Yo nunca he emigrado por necesidad. Nunca han dejado una pintada en la puerta de mi casa increpándome de alguna manera por mi orientación sexual. Nunca he trabajado en una plantación de tabaco ni en una fábrica ni en un salón de manicura hasta que se me agrietaran las manos y, llenas de ampollas, perdieran sus contornos. Nunca me he enamorado de un jornalero heroinómano. Nunca he tenido que sobrevivir a mi piel. No he sido la primera persona de mi familia en aprender a leer. Nunca he sido capaz de escribir con una pequeña parte de la crudeza de las personas que sí han vivido toda la magnitud de la pérdida. Pero sí he aprendido el lenguaje de un verano, he vivido la diferencia y la incomprensión en países extranjeros. Sí he leído en bibliotecas textos oscuros de gente muerta que jamás habría imaginado que mis ojos sobrevolarían sus frases, que me atrevería a usarlas y reescribirlas, y menos aún que esas frases me salvarían.
Para eso está la literatura: para que el pasar de las páginas agite el vuelo hacia lugares desconocidos, realidades que empezamos a comprender a través de palabras crudas o descripciones punzantes como un fulgor. Esta literatura no te transporta a sus territorios para adentrarte en escenarios exóticos que te hagan compadecerte del otro y de paso de ti mismo, la intención no es ofrecer ese tipo de experiencia. Esta literatura existe para rescatar lo grande y humano de lo turbio, hiriente o humillante. Existe para que nos olvidemos de nuestra primera persona por un rato y escuchemos otras voces; existe para aprender nuevas dimensiones del fracaso y liberarlo de su tabú.
No es fácil que un libro que habla de una vida lejana y ajena te conmueva, no ocurre tan a menudo. En la Tierra somos fugazmente grandiosos (On Earth We’re Briefly Gorgeous, 2019) primera novela de Ocean Vuong, puede encontrarse en los escaparates de buena parte de las librerías internacionales y no es para menos. Su narrativa no lineal trasciende los límites del lenguaje y las lenguas. El cauce narrativo es una voz llena de pigmentos, aromas y desgastes; nos sirve de faro en la lectura una memoria elástica capaz de colarse en cada recodo, con la que Vuong rinde homenaje a las mujeres refugiadas que le criaron, le contaron historias y le entrenaron en el arte de narrar. Acude sutilmente al recuerdo de su Vietnam natal desintegrado y al aprendizaje vital que comienza –aunque no se narra directamente– en un campo de refugiados en las Filipinas y continúa en Hartford, Connecticut –esto sí se narra–, en un periodo de integración, trabajo, amor y pérdida. Esta es una novela sin conflicto, sin clímax aparente, ya que encierra en cada una de sus frases como gemas preciosas su cumbre particular. La prosa parece comenzar y recomenzar constantemente, se regenera de forma poética para ofrecer al lector miles de perspectivas de la misma cosa en transformación. Os dejo con algunos pasajes que orbitan en torno a los temas esenciales del libro, con la intención de dejaros la miel en los labios y que pronto queráis saborear el tarro entero.
Identidad y violencia:
«(…) Trevor apuntaba su Winchester calibre 32 a unas latas de pintura alienadas sobre un viejo banco de parque. Yo entonces no sabía lo que ahora sé: Pasar de ser un chico norteamericano a un chico norteamericano con pistola es pasar de un extremo a otro de la jaula».
Sexualidad:
«¿Recuerdas aquella mañana, después de una noche de nieve, en que encontramos las palabras MARICÓN PARA SIEMPRE garabateadas con espray rojo en la puerta de casa?
–¿Qué significa?– preguntaste, sin abrigo y tiritando.
–Significa Feliz Navidad, mamá–dije, señalándolo–: ¿Ves? Por eso está en rojo. Para que dé buena suerte».
Amor:
«Y, más arriba, los ojos: unos iris grises salpicados de pizcas castañas y ámbar, de forma que, al mirarlos, casi podías ver, justo detrás de ti, algo que ardía bajo el cielo encapotado. Era como si Trevor siempre estuviera viendo cómo un avión se incendiaba en el cielo».
Trabajo:
«Nunca he querido crear un cuerpo de trabajo sino preservar nuestros cuerpos, vivos y sin necesidad de justificación, en el ámbito del trabajo».
Escritura:
«Cuando empecé a escribir, me odiaba por ser tan indeciso con respecto a las imágenes, las oraciones, las ideas, e incluso odiaba la pluma o el diario que utilizaba. Todo lo que escribía empezaba con “quizá” y “tal vez”, y acababa con “pienso” o “creo”».
Pérdida:
«No sabía que esa iba ser la última vez que lo vería: la cicatriz del cuello destellaba con la luz azul de la marquesina de neón del restaurante. Volver a ver aquella pequeña coma, poner mi boca en ella, dejar que mi sombra ensanchara la cicatriz (…) Una coma a la que se superpone un punto que la boca naturalmente genera. ¿No es la cosa más triste del mundo, mamá? ¿Una coma forzada a ser un punto?».
Yo nunca he escrito una carta a una madre que no podía leer, espero no tener que hacerlo nunca, pero sí me gustaría escribirte una a ti, Ocean, y agradecerte cada gramo de amor puesto en este enorme trabajo. Gracias por la inspiración, por escribir algo que anima y casi obliga a escribir sobre ello. Gracias por recordarnos que tener tiempo para leer un libro es un privilegio pero también una de las más hermosas ocupaciones. Gracias por hacerme sentir como una adolescente que pondría un poster con tu cara y una frase tuya detrás de la puerta de su habitación. Me da igual sonar cursi. Gracias por la belleza. Gracias por la ternura, porque puede ser más combativa que cualquier palabra de odio y falsa revolución.
Ilustración de Pablo Lozano.
[…] Ángela Arambarri Azteca expresó lo que me atravesaba el cuerpo con este libro. Nunca trabajé de jornalera en una plantación de tabaco ni como manicura, nadie me humilló por el color de mi piel ni por mis elecciones sexuales; nunca fui refugiada ni se me ampollaron las manos en mis tareas, no fui la primera de mi familia en aprender una lengua. […]