Esta sed de madrugada
que retuerzo como un beso
tal vez sea una vasta opulencia, tal vez.
La vida en auge, soliviantada,
desfiguradamente estética
marca un ritmo monocorde en mi pulso;
no la quiero, no.
Esta ficción, este fardo que arrastro
tal vez sea para otro mi cuerpo,
pero mi cuerpo – Mis manos:
con mis manos desgarro la seda y
no queda abstracción que la reconstruya.
Lo elaborado –
no, lo trascendente
revuelve unas alas ajenas al aire
y conocer es, súbitamente, un ejercicio de fe.
Si de pronto deshago la música,
si de pronto derrama mi boca un jilguero
extremadamente locuaz
no alarmarse –
pasó, pasó el invierno;
soy verano primario y absurdo.
Y si voy y escupo un jilguero,
si pronuncio un discurso ante un público específico
lo haré gesticulando;
lo haré desprestigiando
el suicidio prematuro del joven erudito.
Porque lo sé: lo sé todo.
Sé del ritmo – no paso – categórico del tiempo y
sé del movimiento de un pájaro en reposo.
Sé del ronco discurso del cristal sobre la lengua
y sé de la manera en que se empaña: lo sé.
He leído un libro y todos.
He besado unos labios y todos.
He encontrado esta vaga herramienta
carente de estética, nombre o forma,
pero oíd todos: está.
Pero –
¿y si desgarro la seda?
¿Y si mi pecho se eleva y desciende
armónicamente a un compás inasible?
Si de pronto deshago la música y
dejo que sea el contacto mi praxis, mi –
… si reviento el exceso gramático,
si queda aislado lo cierto de mí –
Si de pronto deshago la música
tal vez descubra que soy insuficiente.
Tal vez el mundo sea insuficiente.
No sé si esta ambigüedad es mía.
No sé si podría distinguir lo cierto
de no poder más que rozarlo con los labios.
Lo sé todo o puede que nada,
pero mis manos no.
Foto: «Río Chan-Chan», de Cristian Carrere (Wikimedia Commons).