En el país de no me acuerdo
Doy tres pasitos y me pierdo
La historia oficial (1985) es la historia de otros, contada por uno mismo. Es el testimonio vívido, a veces insostenible, de la tragedia colectiva; el epitafio de un régimen que controla a los sujetos incluso después de su muerte, en la manifestación más inquietante de necropolítica y totalitarismo. Es tanto narración y alegoría de un tiempo que, desde la nueva memoria hegemónica, no existió nunca, o ha dejado de existir hace tiempo. La película de Luis Puenzo va a lo básico: la búsqueda de la verdad, muchas veces ahogada en un grito sin testigos; la historia de la violencia nacional y sus cómplices, el crimen sin perdón, que, desde el incisivo accionar del celuloide, es forzado a salir a la luz e insertarse en la memoria pública.
No es que la cinta necesite muchas más presentaciones: ganadora de premios internacionales y pieza clave de la batalla cultural contra el olvido en la Argentina, hoy su legado se mantiene casi inquebrantable, más ante el auge (casi como un fatídico relato determinista) del negacionismo y la nueva violencia, acomodándose una vez más en la Casa Rosada. Y es que, más de 40 años después, el poder de lo que filma Puenzo con su pequeño relato postdictadura, dado el escenario de postconflicto y tufillo autoritario en la región latinoamericana, parece igual de relevante que en su estreno, lo que, si lo leemos con cuidado, no parece una buena noticia, al menos para los enemigos de la violencia y el fascismo.
Las piezas centrales del film se develan de a pocos, como una serie de secretos familiares que de pronto son lanzados a la arena pública. Una pareja de clase alta en Argentina ejemplifica de forma convincente la intrincada situación política en tiempos tardíos de dictadura: la contradicción entre la institución y la violencia, las vidas paralelas frente al totalitarismo y la represión. El marido (Héctor Alterio) es un hombre centrado en su trabajo, el cual, al parecer, es de estricta colaboración con el régimen ultraderechista del país, al que él alaba. Alicia (Norma Aleandro), su mujer, es una profesora de historia en permanente conflicto, ya que no puede narrar la versión de su país que a ella le parece la cierta. Prefiere dedicar todas sus preocupaciones a Gaby (Analía Castro), su pequeña hija adoptiva.
Todo llega a su cauce con la llegada de Ana (Chunchuna Villafañe), aunque bien parece que hubiera pasado tarde o temprano: Ana, exiliada militante de izquierda, amiga de Alicia, narra su dolor en una cena de amigas. Las revelaciones fuerzan a Alicia a preguntarse por lo que está pasando en las calles y por la cuestión de Gaby. Todo esto se da mientras Argentina sucumbe ante las protestas masivas y los estudiantes de Alicia cuestionan la versión impuesta de la historia que ella relata, así como Alicia empieza a cuestionarse su propia historia.
La disputa se anuncia desde un inicio. ¿Cómo es posible que una pareja de edad avanzada pueda tener una niña pequeña? ¿Por qué Alicia nunca deja a la niña sola? ¿Qué hace que se esconda su cumpleaños de la gente? La mentira sobre Gaby ha sido asumida como rutina por la familia, como un conjunto de discursos y rituales. Todo eso no disipa la duda de Alicia, pero ha hecho lo posible para que no se lance al dolor de la confrontación, a que pueda mantenerse al margen. Evidentemente el drama de Alicia implica una metáfora doble: alegoriza la negación y el código de silencio entre los perpetradores y cómplices del asesinato en masa; simboliza la necesidad de un pacto del olvido y una consensuada negación de la memoria. Que la protagonista sea maestra de Historia -lo que en esa Argentina implicaba ser una mentirosa profesional- solo añade aún más fuerza a la discusión sobre la verdad y su pertinencia. ¿Es deseable sacar a la luz la verdad a pesar del caos que trae consigo? ¿Siquiera puede hacerse? Una pregunta parece neutralizar a la otra, pero Alicia se hace las dos. Que no haya respuesta posible solo hace que ella se sienta mucho más sola.
Alicia es un misterio en sí misma. La historia no deja muchas explicaciones. La interpretación de Norma Aleandro deja muchos cabos sueltos y se rige por la ambigüedad, mientras que el guion de Puenzo y Aída Bortnik solo sugiere más interrogantes al querer acercarse a la protagonista. ¿Por qué hacerse la pregunta sobre Gaby tiempo después? ¿Acaso sirve como una forma de aplacar la culpa interiorizada? ¿Es una forma inconsciente de ahorrarse el dolor de la pequeña y vivirlo en carne propia? ¿Se trata de un sencillo acto utilitarista, para salvaguardar la seguridad de la niña? El misterio, por supuesto, conmueve mucho. Nada nos queda claro, salvo el punto de partida: Alicia ya no puede seguir sosteniendo su ficción, así como el pueblo argentino ya no se cree la versión del régimen.
Todo inicia y termina en el mismo punto: la confrontación entre las dos mujeres. La escena entre Ana y Alicia puede que sea uno de los momentos más memorables del cine argentino. Puenzo traza el camino hasta la confesión; no la anuncia, sino que permite que suceda de forma espontánea, creíble. Una conversación entre amigas que, entre risas y alcohol, se vuelve el escenario posible -adecuado no, pero sí posible- de una revelación: Ana, por fin segura, puede revelar, a lujo de detalle, los estragos que la dictadura ha dejado en ella. Es una confesión corporal: las heridas, las cicatrices, la presión en los huesos, el miedo en el corazón, la respiración ahogada. El cuerpo que recuerda. La cámara se va acercando a su rostro contrariado, aún eclipsado en ese momento de horror. Los cortes entre close up y close up diseccionan cada ápice de horror, tanto en la emisora como en la receptora. La música, melancólica y tensa, aumenta.
Las palabras, como martillazos en el pecho, como ruidos secos que resuenan por las paredes, son una carga que ahora, conferidas a Alicia, le obligan a confrontar su negación, algo que tendrá que llevar por siempre. Es casi imposible no estallar en lágrimas. La cámara se hace demasiado personal, escarba con violencia, indaga sin pedir permiso, forzando una evidente confrontación entre las dos, cada quien con su condena: Alicia, en el sopor de la ignorancia, hasta ahora cobijada por el régimen y sus cómplices; Ana, herida de por vida, llevando la tragedia como un sello permanente en la piel.
Luis Puenzo filma así sus escenas; con dramatismo, tensión, firmeza: como fragmentos anecdóticos que permanecen en la memoria, remilgos de emociones contrariadas, remembranzas difusas que de alguna forma han sido reunidas bajo la excusa del cine. Su cámara es íntima, pegada siempre al deambular melancólico de Alicia. El film empieza a hacerse de puertas cerradas, asfixiando a Alicia en un drama doméstico, confrontándola con el horror de su intimidad. En ese proceso se da una suerte de efecto paradójico. Aquel espacio seguro para Alicia, lejos de la dictadura, de las protestas en la calle y de la verdad se torna su prisión. Puenzo, con la cámara rígidamente posicionada frente ella, no sugiere lo contrario.
Las evidencias son constantes en el film. En un momento cotidiano, Alicia se deja llevar por sus sospechas e inspecciona las ropas con las que recibió a Gaby, guardadas celosamente en empolvados cajones. Es una escena que se filma en silencio, como si la cámara no estuviese allí. La ternura maternal se confunde extrañamente con el voyerismo y una inusitada curiosidad, un morbo que lleva a la vergüenza. Se contrapone efectivamente el horror maternal, la carga femenina, y el drama político, la presencia de la dictadura en los cuerpos, las emociones, los anhelos. En otra escena, Alicia, rebosante de culpa ante los efectos de su búsqueda, va a pedir consejo a una parroquia local, solo para ser acallada por el cura de turno. A él le conviene el silencio, a pesar de su responsabilidad con el relato. La culpa de Alicia, según se filma la escena, parece solo vivirse en silencio, solo emerger en claroscuros, en lo clandestino, en la falsa comodidad del silencio parroquial y el voto de confidencia.
En una tercera escena, ya no es Alicia, sino su marido, Roberto, quien, en un amplio travelling, se ve cuestionado por su familia, anarquistas antidictadura, dadas sus simpatías por el régimen. Una vez más, el horror no se percibe únicamente a gran escala o mediante el control de lo público: el régimen está allí, en la mesa de la cocina, en el dolor reprimido entre hermanos, la distancia irreconciliable entre unos y otros. Roberto, quizás la figura más aterradora en la historia, acusa de celosos a sus familiares: el odio, según él, se nutre de que él sea el «ganador».
Claro que esa revelación nos incomoda: es un ganador a costa de hacer desaparecer a los «perdedores»; es, finalmente, el juego como herramienta para trivializar la violencia de sus acciones previas y su impacto. Roberto, además, al referirse a los otros como «perdedores», replica una inquietante (pero potencialmente cierta) contradicción: si los roles fueran al revés, y la dictadura fuese de izquierdas, quizás las acciones de Roberto serían válidas, inclusive deseables. Puenzo, entonces, intercambia la ficción política por el drama psicológico, confrontando a los sujetos en un constante espiral de dudas y temores, en la culpa creciente por el peso imborrable de sus acciones, que suelen ser llevadas en silencio.
De a pocos, la vida de Alicia se va desdibujando y así, como un necesario cliché, el poderío de la clase alta que vive a espaldas del pueblo se desmorona con ella. Roberto deja su pose de padre y marido ausente, para mostrarse como lo que de verdad es: un burócrata frío y despreciable, uno de los tantos dedicados a la profesión del terror. La palabrería banal de la clase alta parece un eco hueco y aprehensivo, que no ofrece soluciones, sobre todo en Alicia. Nada le consuela. Las dudas se amontonan en protagonista y espectador.
La cuestión, por supuesto, radica en Gaby, la pequeña. Gaby que, sin saberlo, es objeto de disputa. Gaby que, a su forma inocente y descuidada, crecerá en otra Argentina, ajena al odio y la persecución, aunque definitivamente alterada por el postconflicto y la memoria combativa. El canto de Gaby, leitmotiv en numerosas escenas del film, apunta a eso: yuxtaponer la inocencia infantil con la brutalidad de la represión; contrastar la apacible vida en casa de Alicia con la crisis en las calles. La voz de Gaby recuerda el crimen. Los cantos de la pequeña son un doloroso anuncio de que, al final, todo se conoce, incluso lo que silencia la dictadura. Todo quedará en el cuerpo. En una escena particularmente astuta, ella juega y es interrumpida por niños jugando a las pistolas. Irónicamente, que Gaby, con su ternura, haya sido concebida a partir de la tragedia, solo refuerza la contradicción central del film.
La historia oficial, entonces, funge como testimonio histórico, pero más como un mecanismo necesario de purga y expiación. Es a través del cine que uno puede narrar lo inenarrable, contar lo silenciado, explorar en lo prohibido. De a pocos, la verdad duele, pero quizá cure. La última escena del filme así lo demuestra. Ambos padres de Gaby, enfrentados a la verdad, se refugian como pueden. Roberto, azuzado por la crisis nacional y familiar, cae en la ira, lo que implica nuestro justificado desprecio. Alicia se refugia en el silencio. Gaby, al otro lado de la llamada, canta, sana y salva, pero, aun así, oírla nos genera inquietud. La misma incertidumbre permanente en el pecho de madres y abuelas de los desaparecidos. Por unos instantes, opresores y oprimidos cambian de lugar. El cine, impotente y compulsivo, inicia una difícil conversación. Un tipo de enfrentamiento con verdad que, décadas después, sigue siendo tema común en la Argentina. Así, claro, La historia oficial debe seguir siéndolo.