‘Misery’ o sobre cómo no leer

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«Me gustan las películas de elección difícil»
—José Luis Cuerda (extras de La lengua de las mariposas)

Escribir es complicado. Todo escritor, toda escritora, alguna vez ha escrito sobre cómo escribir. Y eso es un jaleo. Siempre. Alguien que escribe sobre escribir es como alguien que se observa escribiendo, de la misma manera que cuando, en un videojuego, elegimos la cámara de tercera persona, porque estamos aturdidos o porque no vemos claro el escenario, como si de pronto éste hubiera perdido todo su sentido. Y ahí ya la hemos liado: lo que empezó como pura inocencia ahora se ha vuelto una obsesión por saber si, a nuestra espalda, queda algo de hueco o está, por fin, la pared.

Quizás lo complicado no sea entonces escribir, sino resistirse a dudar. Creo que cada escritor ofrece su propia receta literaria dependiendo de cuánto y cómo dude. Por ejemplo, cierta vez, alguien me aconsejó: “durante un año, dos años, escribe. Cuando lo hayas olvidado completamente, revisa todo aquello. Lo que sientas que haya sobrevivido, eso, trabájalo”. Virginia Woolf nos habló de la radical importancia del único y menguado reflejo que, cada escritor, con su valor, tenía el deber de perseguir en su obra y con su vida. Paul Valéry, con más solemnidad, refirió al misterio de las letras mismas. Escribe: «…felices los geómetras, que resuelven de vez en cuando semejante nebulosa del sistema; pero los poetas lo son menos; todavía no se han cerciorado de la imposibilidad de cuadrar todo su pensamiento en una forma poética». Kafka hubiera aconsejado permanecer quieto, esperar paciente el momento en que todos los temas del mundo, ellos solos, se posaran sobre la mesa; Francis Bacon no hubiera aconsejado nada de nada.

Otra cosa no menos misteriosa es leer. Claro: ¿cómo leer? El ejemplo de lo que no es leer nos lo da Misery. Estrenada en 1990, dirigida y producida por Rob Reiner y protagonizada soberbiamente por Kathy Bates (Óscar a mejor actriz; ganadora de un Globo de Oro) y James Caan, Misery es una película basada en la novela homónima de Stephen King, que trata sobre cómo la mala lectora Annie Walker fastidia infinitamente a su escritor favorito. Éste no tiene remedio y día tras día mantiene la cabeza fría para aguantar todas las majaderías de Annie, quien le ha rescatado de una muerte segura a cambio del arresto domiciliario en su propia casa a las afueras de Colorado (Estados Unidos).

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Kathy Bates en una escena de ‘Misery’| Columbia Pictures

La película sucede mientras Annie cuida y maltrata por partes iguales al pobre de Paul quien, prácticamente inválido sobre una cama, lo intenta todo durante los recados de su peculiar bienhechora, ansiando la hora de poner fin de una vez al exagerado disparate de su reclusión. Mientras ella está fuera, Paul, aún perplejo y algo angustiado, viaja como puede por la casa en busca de cualquier cosa que le sirva: un álbum de fotos, un teléfono, cápsulas con medicinas, un cuchillo. Después vuelve rápidamente a la habitación, para estar de nuevo acostado para cuando Annie regrese: tiene que parecer que no ha pasado nada, que él no se ha movido de su sitio durante todo ese tiempo. Y lo consigue. De vuelta a la habitación, Paul se aúpa como puede para tumbarse sobre su cama raquítica. Maldice entonces, con su pensamiento, el estiramiento titánico de su suerte macabra. Con Annie metida en casa, en el cuerpo a cuerpo, el escritor cuarentón se atreve con armas más sutiles: finge el cariño, la simpatía; su propio bienestar y hasta el amor. Envite aquél último que ya nadie, ni siquiera la sádica Annie, puede creer de verdad. Da igual. Y qué más da. La peculiar secuestradora persiste en su delirio hasta el final, hasta las últimas consecuencias, incluso cuando aquello tomara la forma de un no sé qué grandioso suicidio conjunto.

Pero la dolorosa realidad es que, ni aun cuando Annie hubiera reventado a cañonazos el ya suficientemente destartalado cuerpo de Paul, hubiera podido presumir tan siquiera de haberle conocido. La misma que levantara un altar en su honor en su propia casa, que comprara todos los libros habidos y por haber del stand “Paul Sheldon” o que, por incontables días, cuidara, alimentara, protegiera y amara sin medida a Paul, sería la misma persona, la misma mala lectora, que jamás hubiera logrado terciar ni un ápice su originario anonimato con el escritor.

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