Uno llora por muchos motivos: porque no puede hacer otra cosa, porque duele y uno no quiere que duela, porque quiere y porque puede, porque llorar implica muchas otras cosas, que solo se realizan mediante el llanto. Los motivos sobran. Y, aun así, en una de tantas paradojas, un acto de los más comunes (y urgentes) entre nosotros es, salvo excepciones, un acto privado. No nos gusta llorar frente a otros, nos guardamos la tristeza al vernos enfrentados a cualquier audiencia, sin importar el sitio. El llanto público es performativo, estructurado, único en su tipo: no por nada se llegaba a contratar, incluso, a “plañideras” -mujeres encargadas de llorar- en algunas celebraciones como funerales, a fin de que el muerto tuviera algún tipo de coro trágico a su lado.
Pero algo parece ser distinto cuando se trata de llorar en el cine. Aquí otra evidente paradoja: lloramos rodeados de personas, pero nadie sospecha que lo hacemos. Y, a pesar de llorar en un lugar extraño (y lejos de casa), llorar en el cine, como cualquier acto público que se realiza en libertad, tiene algo de expiatorio. Resulta, si lo queremos, tranquilizador, incluso pleno. Finalmente, el acto de ver una película implica suspender brevemente nuestras presunciones sobre la realidad y, en el proceso, perdernos en el drama del otro, confrontarlo y confrontarnos a nosotros mismos en el acto. Llorar por el otro, aunque sea excusa, nos permite reencontrarnos con nuestras emociones, reconocer nuestros límites y ser más amables con nuestra tristeza, aunque sea por apenas dos horas en la pantalla.
Yo no soy ajeno. La depresión, la ansiedad generalizada, los fármacos, la psicoterapia y la desazón por todo lo anterior causan, sin que me dé cuenta, un tipo particular de “rutina de tristeza” que, aún con el tiempo (y con toda medicalización que se intente) no se va del todo. Y, como en casi todo, encuentro una respuesta (aunque imperfecta, reconfortante) en el cine. Y, dado lo que escribí antes, no creo ser el único. Así, parece valer la pena, a modo de texto breve, recopilar algunos casos en los que el cine, a su modo, me permitió llorar. Evidentemente, no me alejó de la tristeza, sino que le dio un nuevo sentido, una razón más lúcida para estar allí, un significado un poco más valioso y, por lo mismo, sin tanto dolor.
Puede haber ido con algún clásico, algún romance de telenovela de esos de Douglas Sirk, alguna tragedia de Fassbinder, quizás uno de esos dramones no aptos para niños que entrega el Estudio Ghibli, o, ya que exageramos, Breaking the Waves, de Lars Von Trier, quizás la más dolorosa historia jamás llevada a la pantalla… Pero no. Vamos con una apuesta un poco más interesante: tres películas más o menos recientes (todas de este siglo), que no tienen nada más en común que mi arbitraria decisión de incluirlas en el texto. Tres películas que, diferencias estilísticas aparte, parecen servir -al menos en esta ocasión- a un mismo propósito: permitir que, en nuestro encuentro con el otro (aunque sea ficticio), hallemos una suerte de alivio, algún atisbo de reflexión y una forma más humana de llorar.
Hable con ella: llorar un melodrama
Hable con ella (2002), como otras tantas películas de Pedro Almodóvar, es una historia que se narra mediante fragmentos, que funciona a partir de percepciones: no importa lo que es cierto, sino lo que los personajes creen que es cierto. Benigno, entrañable enfermero en una clínica en Madrid, cree que su paciente, una joven bailarina en coma, le ama, y que, incluso sin palabras, el vínculo que tienen es genuino, capaz de permanecer en el tiempo. Por supuesto, el film trata sobre el conflicto entre lo que se quiere y lo que se recibe, y, de esa manera, la tragedia parte de la dificultad (o imposibilidad) de la aceptación. Benigno (Javier Cámara) no puede aceptar que Alicia (Leonor Watling) no corresponda sus afectos y que, a pesar de que quiera, no sea capaz de adentrarse en su mundo. De igual forma, el otro protagonista, Marco (Darío Grandinetti), escritor, no acepta del todo haber perdido a Lydia (Rosario Flores), posiblemente el amor de su vida, y que, en el fondo, quizás ella no le quería tanto como él pensaba.
Pero el film de Almodóvar no es triste solo por su planteamiento, sino por cómo cada personaje lleva su propia tragedia: en todo film del español, los personajes dicen constantemente cómo se sienten y lo expresan con la mayor intensidad posible. Eso, a diferencia de lo que uno pensaría, no hace que el film sea más transparente, sino todo lo contrario: es más difícil de descifrar. ¿Qué hace que los personajes lleguen a ese estado? ¿Qué hacer una vez que ya no se puede sentir nada con tanta fuerza? ¿Cómo hallar consuelo si la tristeza nos obliga a encerrarnos en nosotros mismos? Benigno es incomprendido hasta por su único amigo, quien tampoco entiende qué sintió por Lydia, ahora en coma. “Hable con ella, hágalo”, dice Benigno, pero Marco se resiste. Hablar con ella, más que hablarle al vacío, es hablarse a sí mismo, y nada parece más aterrador que eso.
Y la historia funciona como tragedia porque, a ratos, no se siente como una: Almodóvar dota a su film de una extensa paleta de colores brillantes, decora cada rincón en el fondo, no le teme al primer plano, que usa cada vez que puede; filma con humor, irreverencia y a veces hasta esperanza, lo cual es difícil en un film como este, cuya temática es particularmente difícil de aceptar. La apuesta es clara. Hallar, en la catástrofe y lo perturbador, algún tipo de sensibilidad y, a cuentagotas, quizás un poco de belleza. Uno llora ante lo tristísimo y lo bello, casi por partes iguales; total, son los mismos personajes y las mismas situaciones; los cambios son sutiles.
Claro que el estilo del film nos manipula. Aquí hay un interesante juego de meta-cine. Lloro cuando los personajes lo hacen: tanto en el prólogo como en el epílogo, Marco asiste a un espectáculo y, como parte de la audiencia, replica lo que sentimos al otro lado de la pantalla y, aunque no quiere, se echa a llorar. Yo también lo hago. Llorar junto al personaje -y uno de Almodóvar- hace que todo parezca un poquito más bello, un poquito más esperanzador.
Werckmeister Harmóniák: llorar por impotencia
Al inicio de Werckmeister Harmóniák (2000), titánica obra de Béla Tarr, no sabemos el tipo de dolor que experimentarán los personajes, pero, debido al estilo del film, podemos hacernos una idea. La fotografía se filma en un blanco y negro que es más sombrío que solemne, que parece aguardar una suerte de réquiem para una víctima que desconocemos. De hecho, en esta primera escena, con la cámara levitando sobre los personajes, el protagonista, János (Lars Rudolph), joven idealista, juega con unos borrachos en un bar: hace que cada uno forme un planeta o un satélite y simulen el movimiento en la Vía Láctea, la rotación entre la Tierra y el Sol. Por supuesto, si la tragedia en el film de Almodóvar proviene de la colisión de las aspiraciones individuales con la realidad, aquí el comentario es mucho más social, incluso político.
A partir de las alegorías que produce su historia, el film hace que lloremos por la tragedia humana: el daño que nos hacemos unos a los otros. A partir de János, una mirada ingenua y soñadora, somos testigos de la llegada de una atracción de feria a un pequeño pueblo húngaro: el cadáver de una enorme ballena, a la que las personas pueden acceder a voluntad. La inmensidad del animal y la pequeñez del humano que lo habita refuerzan, una vez más, la incapacidad del humano de hacer frente a la naturaleza, lo que Tarr reflejará más adelante cuando el pueblo, debido a una serie de pulsiones y atentados, descienda en la violencia y la locura. La película, sin embargo, se resiste a una sola interpretación. Su puesta en escena prioriza la ambigüedad y la alegoría por encima del sentido común, deja a las emociones fluir.
Esta es una de las principales paradojas del film: la naturaleza, en su estado más puro, parece forzar al humano a perder lo que le hace diferente a ella. Asustados por la presencia de la ballena (y otras tantas presiones en el pueblo), los habitantes deciden despedazar al cadáver y dejar apenas retazos de su presencia. Es, pues, el acto más animalesco posible. En este caso, János, a pesar de su buen juicio y su buena voluntad, no puede hacer frente a la ira.
La primera escena me hace llorar, a pesar de que no sucede nada triste. Tarr juega con nuestras emociones, echa mano de la música, la cámara flotante y la energía de su protagonista, y permite un momento sobrecogedor, más aún cuando todavía no sabemos nada de estas personas. El clímax del film, por otra parte, no deja cabos sueltos. La humanidad se mata y ni quisiera el cine puede evitarlo.
This Is Not a Burial, It’s a Resurrection: llorar a la muerte
No muchos saben de este film del 2019, rodado en Lesotho por Lemohang Jeremiah Mosese, pero, una vez que alguien tiene oportunidad de verlo, es imposible que se le vaya de la cabeza. El film, que ganó suficiente reputación en el circuito de festivales, funciona como una suerte de epitafio en tiempo real: la protagonista, una mujer de casi 100 años de edad, llora la muerte de su hijo, y la audiencia llora su próxima muerte. La mujer se va desvaneciendo de a pocos frente a nuestros ojos: sus ojos se van entrecerrando, su voz (protagonista en distintos cánticos) se va apagando, su espera se marchita. Enterrar a un hijo parece ser el tipo máximo de tragedia: una que altera el orden natural de las cosas y que, al hacerlo, remece las creencias fundacionales que tiene uno frente a la vida y su valor.
Aún así, Mantoa (Mary Twala), nuestra protagonista, no acepta su propia muerte, por más que haya sufrido todo lo imaginable. Miremos si no su rostro: lúgubre, de una infinita tristeza, que va de la mano con su fantasmagórica presencia en la pantalla. Un rostro que contiene más de mil penurias, pero que se mantiene firme y decidido, fijo en el horizonte. La cámara nunca se aleja de ella: se le escucha cantar, deambular por los páramos cercanos a su casa, ser visitada por familiares y niños, buscar consuelo en sus creencias en lo sobrenatural y recibir la guía de un sacerdote local. Quizás de eso vaya el film. Renace mediante el dolor, incluso cuando no parece posible.
El joven cineasta ha construido una de las películas más bellas que jamás he visto, quizás como un homenaje a su protagonista, una prueba de lo muy en serio que se toma su historia. La puesta en escena es como un sueño muy lúcido, algo salido de la muy abrumada mente de un artista, en la que los colores tienen una razón de ser y un lugar, y lo hallan perfectamente. El azul es intenso en las paredes, en el cielo (que se ve amplio desde la casa de Mantoa) y en las telas que, casi como el paso de un espíritu, son una barrera entre la protagonista y el mundo sensible. Cada color se ve más real de lo que lo capta nuestra retina, cada objeto en el fondo de la composición se ubica de forma muy precisa, obsesiva. Muchas escenas se filman a la luz de velas, o con la luz natural que brota de una rendija en la ventana. La textura en el film, junto a los primeros planos de Mantoa, crean una peculiar sensación de inmediatez, que solo intensifica nuestras emociones.
Pocas veces he llorado tanto frente a un estímulo ficticio. Lloro, afectado por la tragedia de Mantoa, por lo que dice y no dice su rostro, por saber que el poco tiempo que le quedará en la Tierra lo pasará entre el sufrimiento y la resistencia. Lloro tanto que pauso la película varías veces, aun cuando reconozco que su poder afecta directamente a mi espíritu y lo conmueve, lo quiebra y luego lo conforta. Agradezco haber llorado: me aliviano y recompongo y, como Mantoa, me resisto a caer en la tristeza, al menos, de forma total. Porque todavía queda el cine.