Redes en el precipicio

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El resumen de las vacaciones de verano. Una puesta de sol vista desde la playa. Maletas y mochilas en el aeropuerto o la estación, a punto de salir de viaje. Amanecer en el camping de caravanas. Reencuentros con amigos y familiares que viven fuera. Una escapada romántica. La verbena que vuelve a las fiestas del pueblo tras el Covid.

Son imágenes universales, aparecen y se reproducen a lo largo del feed de Instagram en un goteo constante. Sin embargo, hay algo que ya no es como era al principio. No es tanto por las publicaciones, cada vez menos espontáneas y más sofisticadas (los filtros Sierra o Valencia, los boomerangs o las insoportables series de hashtags quedan ya lejos, no todo tiempo pasado fue mejor), sino por el ambiente que se respira: Estamos cansados, desbordados por el bombardeo de notificaciones y mensajes urgentes, por la sobrecarga de información y la velocidad de las plataformas, que no sólo distorsiona la realidad sino nuestro propio cerebro.

 «Deslizar, compartir y poner Me gusta” se sienten como rutinas mecánicas, gestos vacíos. Hemos comenzado a borrar y a dejar de seguir, pero no podemos permitirnos eliminar nuestras cuentas, ya que esto implica un suicidio social». ‘Tristes por diseño. Las redes sociales como ideología’ (Consonni, 2019) del teórico y activista neerlandés Geert Lovink aborda algunas de las controversias más actuales en torno a las redes sociales, prestando especial atención a sus consecuencias en la salud mental.    

El descontento y la desconfianza hacia las redes avanza alimentada por un lado por sus propios creadores, que reconocen un diseño basado en la adicción, así como la ausencia de filtros o sistemas de verificación para evitar la difusión de noticias falsas en Facebook o la extracción y utilización de datos personales que dio lugar al escándalo de Cambridge Analytica. Por el otro, la creciente sensación entre los usuarios de vacío o pérdida de tiempo, acompañada de una alarmante falta de alternativas, ya que hemos vinculado tanto nuestra vida (ocio, relaciones, trabajo) a ciertas plataformas que ahora no podemos permitirnos salir  de ellas.

Llamadas desesperadas de atención, búsqueda de impacto o validación, autobombo o quizás simplemente una forma más de expresión, como testimonio de momentos y experiencias que queremos compartir y recordar. Cada uno sabe qué es lo que busca en las redes, qué imagen quiere proyectar sobre sí mismo y hasta dónde llegan los límites de su privacidad.

Para Lovink, el problema no está en nuestra falta de voluntad o en el uso individual, sino en nuestra incapacidad colectiva para imponer un cambio. Todos somos conscientes de cómo funcionan estas plataformas y ellas tampoco lo esconden (Las redes sociales ya no conectan personas, conectan consumidores y anunciantes), pero no hacemos nada al respecto. La necesidad de evadirse de la realidad, la comparación (y competición) constante con los demás, el FOMO (Fear of missing out) o miedo a perderse algo, la vigilancia pasiva -observamos y somos observados- nos atrapan y síntomas como la adicción, la ansiedad, la frustración o la pérdida de concentración evidencian una crisis existencial cuya responsabilidad nadie quiere asumir: «Eliminar el ruido se considera un asunto personal, una responsabilidad moral que recae en el individuo, en el usuario y que puede resolverse con meditación (Harari), con aplicaciones de desintoxicación digital, apagando las notificaciones o instaurando días sin móvil»

El escritor y activista Eli Pariser añade un concepto más, protagonista de su libro ‘El Filtro burbuja: cómo la web decide lo que leemos y lo que pensamos’ (Taurus, 2017): «La nueva generación de filtros de internet se fija en lo que parece que a usted le gustacómo ha sido de activo en la red o qué cosas o personas le gustan- y saca las conclusiones pertinentes. Las máquinas pronosticadoras crean y refinan continuamente una teoría sobre su personalidad y predicen lo siguiente que usted querrá hacer».

En ‘Infocracia’ (Taurus, 2022), el filósofo coreano Byung-Chul Han observa que esta organización en torno al algoritmo hace que nuestro mundo y nuestro horizonte de experiencias sea cada vez más pequeño y limitado, porque sólo nos muestra aquellas visiones del mundo que están de acuerdo con la nuestra, reforzando nuestros prejuicios. En su opinión, el filtro burbuja no es sólo un problema “técnico”. La personalización de la sociedad y el culto al ego conllevan una pérdida de empatía, a la incapacidad de escuchar al otro y ponerse en su lugar, provocando en última instancia la crisis de la democracia.

El diagnóstico está claro, el tratamiento no tanto. Lo primero en cualquier caso es olvidarse de fobias o visiones apocalípticas sobre la tecnología: Internet no se va a ir y no queremos que se vaya, porque ofrece muchos beneficios a los que no vamos a renunciar: placer, amistad, cortejo, conocimiento, trabajo. Las redes sociales son un instrumento útil que puede serlo aún más, y de manera más transparente, justa y equilibrada.

José María Lassalle, doctor en Derecho y ex secretario de Estado de Cultura, señala en ‘Ciberleviatán’ (Arpa, 2019) que «la tarea más importante que tiene la humanidad por delante es dar sentido a las máquinas. No se trata de competir con ellas, sino de trabajar a su lado». A su juicio, la respuesta a este desafío ha de venir de Europa por su tradición democrática, promoviendo un algoritmo “humanístico”, subordinado a una ley que asegure la libertad y dignidad de la ciudadanía, en línea con iniciativas como el Open Ethics Manifesto, que defiende el derecho a la desconexión digital, al anonimato en la red o a prevalecer en el empleo frente a las máquinas.

Marta Peirano, periodista e investigadora especializada en tecnología y autora de obras como ‘El enemigo conoce el sistema’ (Debate, 2019) y ‘Contra el futuro’ (2022), explica que «aunque utilices servicios que no se dediquen a la extracción de datos, en realidad no resuelves el problema, porque esto ya no es un problema individual, es un problema colectivo». Peirano parte de la base de que las grandes tecnológicas no van a cambiar su modelo de negocio, por lo que propone empezar desde lo local, creando nuevas plataformas que comuniquen a los vecinos, a la gente que tenemos alrededor. Se trata de apoyar comercios de barrio, solucionar problemas comunes y volver a conectar con nuestra verdadera comunidad.

La acción colectiva es la salida. Lovink contraataca («Los monopolios (incluidos Google y Facebook) están ahí para ser destrozados, no para ser tomados, y mucho menos para ser regulados») y concluye: «Offline u online, lo que cuenta es cómo escapamos de una vida calculada, juntos. Fue divertido mientras duró, pero ya es hora de superarlo».

Ilustración cabecera: John Holcroft / Ikon Images.

1 comentario

  1. AMBERES siempre interesante. Cada aproximación a la realidad de las redes sociales es una invitación a la disidencia. Comparto plenamente lo que se dice en el artículo sobre ellas y, es más, soy víctima propiciatoria de uno de los colosos =el más grande=de cuantos existen actualmente. He sido censurado y perseguido por opinar límpiamente contra esa tiranía, y aún sigo con prudencia temerosa que mi actividad literaria o no sea coartada o impedida. Un nuevo futuro nos aguarda, pero debemos de merecerlo. Estoy de acuerdo en que la salida ha de ser colectiva y empezando desde abajo; pero no deja de ser por ahora una utopía.

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