Desde el cielo, Marruecos se despliega en una amalgama de luces aleatorias. Sobrevuelo las tierras del Rif oriental. El avión se tambalea y algunos niños lloran y chillan. Por la ventanilla veo los olivos que forman hileras rígidas en una disposición marcial. Logro distinguir algunas casas en ruinas. Sus esqueletos expuestos de forma impúdica hablan de las generaciones que ya no habitan esos lares. Se han ido, a la ciudad, sea Nador o sea Madrid; la cuestión es moverse, huir en alguna dirección donde la vida pueda asomarse al futuro. El ritmo migratorio actual del Rif es invisible en los medios y constante en el mar. Ante mí aparecen los niños usados como armas de presión, como puntas de lanza para que España tema a Marruecos. Este es el mayor logro del majzén: anticiparse a todo aquello que permite su presencia y continuidad.
El Rif es una huida y un encuentro, dos líneas perpendiculares cuyo enigma no es otra cosa que el cruce entre ambas: un punto que estalla cuando los límites no logran contener tanta incertidumbre y tan pocas expectativas. Ya sobre el terreno recorro los ciento treinta kilómetros que separan el aeropuerto Al Aroui (a las afueras de Nador) de la ciudad de Alhucemas. Renovar la red de carreteras del Rif fue una de las primeras iniciativas de Mohamed VI al subir al trono. Nada más metafórico y significativo que sepultar los años de plomo de su padre por toneladas de alquitrán para (re)comunicar un territorio olvidado. Veo muchos puestos de fruta y verdura, de miel y aceite, que siguen ocupando espacios en el arcén. A lo lejos, granjas modestas con un almiar laboriosamente compactado. Las chumberas parecen cabezas tristes incapaces de levantar la vista del suelo: la plaga de la cochinilla ha hecho estragos en una tierra que se enfrenta a constantes sequías. El paisaje es desolador, pero irremediablemente me apetece comer un higo chumbo con pan de centeno, el tentempié habitual en casa de mi abuela. El polvo que entra en el coche me obliga a subir la ventanilla a ratos. Los olores densos de combustible mal quemado y el paso por una incineradora de basura al descubierto hacen que mi tripa se revuelva.

Siempre hay un mareo constante en estos descensos al Rif. Una nebulosa, una sensación onírica que parece envolverte de forma natural y amenaza con asfixiar cualquier iniciativa. El Hirak tuvo en parte este carácter de sueño desprovisto de solidez. ¿Qué queda de todo ese movimiento iniciado en 2016? Alhucemas fue el foco: ese punto donde la huida y el encuentro estallan. De toda esa explosión ahora solo queda una implosión que hiere hacia dentro. A pocos kilómetros de la ciudad se erige el nuevo -y presuntuoso- hospital con una unidad oncológica, una de las principales demandas del Hirak.
El Centro Hospitalario Provincial es un resultado táctico al Hirak que, si bien tomó la delantera de reivindicar mejoras sociales esenciales y derechos fundamentales, terminó por colocar al majzén en su punto de mira. Pero difícilmente se puede combatir contra una abstracción. El majzén no es una corona, ni un rey, ni una corte, no son las fuerzas de seguridad, tampoco la política partidista, y por supuesto, no son los ulemas. Paradójicamente, el majzén por carecer de rostro requiere de todos ellos para tomar cuerpo.
La inteligencia del majzén estriba en ocupar un espacio de poder único e indivisible, en desplegarse ahí donde la unicidad irrevocable del Estado pueda ser socavada. Entender el majzén es entender el carácter de un Estado que creó su identidad sobre los intereses de su pueblo: la tradición y el mundo rural fueron el cimiento del Marruecos post 1956 porque ese era el impulso primario de la gran base del país. La fuerza del majzén no estriba en detentar un poder de hierro, sino en convertir el hierro en poder. Esto se traduce en una forma de acción: si el Rif sale a las calles para exigir un hospital, el majzén estará ahí para replegar la protesta a esa exigencia. Se servirá de la policía, de la extorsión y la difamación ahí donde la voz se alce en la dirección de confrontar el rostro invisible del majzén. Llorar está permitido; pero llora por el pan que no tienes, no por el trigo que no crece. Este carácter operativo es una seña de identidad del majzén. No profesa ninguna fe (o quizás las abraza todas), tampoco habla una lengua en particular (o quizás las habla todas) y en cuestión de modernidad o tradición, el majzén está fuera de este binomio arcaico y fútil que solo sirve para categorizar un Marruecos inexistente.

Esta presencialidad que tiene el majzén a través del juego invisible guarda una tremenda relación con la forma que tienen las mujeres de ocupar los espacios públicos. En la playa un paisaje me da la respuesta a este paralelismo entre el majzén y las mujeres. Nada más pisar la arena, una horda de sombrillas, mesas y sillas de plástico, invaden mi campo visual. El espacio público es espacio privado. También a la inversa. Uno no puede esperar copar la calle para su interés personal y que luego la gente no se meta en su vida.
Me doy cuenta de que el bikini que llevo debajo de la ropa empieza a dibujarse como una desnudez latente. No por los hombres que puedan observarme. Aquí la mirada cortante pertenece a las mujeres, que son una gran mayoría a lo largo y ancho de la playa. Las edades son variables, pero el denominador común es la indumentaria en la que se enfundan: vestidos drapeados que una vez se mojan descubren curvas y redondeces a las que es difícil no prestar atención, canduras (ropa femenina larga y de manga corta muy habitual en Marruecos) de colores, combinaciones de camisetas de tirantes con shorts y el omnipresente burkini en tonos oscuros. El bikini brilla por su ausencia y las mujeres dominan con su presencia cubierta.
Hace veinte años, me bañaba en la costa de la provincia de Nador en bikini, la contrapartida es que apenas veíamos más mujeres que nosotras y el mar estaba habitado por hombres. Entonces, nuestra fuerza era acaparadora y nuestra presencia, un símbolo de modernidad. Y ahora, ¿regresión?, lo dudo, todo esto va hacia delante: no hay más dirección que la fuerza del mar al tirar hacia dentro.
La fe de este país, seducida por la costumbre, es como una mujer entre la espuma de las olas y la trama de sus ropajes: un cuerpo en expansión que absorbe el mundo entre sus costuras. El majzén y estas mujeres que observo en la playa parecen funcionar del mismo modo: con la estrategia de quien conquista espacios de poder, con el empuje de movilizar las corrientes para establecerse en la vida, en el orden, en el dominio de unas presiones que dictaminan el tiempo y el espacio que debe ocupar el cuerpo y cómo debe hacerlo. La fuerza es de tal magnitud que termino bañándome con un short y el bikini debajo. ¿Cesión? Si no puedo estar, no puedo entender.
