Las veletas, esta noche que hiela
giran con la lentitud del cielo.
Señalan hacia el oeste.
Alrededor
los tejados se extienden,
las cigüeñas reposan su aliento
de temporal mojado,
acurrucadas en el lecho,
sin anidar.
La luz atraviesa los cables
y las vías de tren
mojadas por la nieve.
Una niña señala la cigüeña dormida
como si el nacimiento
se hubiese detenido
y de su pérdida,
de la pérdida en el clamor en las palmas,
de la poca inocencia que muestran sus ojos
nace la nueva forma,
indiferente,
un laberinto ahora
que la ciudad domina a la naturaleza.
Pasa el invierno a través de la calle
como pasan los rostros fríos
sin darse cuenta
de que la luz
que se ve desde el vagón
ha derretido algunas formas rojizas de las nubes.
La ciudad, los puentes, las arboledas, las tiendas de ropa
son víctimas del silencio.
El viaje comienza en un tren largo de dos plantas,
abajo,
nadie mira
y sin embargo
ahora que los trenes a veces se paran
al otro lado de la ciudad
donde la autovía cruza los ensanches
y algunos girasoles nacen
en mitad de plazas abandonadas,
ahora,
que un problema de radio
bloquea la vía
los ojos contemplan silenciosos
el rostro de aquellas cigüeñas
recién llegadas como plumas en la arena.
Quizás llegue un barco mañana
y cruce el manantial
que a veces brota en los latidos del delirio.
Por ahora
alguien contempla comiendo una porción de pizza
a 1,50
una cigüeña alzando el vuelo en la tarde,
la última luz del día,
el parking
mientras revisa
detenidamente su compra.