Meritocracia: ¿si quieres, puedes?

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Recientemente, el periodista Jesús Salgado ha publicado De Zara al cielo: Marta Ortega y el futuro de Inditex (La Esfera de los Libros, 2023). Es, presumiblemente, una hagiografía que glosa la figura de la heredera del emporio textil y que sirve, además, de reclamo publicitario para justificar a Marta Ortega como la sucesora perfecta para el puesto de su padre. Por supuesto, la valía de la hija de Amancio Ortega no admite discusión alguna, quizás porque todos debamos suponer que se transmita por herencia.

Es curioso comprobar cómo apenas nos perturba que este tipo de personajes se tomen como arquetipos o modelos a seguir. Los relatos que ilustran las hazañas de esta gente son una especie de vida de santos laica y adaptada a los tiempos que vivimos. Además, estos relatos se publicitan por los medios de (in)formación de masas, ya sean digitales o de papel, y tienen como misión a propalar su moralina sobre la justicia social acorde con los privilegios de los que más tienen. Todo ello solo es posible por el fetichismo que emana el mito de la meritocracia. Ahora bien, digámoslo sin ambages, la meritocracia es un discurso clasista basado en la aporofobia, pues defiende que la pobreza económica y la exclusión ocurren porque se merecen. Analicemos con más detalle cómo opera este discurso meritocrático.

Los grupos humanos, en general, ponen en marcha una serie de dispositivos capaces de articular la iniciación de sus miembros más jóvenes en las actividades adultas. En esta sociedad, desde hace décadas, se han licuado los ritos de paso para ingresar en la edad adulta. Recordemos que un rito de paso es el protocolo que toda sociedad ha implantado para propiciar el segundo nacimiento de sus individuos. En efecto, toda persona nace dos veces: una como ser natural perteneciente a la especie humana y otra como ser cultural perteneciente a una sociedad política determinada. El primer nacimiento suele ser objeto de estudio de la biología y medicina. En cambio, el segundo ha sido investigado fundamentalmente por la antropología. Los estudios de campo antropológicos de estos ritos nos hablan de cómo cada sociedad organiza el ingreso en la edad de las responsabilidades y cómo el abandono del paraíso de la infancia, habitado por aquellos no dotados de habla, pues tal es su etimología.

Empero, ¿cómo son los ritos de paso hoy en día en el capitalismo neoliberal? La respuesta es ambigua. Por una parte, en consonancia con el mandato del individualismo que atomiza nuestras relaciones sociales, esos ritos apenas existen. Mientras, por otra parte, hay una serie de prescripciones sociales interiorizadas que disciplinan la conducta social del individuo en el realismo capitalista y que configuran el imaginario colectivo. Los ritos de paso son una suerte de sociofactos indispensables para establecer el papel que cada persona ha de representar, para determinar la posición social del individuo, así como para estipular una idea de la justicia social.

Para que una sociedad funcione y siga hacia adelante deben activarse, como si fuese un líquido engrasante, una serie de creencias que configuran un imaginario. Este imaginario sirve para garantizar la cohesión social, pues permite, casi siempre, poner a cada uno en su sitio y que sea aceptado sin rechistar. En las sociedades tradicionales, los ritos de paso cumplían esa función, pero tal cosa se desvirtúa en una sociedad capitalista donde cada individuo tiene el derecho, incluso el deber, de componer la sinfonía de su destino. No obstante, en una sociedad compleja, como la que habitamos, no puede dejar de haber un mecanismo de selección y justificación de las posiciones sociales, es decir, debe existir algún rito de paso por invisible que sea. La meritocracia es una de las ideas principales de esos ritos en el capitalismo neoliberal. El problema aflora en el momento en que constatamos que la meritocracia no cumple con ese cometido, pues lejos de propiciar esa cohesión, posee un “corrosivo efecto que el afán meritocrático de éxito tiene sobre los lazos sociales que constituyen nuestra vida común.” (Sandel, 2020: 45).

César Rendueles, en su obra Contra la igualdad de oportunidades, cita al historiador Christopher Lasch, quien se refería a la meritocracia en su libro La rebelión de las élites en estos términos:

“La meritocracia es una parodia de la democracia. Ofrece posibilidades de ascenso, en teoría, a cualquiera que tenga el talento de aprovecharlas. Pero la movilidad social no socava la influencia de las élites” (Rendueles, 2020: 37).

Es decir, una de las creencias que ayudan a componer el imaginario del realismo capitalista es el ideal meritocrático. La meritocracia es, por tanto, una narrativa que, retransmitida constantemente desde diferentes plataformas y formatos, va calando poco a poco en la conciencia de la gente. Este discurso corre en paralelo con la expansión del capitalismo en su fase neoliberal. Nuestra mirada ya está contaminada por la creencia en que “tanto tienes porque tanto vales”. Si Mbappé o Messi ganan ingentes sumas de dinero es porque lo valen y lo generan. No hay duda, aunque no nos salgan las cuentas. Si los CEOs de las grandes corporaciones tienen sueldos y primas tan exorbitantes que cobran más que toda la plantilla de trabajadores, es porque poseen una sabiduría arcana y exclusiva. Si las leyes educativas insisten en el esfuerzo y la excelencia, es porque quieren ganadores y perdedores en la competencia social. Y así todo. El juego de la meritocracia es la penúltima (siempre aparecerá otra) de las legitimaciones del capitalismo para convalidar distribución injusta e inicua del poder y la riqueza.

La meritocracia afirma que las posiciones sociales deben estar repartidas según el merecimiento de cada uno. Así, en las democracias liberales, la desigualdad social está justificada si y solo si se basa en el mérito individual, entendido como un producto de esfuerzo y talento. Lo que quiere decir que las diferentes posiciones sociales deberían ser asignadas y estar ocupadas por las personas más preparadas. Veamos, a continuación, unos ejemplos que avalan esta idea. (Casi) todo el mundo cuando va a una consulta médica prefiere que le atienda el médico más experto o que nuestros gobernantes estén convenientemente preparados para la tarea encomendada. La ideología meritocrática, por tanto, posee una matriz argumentativa sencilla pero muy efectiva, ya que este infundado supuesto se basa en que es posible repartir la tarta social según los merecimientos y las aportaciones de los comensales, quienes parten desde unas mismas condiciones (igualdad de oportunidades). Naturalmente, todo ese razonamiento esconde una falacia porque ni hay reparto equitativo ni igualdad de oportunidades. Así, las jerarquías meritocráticas son casi idénticas a los antiguos linajes a los que venían a sustituir, pues el poder sigue concentrándose prácticamente en las mismas manos.

La igualdad de oportunidades merece un comentario aparte. Esta funciona como una ilusión que obnubila el juicio de las personas, pues, paradójicamente, no garantiza la equidad real ni la justicia social, sino que legitima la estratificación social. Como bien dice César Rendueles, “la igualdad aceptable sería aquella que se limita a eliminar las barreras de entrada que distorsionan los mecanismos de gratificación del esfuerzo individual. (…) La igualdad de oportunidades, en suma, es un proyecto meritocrático” (Rendueles, 2020: 37). La igualdad real, en cambio, debería consistir en un telos social que guíe la acción, en un logro colectivo que hemos de conquistar. Es decir, la meritocracia es un mito que sí justifica o legitima la desigualdad social mediante la aplicación de la noción de mérito individual, consistente en la suma de talento y de esfuerzo. De esta manera, se premia a aquellos que han alcanzado el éxito, ya que han sido los responsables de su destino, al igual que se castiga a los que se encuentren en situación de necesidad, porque son responsables de su pobreza.

Esta ideología, por tanto, justifica el éxito de los triunfadores, de aquellos que han llegado a las cúspides por el (supuesto) merecimiento de haber alcanzado esa posición. Es por ello que el resto de personas acabamos comprendiendo que ese éxito es directamente proporcional a tu valía, a tus capacidades y al sacrificio hecho para llegar hasta donde tu iniciativa te lleve. De esta manera se moraliza tanto el triunfo como el esfuerzo, ya que “en una sociedad de mercado, cuesta resistirse a la tendencia a confundir el dinero que ganamos con el valor de nuestra contribución al mundo” (Sandel, 2020: 274). Así, cuando vemos que determinadas personas han alcanzado ese prestigio sin ningún tipo de esfuerzo, creemos que están siendo injustos o que están jugando con las cartas marcadas y en contra de las normas establecidas. Un claro ejemplo de esta indignación son las críticas a los hijos de los actores y actrices más importantes de antaño, que también crecen siendo personas exitosas y con trabajo dentro de la industria del entretenimiento. Esto, en cierta medida, es debido a la visibilidad que pueda otorgar usar el nombre y la cara de un hijo o hija de alguien conocido. En general, esas críticas son dirigidas a la injusticia de que estas personas hayan alcanzado el triunfo sin mérito en una sociedad meritocrática. Por lo tanto, cuando criticamos a los nepo babies, realmente estamos criticando que hayan alcanzado el renombre y notoriedad sin merecimiento alguno, más allá del de ser “hijo de”. En cierto modo, serían la antítesis de la meritocracia: unos tramposos que no cumplen las reglas.

En este momento histórico, en el que casi todos creemos y alabamos la movilidad social, la reproducción social de los privilegios hereditarios nos hace plantearnos acerca de las concepciones que tenemos del mérito. En principio, solemos despreciar a aquellos que han nacido con el privilegio de ser ganadores en la carrera social, porque creemos que no es lo más justo. Pero tal crítica resulta insuficiente por no cuestionar la noción misma de meritocracia, sino los criterios en su aplicación. No obstante, lo que estamos consiguiendo es una moralización del esfuerzo, ya que lo convertimos en el determinante de cómo nos desenvolvemos en el laberinto de la vida. En ningún momento problematizamos la idea de que el éxito alcanzado sea desorbitado o de que haya que lograrlo; sino de que, por muy exagerado que sea, sea merecido y que la persona que lo disfruta sea justa acreedora del mismo. De alguna manera, necesitamos las historias de aquellas estrellas cuyo talento fue tan grande que les sacó de la pobreza para triunfar en las pantallas. Exigimos estas historias porque sabemos que son las que permiten que nuestros valores meritocráticos sigan teniendo sentido. Por ejemplo, como dice Sandel, refiriéndose a la realidad de Estados Unidos: “los estadounidenses toleran desde hace mucho tiempo grandes desigualdades de renta y riqueza, convencidos de que, sea cual sea el punto de partida de una persona en la vida, está siempre podrá llegar muy alto desde la nada” (Sandel, 2020: 34).

Por todo lo anterior, nos resulta injusto si vemos conculcados estos ideales meritocráticos porque creemos que la recompensa del esfuerzo es equivalente a la justicia. Así, si tenemos casos tan obvios en los que esto no se cumple, entonces nos ofuscamos. No obstante, en muchas ocasiones, no nos damos cuenta de que la línea divisoria entre los nepo babies y aquellos que cuentan con titulaciones universitarias y postuniversitarias no es tan grande, puesto que las credenciales académicas, en esta competitividad individualista, marcan la diferencia entre ser un ganador o un perdedor. Lo anterior sucede porque el mercado se ha convertido en la única máquina clasificadora para determinar el valor social, y “más que un sistema para satisfacer necesidades de manera eficiente, el mercado laboral, según Hegel, es un sistema de reconocimiento” (Sandel, 2020: 270). Ahora bien, los que consiguen el éxito académico (también laboral y social), forman parte de las clases más altas, ya que las familias de los winners o ganadores han sido capaces de reproducir sus privilegios sociales. Ello quiere decir que, de hecho, no se ha sustituido la jerarquía hereditaria por la del talento, tal y como proclama el ideal meritocrático.

Pensemos, por ejemplo, en los condicionantes para que un joven pueda tener gloria académica. Rápidamente, nos viene a la cabeza la educación que ha recibido a lo largo de su infancia y las facilidades con las que ha contado: poder permitirse clases particulares, una educación privada o una habitación lo suficientemente calmada como para que pueda estudiar. También solemos reparar en el vocabulario que le han enseñado su familia, en los ambientes en los que ha crecido, en si tiene o no acceso a libros o cultura en su casa o en si directamente sus padres cuentan con el conocimiento suficiente para prestarle la ayuda precisa en su educación.

Es tan obvio que si un niño que cuenta con estas condiciones va a tener muchas más probabilidades de alcanzar, a nivel educativo, mejores resultados que otro niño con las mismas capacidades que no cuente con este entorno que la pregunta que deberíamos hacernos es ¿por qué nos sorprende, por ejemplo, que los hijos de los actores más famosos triunfen en la industria? Al fin y al cabo es la misma dinámica de reproducción social. Sus progenitores no solo pueden enseñarles lo que saben, sino permitirles que accedan a las mejores escuelas de formación, rodearles de personas que pertenezcan a la industria y, en general, que ese niño crezca y se eduque en torno a la interpretación. Ya no es solo que tengan más talento o capacidad que los demás, sino que estos cuentan con muchísimas más facilidades para acceder a grandes oportunidades o llamar a las puertas adecuadas. Pero es necesario recalcar que es la misma lógica que la que ocurre cuando comprobamos que los hijos de familias con estudios universitarios tienen más probabilidades de ser universitarios que los hijos de las clases trabajadoras, en una sociedad meritocrática, y es que al igual que se invierte mucho más en que el hijo de un actor famoso tenga una carrera exitosa, esto es un ejemplo particular de cómo a lo largo de los últimos años, “la sociedad ha invertido mucho más en desarrollar los talentos de unas personas que de otras” (Sandel, 2020: 195).

El nepotismo no deja de ser un privilegio más mediante el cual las desigualdades sociales son manifestadas. Y lo que realmente se defiende, es que el nepotismo impide que en la industria del espectáculo exista una igualdad de oportunidades para tener éxito. Y si bien es cierto que es injusto, hay que ser conscientes de que en ninguno de los casos existe una igualdad de oportunidades en ningún ámbito, y en el caso del mundo del espectáculo insisto, es tan polémico porque son nombres a los que prestamos todos atención, y la razón de nuestra ofensa no es que triunfen o no, sino que este sea ilegítimo, que no les pertenezca. Todos pensamos que nuestro valor es equivalente a nuestro trabajo, y de igual manera lo será a nuestro éxito, y cualquier caso en el que esta ecuación falle, nos enfadaremos porque significará que las creencias de que puedas llegar tan lejos como tu esfuerzo o tus capacidades puedan llevarte son falsas, y por ende nuestro esfuerzo será en vano.

En suma, tratar de acabar con el nepotismo en la sociedad sería estupendo, reivindicar la movilidad social y la igualdad de oportunidades nunca estaría de más. Sin embargo, deberíamos reflexionar acerca de cómo las creencias meritocráticas están calando en todos los discursos políticos y sociales. Es decir, no hay ningún ámbito en el que la igualdad de oportunidades, (requisito fundamental para que pudiera llegar a darse una sociedad meritocrática) pueda llegar a exigir. Por lo tanto, insistir en el esfuerzo, las capacidades o el talento no deja de ser una venta de ilusiones para aquellos que incluso con todo ese talento y esfuerzo, posiblemente, nunca vayan a llegar a alcanzar el éxito meritocrático que anhelan.

BIBLIOGRAFÍA:

Rendueles, C. (2020) Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista. (1ª ed.). Barcelona: Editorial Seix Barral.

Sandel, M. (2020) La tiranía del mérito: ¿qué ha sido del bien común? Santos, A (trad). Barcelona: Penguin Random House.

Imagen de cabecera: John Holcroft

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