¡Ah! Besé tu boca, Jokanaan, besé tu boca. Había un sabor amargo en tus labios. ¿era el sabor de la sangre…? Puede ser, aunque tal vez era el sabor del amor… Dicen que el amor tiene un sabor amargo… Pero ¿qué importa? ¿Qué importa? Besé tu boca Jokanaan, besé tu boca.
Salomé (1891), Oscar Wilde
Con Salomé, Oscar Wilde nos dejó una de las obras más emblemáticas del Decadentismo literario, y también un retrato esencial de la femme fatale, un tipo femenino que resurgió con enorme fuerza en las últimas décadas del siglo XIX, encarnando las fantasías y terrores de una época marcada por vertiginosos cambios que alumbrarían una nueva forma de entender el mundo.
La industrialización y la urbanización masiva del siglo XIX impulsaron la transformación definitiva de todas las estructuras sociales, económicas y políticas de Europa. A raíz de este proceso, fue inevitable que la mujer abandonase paulatinamente la esfera privada del hogar para irrumpir en la vida pública ocupando puestos en fábricas y oficinas, a falta de mano de obra. Lo que fue considerado por muchos un mal necesario, también supuso el inicio del cuestionamiento de los roles tradicionales y su consecuencia, el avance de las libertades de la mujer.
Los primeros movimientos feministas organizados aparecieron en Inglaterra en la década de 1850, y ya en los años 70 se produjeron las primeras campañas para la emancipación de la mujer. Sus militantes fueron consideradas mujeres corruptas e inmorales, que cuestionaban y desafiaban el monopolio patriarcal y la superioridad masculina, rompiendo con el incuestionable rol tradicional de mujer esposa-madre.
La mujer liberada y reivindicativa fue vista con temor y desconfianza -cuando no burla u ofensa- por aquella sociedad misógina alimentada desde hacía siglos por la remota creencia en la fatalidad de la mujer. Este sería un factor decisivo en la gestación de la femme fatale, al que se uniría el inusitado aumento de la prostitución en las ciudades y la propagación de las enfermedades venéreas que, puestos en relación, justificaron la asociación mujer-muerte.
Se repiten por doquier las representaciones de la mujer perversa y seductora que conduce a la perdición al hombre, tantas veces enfundada en un disfraz mitológico y bíblico. No podemos ignorar que la Antigüedad Clásica y la tradición judeocristiana, cimientos de la cultura occidental y la sociedad patriarcal, ya habían construido en esencial a la mujer fatal mucho antes de que se le dotase de un término en el siglo XIX.
Judit y Salomé, dos personajes bíblicos con amplia representación en la tradición pictórica occidental, y que tienen en común la decapitación de un hombre, fueron reimaginadas por los artistas y literatos decimonónicos, acomodándose a la simbología y estética de la femme fatale; si bien Salomé siempre tuvo un eco perverso, la drástica transformación de Judit, de heroína virtuosa a mujer fatal, resulta reveladora.
JUDIT DE BETULIA
El Libro de Judit datado en el siglo II a. C, sitúa la acción en la ciudad de Betulia asediada por el ejército asirio del general Holofernes. La joven viuda Judit, haciendo acopio de gran valor y utilizando como señuelo su belleza, accedió al campamento del general con el propósito de seducirle y embriagarle para, finalmente, decapitarle.
La iconografía de Judit es tan rica como compleja, con interpretaciones diversas. Su figura ha sido símbolo de la Iglesia triunfante, alegoría de virtudes como la Justicia y la Castidad, sinónimo de mujer fuerte y, por último, mujer fatal.
Fue personaje predilecto del Barroco, que acogió su relato con verdadero entusiasmo, adaptándolo a sus preferencias estilísticas y escogiendo el momento más truculento de la acción, la decapitación.
Caravaggio y Artemisia Gentileschi son los autores de las más célebres representaciones del personaje. Fue ésta última quien más veces versionó el tema hasta cinco veces, alcanzando la cumbre de su carrera artística con ellas. Sus escenas resultan tan intensas e inmersivas porque se asocian con las propias experiencias de la precoz artista que, con dieciocho años, sufrió una agresión sexual a manos del pintor Agostino Tassi.
Sus brutales representaciones se han interpretado como una proyección de las ansias de venganza de Gentileschi y, en clave freudiana, una referencia a la castración, asociación que retomarán los artistas decimonónicos.
La heroína bíblica asistirá en el siglo XIX a su metamorfosis más radical incluyéndose en el repertorio iconográfico de la femme fatale. Judit será símbolo de aquel placer experimentado a través de la decapitación del hombre, metáfora de la castración masculina, mutando así en emblema de la «guerra de sexos».
Esta metamorfosis iconográfica se observa en las Judit I y Judit II, pintadas por Gustav Klimt entre 1901 y 1909. El vienés retrata a nuestra heroína bajo la ecuación de placer-dolor-muerte.
La primera versión, irreverente y escandalosa, nunca fue reconocida como Judit a pesar de la inscripción en el propio marco, «Judit y Holofernes». El público se resistió a aceptar aquella imagen decadente y erótica de la virtuosa Judit así que asumieron que se trataba de una Salomé que invocaba lo sexual.
La atmósfera preciosista no oculta el rictus en éxtasis de la figura femenina, revelando una sexualidad exacerbada y un evidente placer por la muerte. Al margen del lienzo queda la cabeza de Holofernes reducida a un objeto-trofeo de Judit.
Ocho años después Klimt vuelve a versionar el tema en una obra más ácida, donde una Judit decrépita se aferra a la cabeza del general como un buitre a su presa. Si la anterior Judit resultaba embriagadora y sensual, ésta de macabro rostro parece emerger de un mundo sobrenatural.
En Alemania fue Franz von Stuck el pintor que mejor trasladó las obsesiones finiseculares sobre la mujer. Su altiva Judit completamente desnuda y plenamente satisfecha sostiene la espada en alto denotando superioridad y triunfo. Esa misma espada, antaño atributo de Justicia, ahora es un instrumento amenazante, símbolo de castración y muerte.
SALOMÉ DE JUDEA
Grandes artistas como Sandro Botticelli, Filipino Lippi o Caravaggio retrataron a la joven Salomé que fue adoptada con el mismo entusiasmo por los creadores decimonónicos como encarnación de la belleza perversa bajo la aparente inocencia de una adolescente precozmente sexualizada, al más puro estilo «lolita», revelando las fantasías sexuales más escalofriantes.
La historia de Salomé se recoge en el Nuevo Testamento, concretamente en los Evangelios de Mateo y Marcos. Según los textos bíblicos fue Herodías, madre de Salomé, la instigadora real de la muerte del Bautista, motivada por su odio personal hacia el santo que siempre se mostró contrario a su matrimonio con Herodes.
Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, había contraído matrimonio con Herodías, quién había sido esposa de su hermano Filipo, y por tanto su cuñada. Según la ley judía, aquello era incesto, razón por la cual, Juan trató de convencer a Herodes para abandonar a Herodías. La celebración del aniversario de Herodes fue la ocasión para deshacerse del Bautista. Salomé, a petición expresa de su madre, encandiló con su danza al viejo tetrarca que, cegado por los encantos de la joven dijo: «Pídeme cuanto quisieses, que te lo daré». De este modo, la hija de Herodías solicitó la cabeza de Juan el Bautista.
En ambos evangelios se refieren a Salomé como «hija de Herodias». Fue un historiador judío romano, Flavio Josefo quién dio nombre a Salomé.
En la Edad Media, las figuras de Herodías y Salomé se confundirán y fundirán explicando la conversión de la hija en la madre. En los siglos consecutivos, Filipino Lippi realizará en el Duomo de Pratto una de las imágenes más famosas de Salomé. Su aspecto, virginal y grácil, no preludia todavía la transformación de la joven.
La tradición popular terminó por alterar la historia de Salomé, convirtiéndola en una joven encaprichada del Bautista que trama su venganza personal tras ser rechazada por él.
Esta interpretación de la historia fue determinante para que los artistas del siglo XIX acomodasen la figura de Salomé al tipo de mujer fatal. La literatura decimonónica se encargará de sexualizar definitivamente a Salomé, desplazando a su madre de la historia y dotándola de una morbosidad de la que carecía en el relato original.
La Salomé más célebre de la literatura nació de la pluma de Oscar Wilde en 1891, obrando su conversión definitiva en estandarte de sexualidad fatal. La Salomé de Wilde no es el mero brazo ejecutor de los anhelos de poder y venganza de su madre, ni tan siquiera el oscuro objeto de deseo de Herodes; es una mujer movida por su lujuria, pero que determina sus propias decisiones.
El encargado de ilustrar la obra fue Aubrey Beardsley, cuyo lenguaje estilizado y modernista nos ha regalado las imágenes más impactantes del personaje transformado en un ser destructivo y sanguinario, de tintes vampíricos.
En este punto es necesario hablar de Gustave Moreau, el artista que mayor devoción profesó a Salomé. El simbolista retrató a la seductora bailarina en distintas versiones, recreando siempre ambientes suntuosos y exóticos, con una Salomé profusamente enjoyada entre arquitecturas imaginadas. La Aparición es una buena muestra del inclasificable estilo del pintor. La cabeza del Bautista suspendida en el espacio resurge como una visión fantasmal y perturbadora. El escritor francés Joris-Karl Huysmans sintió tal fascinación por esta acuarela que le dedicó todo un fragmento en su célebre obra, A rebours (1884) considerada la Biblia del Decadentismo.
Edvard Munch nos dejó sobre el tema una litografía en la que, muy significativamente, su retrato sustituye al Bautista, revelando su propia visión del sexo opuesto, contradictoria y confusa, que gravita en torno al miedo a la pérdida y la desconfianza, fruto de sus creencias religiosas y sus experiencias personales. El noruego transforma la cabellera de la mujer en un elemento fetichista, y a su vez en instrumento castrador como lo era la espada de Judit.
Salomé y Judit, ambas condenadas por el imaginario decadentista a encarnar a la mujer fatal, encierran el temor y las quimeras más irracionales de un siglo que cabalgaba entre la tradición y la modernidad.
La femme fatale, destructora de hombres, es una hija más de su tiempo, convulso y cambiante, que asistió al nacimiento de un orden nuevo. Compleja y contradictoria, siempre inalcanzable, la mujer fatal es un icono imperecedero que reveló las obsesiones y tabúes de una época en que la mujer comenzaba a dar los primeros pasos firmes hacia la libertad y la igualdad.