, se derivan algunas conclusiones de lo anterior como la negación de la existencia de una naturaleza humana, así como de cualquier atisbo de innatismo en las explicaciones científicas acerca de los asuntos humanos.

Esta idea de la tabula rasa ha sido central en el desarrollo de las ciencias sociales desde la segunda mitad del siglo XX, si no antes. Ello permitía, al menos, dos cosas: por un lado, otorgaba a estas ciencias cierta autonomía frente al peligro de verse reducidas por las ciencias naturales. Por otro, confería al humano un estatus por encima del resto de seres naturales, lo que salvaguardaba su dignidad bastante dañada. El razonamiento se muestra palmario: si el hombre no posee naturaleza, entonces no le afectan solo las leyes naturales (de ahí su dignidad específica) y, por ende, las ciencias sociales podrían cultivar sus disciplinas libres de auspicios y tutelas naturalistas. Actualmente, todo este conglomerado de ideas está siendo fuertemente criticado y la réplica se está revelando impotente.

Así, recientemente, están disponibles dos excelentes libros que tienen mucho que ver y nos permiten reflexionar sobre los asuntos que nos ocupan en estas líneas. El primero, por orden de aparición cronológica, es la última obra del prestigioso primatólogo y neurobiólogo Robert Sapolsky titulada Compórtate. La biología que haya detrás de nuestros mejores y peores comportamientos. El segundo se titula La mente de los justos. Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata, escrito por el psicólogo social Jonatham Haidt. Ambas son estupendas invitaciones a una lectura que combina el interés con la información actualizada y rigurosa.

Indiscutiblemente, otro clásico relativamente actual sobre estos asuntos es el best seller de Steve Pinker La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, cuyo subtítulo no deja lugar a equívoco alguno. Ahora bien, no es el objeto de este artículo ofrecer un listado exhaustivo de publicaciones que se ocupen de este tema. Más bien, pretendemos ofrecer un marco de referencia desde el que evaluar toda esta guerra científica, que además podría entenderse como una manifestación más de las manidas guerras culturales.

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Robert Sapolsky.

El terremoto que sacude las ciencias sociales viene de lejos, incluso podríamos decir que estas nacieron con un pecado original que no logran expiar. Su epicentro lo podemos cifrar a mitad de la década de los setenta del pasado siglo con la irrupción de la sociobiología, y aún sentimos hoy sus repercusiones que no dejan de remitir. Este terremoto tiene un nombre: la naturalización de la razón y, por tanto, la naturalización de las ciencias sociales.

El intento de reducir las ciencias sociales a alguna de las naturales es una tendencia sempiterna en la historia de las ciencias desde, por lo menos, el positivismo rampante de la segunda mitad del siglo XIX. En aquella época el modelo de ciencia a imitar era la física matemática y el resto de ciencias debían converger con esta. Baste recordar la clasificación de las ciencias propuesta por Auguste Comte. O si nos retrotraemos un siglo atrás, podemos rescatar las palabras de David Hume en el inicio de su libro Investigación sobre el conocimiento humano donde dice:

Durante largo tiempo los astrónomos se habían contentado con demostrar, a partir de fenómenos, los movimientos, el orden y la magnitud verdaderos de los cuerpos celestiales, hasta que surgió por fin un filósofo que, con los más felices razonamientos, parece haber determinado las leyes y fuerzas por las que son gobernadas y dirigidas las revoluciones de los planetas. Lo mismo se ha conseguido con otras partes de la naturaleza. Y no hay motivo alguno para perder la esperanza de un éxito semejante acerca de nuestras investigaciones sobre los poderes mentales y su estructura, si se desarrollan con capacidad y prudencia semejantes.

Hume, en este fragmento, se refiere claramente a Newton, a quien pone como modelo. Así, el resto de investigaciones deberían inspirarse en la ciencia newtoniana, por ejemplo las relativas a la mente y costumbre humanas, futuro objeto de estudio de las ciencias humanas. La física, por eso, ejercía una fascinación a la que era casi imposible resistirse. Pero aquel furor fisicalista fue paulatinamente remitiendo debido a la revolución que sufrió esta disciplina a principios del siglo XX (nos referimos a la relatividad y la cuántica). Quizás el último coletazo de esta pretensión fisicalista lo constituya el Círculo de Viena, cuyas tesis filosóficas sobre la ciencia no resistieron las acertadas críticas de Karl Popper, otro vienés. Todo quedaba en casa.

No obstante, durante las primeras décadas del siglo XX hasta los años sesenta, las ciencias sociales disfrutaron de una relativa paz con las ciencias naturales. Por esta especie de armisticio, las segundas respetaban sin invadir el campo de las primeras e incluso advertían perplejas cómo las ciencias humanas adquirían una autonomía que se reflejaba en la presentación de métodos científicos nuevos, alternativos y específicos para investigar el objeto de estudio referente a los asuntos humanos. Aquello significaba demasiado para algunos: ¿cómo podría producirse conocimiento científico al margen de los protocolos tan estandarizados por la comunidad científica? Anatema.

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Jonathan Haidt.

Además, la filosofía de la ciencia de esa época, primera mitad del siglo XX, tampoco ayudaba mucho, pues parecía encontrarse perdida en las cuitas entre inductivistas y deductivistas. Iban ganando estos últimos, por cierto. Nada nuevo para bastantes científicos, que miraban con desconfianza los resultados de la filosofía, siempre tan problemática.

Los revolucionarios años sesenta supusieron el momento cúspide en cuanto a la autonomía de las ciencias humanas. Valga como prueba la abundancia de métodos que se iban sucediendo para explicar lo específico de la especie humana: el marxismo, el estructuralismo, la hermenéutica, el individualismo metodológico, etc.

Sin embargo, la crisis social y económica de los setenta también repercutió en las ciencias sociales. A mitad de década, apareció una nueva síntesis: la sociobiología, que copiaba la metáfora y el modelo de la síntesis ocurrida en las ciencias biológicas cuando se consiguió unir la evolución darwinista con la genética mendeliana (bautizada así por Julius Huxley en 1942 cuando publicó Evolución, la síntesis moderna). El entomólogo de Harvard E.O. Wilson publicó en 1975 el célebre libro Sociobiología: la nueva síntesis y puso patas arriba el campus académico. Al año siguiente Richard Dawkins publica El gen egoísta. Las virulentas reacciones no se hicieron esperar, con acusaciones de haber revivido el cadáver, que parecía bien enterrado, del darwinismo social.

Pero para lo que nos interesa en este momento, no nos podemos demorar en el relato de esta polémica, ampliamente documentada. Nos incumbe el propósito que había detrás, es decir, el intento de reducir, otra vez, las ciencias sociales a las naturales. Este programa de naturalización introducía un cambio respecto al anterior, ya que la disciplina de referencia ya no era la física, sino la biología.

La tesis sociobiológica suponía asumir los resultados de aquella primera síntesis que unificaba a Darwin con Mendel y aplicarlos al estudio de los fenómenos culturales, sociales y psicológicos según categorías biológicas. Pero como expuso Daniel Dennett, esta nueva síntesis ocultaba algunos peligros. Aunque estos no consistían, como podía preverse, en el salto ilegitimo y falaz de lo natural a lo social; sino, al contrario, lo peligroso de la idea de Darwin residía en la revolución inevitable que debería suceder en los estudios humanos, pues ya no podríamos observar los hechos sociales al margen del darwinismo. Para los no iniciados, D. Dennett es un filósofo estadounidense que defiende vehemente que hacer ciencia (y también filosofía) sin tener en cuenta a Darwin es como cocinar con una mano atada a la espalda. Tarea casi imposible.

Lo interesante de la peligrosa idea de Darwin, expresión acuñada por D. Dennett y que titula uno de sus libros, reside en que es aplicable a campos no estrictamente biológicos como los culturales, como hemos dicho más arriba. Pero, ¿qué dice esta idea? ¿Por qué es peligrosa? Porque la idea de la evolución unifica diferentes órdenes: el orden de la causalidad eficiente de la naturaleza física con el orden de la causalidad adaptativa de la vida e incluso con el orden de la causalidad intencional de lo humano. La idea darwiniana es como un ácido universal, otra expresión de Dennett, que todo lo corroe y que no deja indemne ningún ámbito que toca.

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Daniel Dennett.

Toda esta polémica tiene un trasfondo ideológico o político, dadas las posibles implicaciones no deseadas que surgen de la aplicación de este programa de naturalización en las ciencias humanas. Así, por ejemplo, se pone en tela de juicio la libertad y responsabilidad humana, ya que toda acción es explicable en términos naturalistas. Es decir, el determinismo de la naturaleza se extiende al ámbito humano. Este determinismo biológico está basado en la herencia genética que explica la transmisión de las características físicas de padres a hijos. Ahora bien, ¿qué sucede con las características psicológicas? ¿Y con las culturales y sociales? Si afirmamos que, en cierta medida, son heredables por vía genética, podría colarse el fantasma de la desigualdad social. Por tanto, el determinismo no solo negaría la libertad de los humanos, sino también su igualdad, al hacer plausible la defensa de que individuos (incluso colectivos) pueden heredar diferentes talentos, lo que les conferiría diferentes destrezas. Tal conclusión nos repulsa moralmente, pero ¿debemos transmitir esta indignación a las investigaciones científicas? ¿Qué ocurriría si se descubriese algún día que todos nuestros rasgos están genéticamente determinados?

Sin embargo, por la otra parte los interrogantes no son menores, porque construir unas ciencias sociales, como castillos, que salvaguarden la especificidad y autonomía de lo humano, puede ser moralmente muy reconfortante, pero epistemológicamente inasumible, ya que estaríamos defendiendo la exclusividad de un orden de la realidad al margen de las leyes naturales. Pero, ¿en calidad de qué evidencia podemos mantener tal posición? ¿No sería considerado como un pecado de soberbia? ¿Qué nos hace tan especiales? Esta llamada a la rebelión en las ciencias sociales frente al fatalismo del programa de naturalización, que parece dejar sin sentido la existencia, también contiene puntos débiles.

Es difícil entrever una salida en toda esta querella plagada de prejuicios teóricos, intereses políticos, celos profesionales y sesgos intelectuales. Pero ello no debería contribuir a que cunda una suerte de relativismo desanimado y desanimante, porque en esa dialéctica académica se entretejen algunas posibles soluciones. Entonces, quizás sea conveniente proponer algunas reglas heurísticas que ordenen mínimamente el debate:

  1. Aplicar la navaja de Occam a la propia navaja de Occam: la navaja de Occam es una metarregla que aboga por la sencillez explicativa y, por tanto, por la precaución epistemológica. Luego parece claro que la aplicación de este principio debería ser cauta. No todo reduccionismo está avalado.
  2. Evitar la falacia naturalista: aquella que confunde, muchas veces interesadamente, lo natural con lo bueno, y su siniestro reverso que identifica lo no natural (o tal vez lo cultural) con lo malo, ya que el ser humano tiende a deslizarse fácilmente por la resbalosa pendiente que va del ser al deber ser.

En suma, estas son algunas de las polémicas abiertas en el campo de las ciencias sociales.

[Imagen de cabecera: Steve Pinker]

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