En la Edad Media, las fiestas populares operaban como una prolongación de la vida del pueblo, que con ocasión de las mismas se abandonaba a la celebración de una existencia emancipada de las restricciones cotidianas. Durante su transcurso, las reglas que articulaban las relaciones sociales quedaban en suspenso y se abrazaban nuevas dinámicas de interacción en las que inversión y contradicción eran protagonistas. Esta realidad enfatizaba la dimensión carnavalesca -profana- de la fiesta por encima de jerarquías establecidas y valores convencionales. Semejante actitud fue combatida por un amplio sector de la Iglesia, que identificó dichas celebraciones con las reminiscencias de cultos paganos aún por extirpar.
En palabras del antropólogo Julio Caro Baroja, «de todas las fiestas de España que se han relacionado con las Saturnales, la más conocida es la del “obispillo”». Los orígenes de la fiesta del obispillo, también conocido como episcopus puerorum, guardan una estrecha relación con la celebración del Día de San Nicolás el 6 de diciembre y la conmemoración del episodio bíblico de la matanza de los Santos Inocentes, festejada el día 28 del mismo mes. La devoción a San Nicolás -quien según la tradición obró varios milagros en beneficio de los niños- quedó enlazada con aquélla a tal extremo que, con frecuencia, el singular episcopado que caracteriza al obispillo se prolongaba entre ambas fechas para regocijo de los homenajeados.
Pese a que también se hallaba extendida entre los estudiantes, la fiesta del obispillo adquiría todo su sentido en el seno de las catedrales. Allí era donde, llegadas estas fechas, se escogía a un niño de entre los miembros del coro -lo habitual era elegir al más pequeño- para ejercer el papel de obispillo. El rol del obispillo consistía en servir de paródico contrapunto al obispo verdadero, tarea en la que se veía auxiliado por sus compañeros de escolanía, quienes hacían las veces de canónigos. El joven adoptaba el atuendo de prelado y, con ayuda de sus subordinados, expulsaba a las autoridades eclesiásticas del coro, sobre cuyos sitiales procedían a aposentarse los niños en grotesca ceremonia. Con la mitra cubriendo su cabeza y el báculo en la mano, el obispillo sermoneaba a sus mayores y los multaba por sus faltas, ejecutaba cómicos rezos, encabezaba procesiones de carácter burlesco e incluso llegaba a oficiar la misa. Durante su efímero episcopado, el niño debía ser reverenciado como si del auténtico obispo se tratara; quien faltara a esta exigencia podía ser castigado en consecuencia. Al final de su breve mandato, el obispillo presidía un banquete sufragado con la suma obtenida gracias a sus multas que ponía término a la fiesta.
Los desmanes e irreverencias perpetrados por el obispillo y sus cómplices no tardaron en motivar su condena por parte de destacados miembros de la institución eclesiástica. Desde muy temprano, la fiesta del obispillo fue objeto de prohibiciones y regulaciones con el propósito de fijar límites a una celebración cuyo mayor encanto residía en vulnerarlos. A mediados del siglo XVI, el Concilio Provincial de Toledo redactó un canon en el que se explicitaba: «no haya obispillos en las iglesias, ni regocijo profano el día de los Inocentes sobre todo, pero tampoco en ninguna otra ocasión». Unos años más tarde, se indicaba en un apartado de las constituciones sinodales de Cádiz: «y si en alguna o algunas de las dichas yglesias se ha acostumbrado hazer obispillo el día de los Inocentes, o de Sant Nicolás, o otros entre año, mandamos que de oy en adelante no se haga». Empero, la fiesta tampoco anduvo falta de valedores como Hernando de Talavera (1428-1507), primer arzobispo de Granada, que concebía el obispillo como una excusa para que los prelados reflexionaran acerca de la humildad con que debían desempeñar su cargo.
En el fondo, la celebración del obispillo era la expresión en clave festiva de un conjunto ideas presentes en distintos pasajes de la Biblia, como «los últimos serán los primeros» (Mt. 20:16, Mc. 10:31, Lc. 13:30), la fe en que Dios «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes» (Lc. 1:52) o la confianza en que «pone a los humildes en las alturas» (Job 5:11). De igual forma, la festividad ha sido puesta en relación con el pasaje bíblico de Jesús niño entre los doctores del Templo de Jerusalén, recogido en el Evangelio de Lucas. Así pues, el obispillo actuaba como un recordatorio de la humildad y la mansedumbre a la que estaban obligados quienes seguían a Cristo. En un claro ejemplo de inversión, los niños, símbolo de la inocencia, despojaban de sus atribuciones a las autoridades religiosas -personificadas por los adultos-, aunque ello sucediera con carácter transitorio.
La supresión de la fiesta del obispillo a resultas del Concilio de Trento constituyó un golpe fatal para la continuidad de esta celebración, que no obstante ha subsistido en varias localidades de la geografía ibérica o bien ha sido recuperada con posterioridad para su recreación. Un caso paradigmático es el del bisbetó, festejado cada año en el monasterio catalán de Montserrat.